De compras en Trump Town: viaje con el artista conceptual Miralda al centro del universo trumpista
Es una de las tiendas de ‘merchandising’ del candidato más famosas de Estados Unidos. En esta antigua iglesia de un pueblo de Virginia, el culto al líder es un negocio sarcástico y conspiranoico
¿Por dónde empezar? ¿Por la piscina hinchable con forma de tanque y la Casa Blanca de fondo? ¿O por la figurita de Donald Trump que al bajarse los pantalones descubre la frase “bésame el culo”? ¿Por la silueta de cartón de Melania a tamaño natural con una bandera confederada al cuello? ¿O por el llavero de los testículos de acero? En Trump Town USA no hay por qué elegir. Casi todo el universo soez, sarcástico, violento y conspiranoico del merchandising del candidato republicano, una industria salvajemente dinámica e imaginativa, cabe en esta tienda de Boones Mill, un pueblecito del condado de Franklin, en el sur de Virginia, y un inconfundible trozo de eso que llaman la América Profunda donde Trump ganó en las elecciones de 2016 y 2020 por más de 40 puntos.
El negocio está en una antigua iglesia, aunque la liturgia de este culto no sea siempre solemne. Propiedad de un carismático hombretón de 74 años llamado Donald Whitey Taylor, es quizá la más famosa entre las decenas de tiendas MAGA (acrónimo del célebre eslogan trumpista Make America Great Again) que se reparten por todo el país como prueba de lo excepcional de la figura de Trump en la historia política de Estados Unidos. El día de nuestra visita, una animada mañana de sábado de final del verano, Taylor daba la bienvenida en la puerta a los clientes, una mezcla de hombres mayores, parejas o familias al completo, de vecinos del pueblo y de personas llegadas de tan lejos como Florida. Doblaba también tarea como hombre-anuncio: vestía sombrero de granjero, una camisa con el eslogan “Preservemos la grandeza de Estados Unidos” y una imitación barata de las zapatillas doradas de baloncesto que Trump puso en el mercado a principios de año. Fabricadas en China, las vende por 199 dólares. “Deberías comprar un par, son una ganga”, decía sentado con el pie izquierdo sobre un duende de jardín con la efigie del expresidente.
Un tipo que se identificó como “Bruce a secas” aclaró que Trump le interesa “lo justo”, pero que necesitaba ver “esta locura con sus propios ojos”. Otra de las clientas, Carol Hoffman, llegó con su madre desde la vecina ciudad de Roanoke y contó que habían organizado una caravana de “200 o 300 coches” en favor del candidato republicano. En cabeza, añadió, estaba previsto que fuera Taylor al volante del enorme autobús negro con la frase “Todos a bordo del tren de Trump” que tiene aparcado junto al césped en el que se agolpan las banderas y las señales de jardín con mensajes como “Trump a prueba de balas 2024″.
A la visita se apuntó Antoni Miralda (Terrassa, 82 años), uno de los artistas conceptuales españoles más relevantes del último medio siglo, que ha construido su obra sobre, entre otras, dos ideas que confluyen en Trump Town: el valor de los objetos y de su colección como estrategias creativas y un interés por Estados Unidos que se remonta a sus primeros viajes por Texas en los setenta. Más tarde, Miralda se hizo un nombre en Nueva York, donde ofició una boda imaginaria entre el monumento de Colón de Barcelona y la Estatua de la Libertad o convirtió junto a Montse Guillén un bar-restaurante, El Internacional, en un lugar de reunión de una edad dorada de la ciudad y en una memorable pieza que se adelantó décadas a la tendencia de maridar comida y arte. Ese trabajo lo ha continuado con el que tal vez sea su obra más compleja: Food Cultura, un enorme archivo de objetos sobre las implicaciones culturales del acto y la ceremonia de comer.
El artista viajó desde Miami, en cuyo barrio haitiano tiene una casa desde los años noventa. Estaba interesado en conocer la tienda como parte de un proyecto que imagina cómo sería la biblioteca presidencial de Donald Trump. Desde los tiempos de Harry Truman, la tradición dicta que los inquilinos de la Casa Blanca alojen al dejar el cargo los archivos y el capital simbólico de su mandato en una especie de cenotafio (otra imagen que fascina a Miralda) construido ex profeso. Como no está claro que Trump vaya a cumplir con esa tradición —tampoco cuándo, ni si en noviembre ganará las elecciones—, el artista se ha lanzado a hacerlo por él. Su biblioteca, un proyecto colectivo, añade a la palabra library (biblioteca) una letra para convertirla en liebrary (mentiroteca), ingenioso neologismo inspirado en la problemática relación del candidato con la verdad. “Tendrá una biblioteca y un museo dedicados a descifrar esa inmensidad de las mentiras del universo trumpiano, pero también habrá un restaurante —de fast food, obviamente—, un auditorio para las fake news y una tienda que, claro, tendría que parecerse más a esta que a la del MoMA”.
