El artesonado español no es solo cosa del siglo XIII (Cher lo sabe)
Un puñado de arquitectos y carpinteros trabaja desde hace cuatro décadas para recuperar la tradición de los techos de madera, restaurando joyas históricas y construyendo nuevas cubiertas en edificios y hoteles de lujo. Reivindican un arte excelso y puramente hispano que sembró la geografía española de centenares de obras maestras entre los siglos XIII y XIX.
Desde uno de los miradores del carmen de Apperley, una de las construcciones típicas del barrio granadino del Albaicín, el arquitecto Javier de Mingo observa con delectación la estampa indeleble e infinitamente bella de la Alhambra. En el siglo XIX, los viajeros románticos recorrían, deslumbrados, los ingenios arquitectónicos del palacio nazarí, incluidas las efectistas cubiertas de madera, decoradas con imposibles juegos geométricos y caprichosas filigranas. En sus crónicas, reflejaron su admiración por cúpulas y alfarjes (techos meramente decorativos), aunque atribuyendo los méritos, en exclusiva, a manos musulmanas.
Por sorprendente que parezca, erraron al atribuir sus halagos. Desde la década de los ochenta, un selecto grupo de arquitectos y carpinteros —entre quienes se encuentra el propio De Mingo— intenta recuperar el esplendor de una tradición netamente hispana cuyo origen se remonta al siglo XIII, y que entraría en decadencia en el XIX hasta su práctica desaparición. “Cuando la gente observa la lacería [un juego constructivo basado en cintas de madera que se entrelazan], cree que esta decoración vino de Oriente, pero de allí solo llegaron una serie de trazados que encajaban sobre armaduras y formas geométricas que ya existían aquí”, explica el arquitecto, sentado ahora en el sofá de la estancia principal del carmen, observando en la parte superior una sencilla —pero elegante— cubierta de par y nudillo, como las que se colocaban en los templos medievales españoles.
El principal defensor del origen autóctono de estas cubiertas —que a menudo se definen, erróneamente, como mudéjares— es el arquitecto Enrique Nuere (Valencia, 1938), considerado el mayor especialista en armaduras españolas. Y “un mito viviente”, según De Mingo (Madrid, 1978), su ya experimentado pupilo. Cuando era un joven estudiante, Nuere viajó a Alemania y confirmó una sospecha que albergaba en su interior. “La madera no era un material despreciable”, rememora, mientras relata la que es la historia de su vida. En España, el valor de la madera había caído bajo mínimos en los años cuarenta, cuando el hormigón y el acero —componentes más económicos— comenzaron a tomar el relevo hasta imponerse a través de la llamada arquitectura brutalista. Pero la construcción de una vivienda familiar en la sierra de Guadarrama, en Madrid, le dio al arquitecto la oportunidad de entrar en contacto —en primera persona— con su materia predilecta: montó un taller y aprendió el oficio de un carpintero en la localidad segoviana de San Rafael. Y, por azares de la vida, caería en sus manos un tratado que guardaba todos los secretos del uso de la madera en la construcción, según la tradición medieval. Solo había que saber descifrarlo.
Antes que Nuere, el historiador Manuel Gómez-Moreno y el ingeniero Antonio Prieto y Vives habían intentado traducir, sin éxito, los manuales que los especialistas Diego López de Arenas y fray Andrés de San Miguel redactaron en el siglo XVII. “Don Manuel no era matemático, no tenía por qué saber de geometría, que era la clave. Prieto y Vives le podía haber enseñado, pero era ingeniero y jamás se hubiera rebajado a discutir con un historiador”, interpreta el arquitecto valenciano. Quizá predestinado, Nuere desencriptó aquellos antiguos saberes en tiempo récord. “Me fui al Colegio de Arquitectos de Madrid, fotocopié el artículo de Prieto y Vives y me volví leyéndolo en el autobús; cuando llegué a casa, ya conocía de la carpintería de lo blanco todo lo que tenía que saber”, recuerda.
