¿Quién quiere tener un millón de amigos? Elogio (matizado) de la soledad
No hay mejor imagen de la soledad contemporánea que la cara iluminada por el resplandor azul de un móvil
Los seres humanos hemos exaltado la violencia, le hemos puesto un acento romántico a las drogas, hemos convertido una enfermedad —véase el cáncer— en un combate moral y hemos creído que la autodestrucción, el fracaso o la muerte prematura eran formas raras de belleza. Extraña poco, por tanto, que también le hayamos dado a la soledad un prestigio literario que solo rivaliza con el de las golondrinas y las rosas. Horacio propone hacer un corte de mangas a la ciudad e irse a cultivar tu huerto. Fray Luis nos anima a seguir “la apartada senda”. Montaigne se aleja de los negocios del mundo para recogerse en un retiro libresco allá en su torre. La soledad puede ser la revelación ardiente de Ignacio de Loyola en la cueva de Manresa o —gran clásico adolescente— aquel caminante entre las nubes de Friedrich, que parece meditar las incógnitas de su destino de hombre. Y, por contaminación cultural, cualquiera que hoy deshaga su maleta en un hotel al caer la noche se sentirá el remedo de un hopper. Llama en todo caso la atención la insistencia de esta misma cultura en endulzarnos la soledad, de los flâneurs por las calles de París a los solteros calaveras como Bertie Wooster. La propia creación artística o literaria será cosa de elegidos que la gestan “entre los ángeles de la soledad y la verdad”: con un punto más chusco, Cyril Connolly afirma que el gran enemigo de la escritura es “la cuna en el hall” o, lo que es lo mismo, tener hijos. Irónicamente, cuando aparece un solitario de verdad como Leopardi, resulta que lleva su soledad con el mismo jodimiento con que llevaba su joroba.
Por mi parte, confieso una debilidad por la soledad según la vivió Madame de Sévigné: “vivir para una misma es fatigoso, pero ayuda a pasar las horas malas”. Hoy The Economist define la soledad como “la lepra del siglo XXI”, y medios tan altos como The Lancet y tan folclóricos como The Daily Mail han hablado —ya antes de aquella clausura que fue el COVID— de una epidemia de soledad. Es un parásito que ronda a muchos. A adolescentes. A divorciados. A madres jóvenes. A desplazados y ancianos. Y, con todo, es una paradoja que tantas veces vivamos hoy la soledad, al modo de la Sévigné, como una clandestinidad superior o un placer que llega a parecernos egoísmo. No hace falta ser usuario de pago de las redes sociales para entender que aquel deseo de Roberto Carlos —”quiero tener un millón de amigos”— era más bien una maldición. Y, tras una mañana con cincuenta emails y cien notificaciones, podríamos pensar que el mayor problema de nuestra soledad es que no existe. El empacho de disponibilidad, de exposición ajena y propia, de hecho, parece dejarnos cierta nostalgia de recogimiento que explicaría nuestro súbito interés por la meditación, la moda de esos libros que ensalzan la libertad del caminar o el repunte de una literatura —diarios, autoficción—personalísima, favorecida por la añoranza de una comunicación verdadera. Porque a veces llamamos estar solos a lo que es más bien estar vacíos: al scroll infinito que nos inunda de superfluo, a nuestra manera de andar “distraídos de las distracciones por las distracciones”, hiperestimulados por las sombras de lo real de la pantalla. Al cabo, no hay mejor imagen de la soledad contemporánea que la cara iluminada por el resplandor azul de un móvil, por la noche.
Es célebre el pensamiento de Pascal, según el cual todos nuestros males nos vienen de no saber quedarnos a solas en nuestro cuarto. No es una verdad que nos guste reconocer, pero hay muertes espirituales por exceso de compañía, incluidos gadgets. La soledad puede ser una herida sin ningún tipo de luz: la vivencia de resultar sobrante o indiferente, como si fuéramos espectadores de nuestra propia ausencia. Poca broma. Pero la mayor parte de las veces puede convertirse en un resguardo del mundo. Al buscar el recogimiento —que es esa suma de silencio y soledad—, no buscamos sino afinar el oído a lo importante, a semejanza de aquel profeta Elías que, tras ver pasar huracanes, terremotos y fuegos, solo reconoce a Yahvé “en el susurro de una brisa suave”. Quizá no haga falta tanto. Pero saber buscar e integrar la soledad tiene mucho que ver con el don más dulce de la vida adulta: vivir la vida como el tránsito entre un estado de felicidad y un estado de indiferencia. Así sea.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.