Mientras el artista tomaba las fotografías que ilustran este reportaje de las tazas, las gorras, las camisetas con mensajes como “yo votaré por un delincuente” o las imágenes de Joe Biden con nariz de payaso, Taylor desgranó su historia en el jardín. Fue un relato interrumpido cada vez que un cliente salía y el tipo le ofrecía el “regalo gratis” que promete el cartel de la puerta: un retrato con él, puño en alto, en homenaje al gesto de Trump tras sobrevivir a un intento de atentado de julio, al lado de una silueta del expresidente de cartón de cuatro metros de altura y los pulgares alzados.
El empresario contó que la inspiración le llegó en 2015, cuando estaba con su hijo en el circuito automovilístico de Daytona, en Florida. “Llovía y no teníamos qué hacer, así que nos pusimos a leer la Biblia. Le pedí que recitara [el versículo de] Jeremías, 33. Dice: ‘Llámame y te responderé, y te mostraré cosas grandes, inaccesibles, que desconocías’. ‘Papá’, me preguntó, ‘¿qué crees que te está diciendo Dios?’. ‘Que mi misión es ayudar a Trump’, respondí. Decidí pedir 1.000 de sus camisetas y venderlas en la pista de carreras que entonces gestionaba. Mi hijo pensó que estaba loco, pero yo creí en Trump desde el principio, cuando casi todos lo consideraban una moda pasajera”. Desde entonces, ha podido “saludar” a su ídolo en tres ocasiones.
En 2020 compró el edificio. Está en mitad del pueblo de 252 habitantes y es imposible pasar de largo si uno conduce por la carretera US 220. Los anteriores inquilinos lo usaban como sede de una logia masónica. Su actual propietario afirma que “pidió a Jesucristo que los echara”, y que “Jesucristo lo hizo”. Abrió en septiembre, a menos de un mes de las elecciones, y no cerró después de que Trump las perdiera, tampoco durante las horas más bajas del magnate. Más bien al contrario: con cada nueva imputación (lleva cuatro, y uno de esos juicios ha acabado con un veredicto de culpabilidad por 34 delitos graves) las ventas se dispararon. Uno de los objetos más populares sigue siendo la taza con la foto policial que le tomaron en Atlanta.
Taylor profesa la fe pentecostal, cree el bulo de que las elecciones de 2020 fueron un fraude, considera a Kamala Harris “una loca que está de paso” y sentencia, también sin pruebas, que los juicios obedecen a una “caza de brujas” ordenada por Biden. No duda de que los republicanos ganarán las elecciones (“salvo si nos hacen trampas”) y entonces espera que “todos esos corruptos” —”unos 500″, calcula— “vayan a la cárcel”.
Parece más un fanfarrón que un iluminado. También es un eficaz contador de historias que maneja la ironía y mastica las palabras como solo las mastican en esta parte del sur. Sus anécdotas suelen incluir una conversación con alguien a quien acaba dando una lección. Como cuando recuerda a aquella mujer que en cierta ocasión le recriminó que vendiera productos made in China de un tipo como Trump, que basa su discurso económico en el proteccionismo aislacionista. “Le dije: ‘Pero vamos a ver: ¿no está tu móvil fabricado en China? ¿O tus medias? ¿A que no piensas tirarlos? Pues entonces no te quejes”.
Como a menudo sucede con los líderes de opinión del movimiento MAGA, no solo es difícil saber cuánto hay de verdad en lo que cuenta (por ejemplo, cuando asegura que ganó un millón de dólares en el primer año con la tienda), sino también cuánto de eso se cree realmente. Aún más complicado es contrastarlo.
Sí es cierto que creció en los Apalaches y que se instaló en el condado de Franklin a finales de los sesenta. Fue aquí, mientras trabajaba instalando tejados, donde se ganó el apodo de Whitey, blanquito, por el efecto blanqueador del sol en su lacia cabellera rubia. En 1978 ya era propietario de un circuito de carreras, un motel en Roanoke y una chatarrería en Boones Mill. Se pasó 12 años litigando con la leyenda del country Willie Nelson por la reclamación en torno al contrato de un concierto en la pista automovilística que Nelson canceló (Taylor le reclamaba 12 millones de dólares, pero se tuvo que conformar con recuperar el dinero que le había pagado al músico). En 2015, dejó el negocio de los coches en manos de su hijo y se dedicó en cuerpo y alma a Trump.