“La carpintería de lo blanco es como nombran en el medievo al conjunto de técnicas que hacen posible, entre otras cosas, la construcción de artesonados”, define el artesano Ángel María Martín, otro de los seguidores de Nuere. Este gremio, que necesitaba escuadrar (tallar) la madera para trabajar con ella —razón por la cual mostraba un color blanquecino—, también estaba compuesto por carpinteros que fabricaban ventanas, tallaban retablos para las iglesias e incluso se dedicaban a la construcción de barcos. “Lo que diferenciaba a las armaduras de cubierta era su importancia, dado que estaban vinculadas a patrocinios de la realeza, la nobleza o la Iglesia”, precisa Martín. El caso es que aquel mes de agosto de mediados de los ochenta, Nuere se encerró en su despacho hasta descifrar los 480 dibujos del valioso tratado ilustrado por López de Arenas sobre esta finísima clase de carpintería. La reflexión, a puerta cerrada, inspiró la publicación de un manual que cambiaría la suerte de una tradición perdida y, de paso, la vida de unos cuantos profesionales de la madera.
También supuso la primera piedra de esa especie de hermandad —de un gremio medieval en pleno siglo XXI— que hoy se afana en recuperar la edad de oro de la carpintería de armar. Uno de sus alumnos aventajados es Paco Luis Martos (Villanueva del Arzobispo, Jaén; 1969). Cuando era un niño, comenzó a interesarse por el arte a través de la rica tradición alfarera de Úbeda, donde hoy regenta un taller cuyas puertas nos abre de par en par. “Hacía cacharros, pero lo que más me gustaba era dibujarlos”, confiesa. Años después, decepcionado de su experiencia como estudiante de Bellas Artes en Granada (nunca terminó la carrera), regresó a su pueblo para aprender en el taller de Pedro Arias, El Peri, “un artista increíble”. “Pasé los dos primeros meses aprendiendo a afilar la gubia”, cuenta. Después de varios años fue adquiriendo el dominio de las herramientas.
En los años noventa, la visita de un anticuario a su taller fue el aldabonazo que orientaría su carrera definitivamente. “Trajo un montón de palos podridos y me dijo que aquello era un artesonado mudéjar. Yo no le pregunté mucho más. Me puse a investigar, hasta que me dije: ¡hostia, esto es una mezcla increíble de geometría, matemáticas y belleza plástica!”. Martos no solo logró ensamblar aquel incompleto y carcomido rompecabezas, sino que decidió especializarse en la fabricación de cubiertas de madera, algo que hace en exclusiva desde hace dos décadas. Tras varios intentos fallidos de exportar su producto estrella, una misión comercial de la Junta de Andalucía catapultó su carrera en 2006. “En Los Ángeles y en Miami entré en contacto con clientes, decoradores y arquitectos que se interesaron mucho por lo que hacía, y me volví a España con un socio y un par de encargos”, relata. “Abrimos una oficina en Beverly Hills y desde entonces he fabricado ya unos 30 o 40 artesonados allí”, calcula, mientras se concentra en decorar un artesón de una armadura para un cliente “muy delicado” de California.
Una aventurada filosofía personal —”la locura y las cosas arriesgadas son las que te permiten avanzar”, confiesa— ha permitido a Martos convertirse en una referencia internacional en la fabricación de cubiertas decoradas al estilo español y trabajar para algunos de los personajes más acaudalados de Estados Unidos, entre los que se encuentran la cantante Cher o la actriz ganadora de un Oscar Halle Berry. Pero, como únicamente los desafíos mayúsculos son los que motivan al artesano ubetense, desde hace 10 años se encuentra también inmerso en el llamado El sueño de Sijena: la recreación milimétrica y científica de los artesonados que decoraron los techos del monasterio de Santa María de Sijena (en Villanueva de Sijena, Huesca) hasta que fueron destruidos por el fuego durante la Guerra Civil.
La ambiciosa iniciativa es una idea de un vecino de la localidad oscense, el astrofísico Juan Naya. “Siglos atrás, España experimentó un esplendor con una Iglesia que preservaba las tradiciones, la cultura y el arte; se crearon unas obras extraordinarias que, con el paso del tiempo, quizá por una pérdida de la memoria histórica, hemos dejado de valorar”, analiza Naya. Y añade: “Tratamos de devolver un patrimonio destruido para que nuestros hijos y descendientes puedan disfrutar de esta maravilla”.
