Desmadre a la española
Ni Sánchez es un aspirante a caudillo bolivariano, ni Feijóo un taimado criptofacha
¿Tienen gobierno y oposición proyectos políticos radicalmente distintos? Es lo que aseguran ambos y lo que se deduce de los ataques furibundos que intercambian en público. ¿Están justificados esos ataques? ¿Oposición y gobierno albergan ideas incompatibles sobre lo que debería ser este país? ¿Se hallan políticamente en las antípodas y responde la polarización de nuestra clase dirigente a una drástica divergencia ideológica, a un antagonismo de fondo? La respuesta es obvia: no.
Partamos de un hecho: por fortuna, España no es un país independiente. ¿Cómo va a serlo si no dispone de moneda propia y comparte fronteras con otros países? España, por fortuna, forma parte de una confederación, la Unión Europea (una confederación que aspira a convertirse en federación o que muchos aspiramos a que se convierta en federación): baste recordar que, según los expertos, en torno al 80% de las decisiones que afectan a nuestra vida cotidiana se adoptan en Bruselas. ¿Y quién toma esas decisiones? ¿Quién gobierna la confederación? ¿Los burócratas de Bruselas? No: los socialdemócratas y los conservadores y liberales europeos, es decir, esencialmente el PSOE y el PP, es decir, esencialmente el gobierno y la oposición. Esto ocurre desde que se fundó la UE, en 1993, lo cual explica que, cada vez que cambia el gobierno español, no se produzcan revoluciones dramáticas: ni en política económica, ni en política internacional, ni siquiera en política territorial o migratoria. Lógico. Los estados de la UE aplican, con infinidad de variantes, políticas parecidas, más o menos socialdemócratas, porque la Europa de posguerra representa el triunfo de la socialdemocracia: salvo la ultraderecha, y de momento solo en teoría (no en la práctica: véase Meloni), nadie en la UE propone abolir el estado del bienestar, que es el fundamento de la socialdemocracia; lo cual significa que la derecha liberal europea, sin excluir al PP, se halla más a la izquierda que el partido demócrata estadounidense, que ni siquiera aspira al estado del bienestar (al menos, no al estilo europeo). En resumen: no hay duda de que, en Cataluña, conviven dos proyectos políticos contrapuestos (uno, nacionalista; el otro, federalista: España ya es en gran medida un estado federal, aunque no ose decir su nombre), pero en España, con todos los matices que se quiera, domina un solo proyecto político, que es el de la UE. ¿A qué viene entonces tanto escándalo en Madrid entre grupos que gobiernan juntos en Bruselas? La respuesta a esa pregunta, o parte esencial de ella, es que lo que hay en realidad en nuestro país es una disputa entre dos grandes élites políticas, empresariales y mediáticas que aspiran al poder -lo cual es legítimo- y que, a fin de conseguirlo, exageran sus diferencias -lo cual ya no es tan legítimo-: para no perder votos por su derecha, el PP y sus adláteres dicen que el gobierno está mucho más a la izquierda de lo que está y, para no perder votos por su izquierda, el gobierno y sus adláteres dicen que el PP está mucho más a la derecha de lo que está. Estas hipérboles se amasan con medias verdades, que son las peores mentiras: ni Sánchez es un aspirante a caudillo bolivariano, ni Feijóo un taimado criptofacha; de hecho, no faltan razones para imaginar que, dadas las circunstancias propicias, Feijóo, galleguista notorio, hubiera podido liderar el PSOE, y Sánchez, adscrito al ala liberal del PSOE antes de su llegada al gobierno, hubiera podido liderar el PP.
¿Una farsa? ¿Teatro, puro teatro? En parte, sí: la política democrática tiene bastante de representación teatral, y los políticos, mucho de actores; eso no es necesariamente malo, siempre y cuando no se salga de madre, los intérpretes no se crean su papel y no terminen actuando como si las diferencias entre ellos fuesen mucho más profundas de lo que son: porque el desmadre no solo impide que los políticos lleguen a grandes acuerdos -única forma conocida en democracia de arreglar grandes problemas-; aliado a la codicia de poder, también puede incitarlos a convertir la división ficticia de la política en división real de la sociedad. Cuando eso ocurre, mal rollo.
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