Aaron Molina, un joven puertorriqueño que vive en la casa de al lado, aclaró que a él no le molesta la tienda, pero que el pueblo “está dividido a la mitad entre los que están a favor y los que están en contra de que esté ahí”. La principal queja es la fama de alcance internacional que está adquiriendo el lugar, y los problemas logísticos que esta trae en días como el sábado siguiente al atentado de julio, cuando, calcula Taylor, llegaron “unas 2.500 personas”. Tampoco gustan los planes del dueño de cambiarle el nombre al pueblo por el de Trump Town. Él parece cómodo con la polémica y disfruta siendo el centro de atención. Cuando un cliente, vecino de la zona, le preguntó cómo se llamaba, Taylor se fingió ofendido, y le dijo: “Las únicas personas que no me conocen en este condado son las que se mudaron anoche”.
A su lado estaba aquella mañana un hombre negro de unos 70 años llamado Sebriam Vannoy. Vestía una sudadera roja con la frase “Trump tenía razón” y había venido a tomar nota: acaba de abrir en la cercana localidad de Christiansburg “la segunda tienda del país de memorabilia MAGA que es de propiedad afroamericana”. Taylor —que no vende el merchandising oficial (y eso que Trump ha comercializado de todo, desde zapatillas hasta biblias, chocolatinas, barajas o fotolibros)— le contó que tiene “entre 12 y 15 proveedores” y que el secreto es moverse rápido, porque cualquier cosa que haga o diga el candidato puede convertirse en una sensación, como sucedió con el bulo de que los migrantes de una ciudad de Ohio se comen a las mascotas. También le dijo que los carteles de jardín los diseña y fabrica él mismo a partir de ideas propias o ajenas. En un momento de la conversación, la interrumpió para dictarle al móvil una ocurrencia que acababa de tener: “Un cartel que diga ‘¡Dos opciones!’. Por una cara, la hoz y el martillo comunista y por la otra: ‘TRUMP”.
Tanta creatividad de contrachapado complica ciertamente el trabajo de Claire Jerry, conservadora de Historia Política del Museo de Historia de Estados Unidos del Smithsonian, en Washington. Su labor en año electoral consiste en recolectar objetos que ayuden a dar “una idea de lo que está sucediendo en la campaña, y que sirvan en el futuro para descifrar el presente”. Y a ver cómo logramos que dentro de unos años alguien crea todo lo sucedido con Trump.
En su tarea, Jerry descarta el afán completista por razones obvias. “El merchandising político tiene una larguísima tradición en Estados Unidos, y Trump y sus seguidores no son los primeros que han producido una enorme cantidad de material”, explica en una entrevista telefónica. “La diferencia esencial es la enorme capacidad para hacer circular mensajes del ciclo continuo de noticias, la inmediatez de reacción y la facilidad de producción que permite la tecnología, no solo en el bando republicano: cuando surgió el meme del cocotero de Harris, al día siguiente ya había productos con mensajes como ‘Cultivadores de cocos por Harris’. Hoy cualquiera puede tener en casa una máquina para producir chapas y una tienda cerca de impresión de camisetas”.
Jerry, que por su condición de empleada de una institución pública se muestra cauta en sus análisis sobre las elecciones de noviembre, admite que, si bien el ataque al otro siempre ha sido una parte esencial de la propaganda partidista, los mensajes de esta campaña tal vez se hayan vuelto “menos humorísticos”.
De vuelta en Trump Town, Miralda señaló varias pruebas de esa violencia sombría: una diana con la cara de Biden, un póster en el que Trump pega con un mazo en la cabeza a miembros del Partido Demócrata o un imán cuyo diseñador sustituyó las barras y estrellas de la bandera estadounidense por balas y agujeros de bala. Este último objeto, junto con un vaso de chupito, unos calcetines y una navaja con la efigie del magnate, acabó formando parte del botín que el artista se llevó para engordar el archivo de la mentiroteca que está montando en Barcelona. Ya en el coche, mientras ese “universo terrorífico y fascinante” iba quedando atrás, Miralda definió lo que habíamos visto: “Una obra de arte frívola y totalmente viciosa”, así como la prueba quizá definitiva de que “en la América de hoy se han diluido las fronteras entre la realidad y la ficción”.
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