Mientras Martos da forma en Úbeda al quinto alfarje de los 12 que comprende el proyecto, mucho más al norte —en un pequeño pueblo abulense— su colega Ángel María Martín (Ávila, 1963) trabaja sin denuedo a las órdenes de una obsesión: construir una cúpula esférica perfecta. Cuando en la Edad Media empleaban la lacería —esos mágicos lazos que serpentean por la cubierta, vertebrándola— en la construcción de una esfera había siempre, digamos, una hebra suelta. El artesano lo explica en el Centro de Interpretación de la Carpintería Mudéjar Abulense (CICMA), que dirige en el municipio de Narros del Castillo. “Cuando entras en la cúpula y la miras, ves que ahí está la costura. Cuando yo me di cuenta, me pregunté: ¿habrá alguna forma de resolver esta estructura sin interrupción?”.
Y a fe que, después de ejecutar varias de estas esferas entrelazadas —la última, una espectacular bóveda para el edificio de una universidad privada en Segovia—, da la impresión de que ya lo hubiera logrado. La maestría adquirida es fruto de la inquietud que Martín sintió desde adolescente, y de dos décadas y media de actividad en las que ha compaginado experimentación, restauraciones y trabajos para España y Estados Unidos, junto con la formación de futuros carpinteros. Su camino fue el de un aprendizaje personal a través de varios cursos y los manuales elaborados por Enrique Nuere. “Cuando inicié mi formación, pensé que me iban a hablar de cálculos matemáticos y tenía cierto resquemor. Las matemáticas nunca se me dieron especialmente bien. Pero me di cuenta de que tratados como el de Diego López de Arenas hablaban de cálculos basados en el uso y la costumbre, en reglas y recetas a partir de las cuales todo se hacía”, reflexiona, antes de revelar un hallazgo clave en su carrera: “Los artesanos del pasado no eran matemáticos ni científicos, simplemente tenían el oficio”.
Ángel María Martín y Paco Luis Martos se sumaron, hace varios años, al proyecto de Enrique Nuere y Javier de Mingo —a través de la compañía Taujel— para colocar varias armaduras en el carmen de Apperley, una hermosa vivienda unifamiliar situada en un costado del célebre mirador granadino de San Nicolás que estaba siendo restaurada de forma integral. Martín fabricó una de sus esferas para recrear un seductor cielo de madera en la habitación principal de la segunda planta. Martos —que también ha colaborado con Taujel, por ejemplo, dando forma a los sobrios y elegantes techos del castillo de Almodóvar del Río (Córdoba)— talló para esta casa un ataujerado: un techo de forma circular, superficie plana y función decorativa.
Mientras examina las últimas estancias del carmen, Javier de Mingo reconoce que este es uno de sus proyectos más especiales. “Me gusta mucho la arquitectura tradicional, la madera, la piedra. Y luego está la geometría; estos techos son pura geometría y eso es algo que a mí me fascina”. Desde que se incorporó a la firma de Nuere en 2015, ha tenido la oportunidad de participar en numerosos diseños, una labor que ha compaginado con la divulgación a través de su blog Albanécar.
Con Nuere, su maestro, sostiene densos debates sobre el origen y la evolución de la carpintería de armar. “En Europa, las armaduras se hacen in situ, es decir, van subiendo palos y montando cosas; lo que distingue a España es la prefabricación: el carpintero realiza la cubierta en el taller antes de trasladarla al edificio, y eso es lo que permite incorporar decoraciones como el lazo o la lacería”, argumenta De Mingo. Resulta hipnótico observar cómo las estrellas que vertebran estas cubiertas expanden sus brazos y acaban componiendo bellísimas ruedas (las llamadas ruedas de lazo), en una especie de ilusionismo sin fin.
Décadas lleva Enrique Nuere luchando contra tópicos románticos, como el que se citaba al comienzo: atribuir a los musulmanes todo lo que hay en Granada. “Los techos de la Alhambra fueron realizados por castellanos, y toledanos hicieron los del Real Alcázar de Sevilla”, precisa. De ahí su cruzada contra conceptos como el de la carpintería mudéjar (presumiblemente realizada por musulmanes bajo dominio cristiano). “Simplemente no existe; habría que hablar más bien de una carpintería hispanomusulmana, donde los castellanos hemos aportado el saber carpintero europeo, y los musulmanes, el yeso, el alicatado y la geometría compleja”, corrige.
Una lucha —la de Enrique y la del resto de apasionados de la carpintería de armar— que continúa. Investigaciones, libros, formación de futuros carpinteros y la propia maestría de estos artesanos (¿o habría que denominarlos artistas con mayúsculas?) han puesto ya a buen recaudo una técnica casi olvidada, colocándola hoy a las puertas de una nueva edad de oro.
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