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Maneras de vivir
Columna
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La pertenencia

Somos tan poca cosa, en fin. Necesitados y frágiles. Y nos va a costar tan cara la creciente epidemia de soledad

Fans de Taylor Swift en la cola de entrada al concierto de París del pasado mayo muestran sus pulseras.
Fans de Taylor Swift en la cola de entrada al concierto de París del pasado mayo muestran sus pulseras.Manuel Vázquez
Rosa Montero

El sorprendente huracán Taylor Swift que arrasó Madrid hace cosa de un mes dejó detrás un copioso aluvión de comentaristas que intentaban explicar lo inexplicable, a saber, por qué demonios tiene esta chica tanto éxito. Y por qué parece que, más que triunfar como cantante o como show woman espectacular, lo que ha hecho es crear una religión, una secta de rendidos seguidores con la que fomenta, menos mal, la empatía y el buen rollito. Pues bien, creo que a mí se me ha ocurrido la respuesta. La clave de la sobrehumana fuerza sociológica de Swift son las pulseras. Todos esos millones de inocentes brazaletes que los fans confeccionan en sus casas para luego intercambiar con los demás, del mismo modo que los primeros cristianos pintaban peces por doquier para reconocerse. Esas pulseras son el signo de pertenencia y no sólo suponen una declaración pública, sino que también proporcionan a los usuarios la íntima certidumbre de no estar solos.

La pertenencia. Somos animales sociales, necesitamos a la familia, al clan, a la horda, a la tribu, necesitamos la aceptación de nuestro entorno y formar parte de una comunidad. Sin eso, la vida se parece mucho a la muerte. Por eso las penas de destierro son tan duras. Leí hace muchos años sobre las ancestrales costumbres de un pueblo africano. Cuando un miembro de la tribu cometía un delito especialmente grave, se dictaba como castigo su muerte en vida y todos dejaban de hablar e incluso de mirar al condenado. Como si no existiera, como si fuera transparente. Al parecer, en vez de marcharse e intentar empezar otra vida en otro lado, muchos se suicidaban. “Para el cerebro el rechazo social es tan importante que literalmente duele: activa la misma matriz neuronal que el dolor”, dice el neurocientífico David Eagleman. No ser queridos, no disponer del cobijo de un entorno afín, nos vuelve literalmente locos. Por lo visto ser emigrante y sentirte aislado y despreciado en tu nuevo país es uno de los detonadores más evidentes para sufrir un brote esquizofrénico (de nuevo la fuente es Eagleman).

Y lo malo, lo peligroso, lo trágico, es que la soledad, la atomización social y el desarraigo aumentan a gran velocidad por todas partes. En septiembre de 2020 la economista Noreena Hertz publicó en el Financial Times un formidable artículo que era un resumen de su libro The Lonely Century (el siglo solitario). Su tesis era que la soledad social fomenta el populismo, el extremismo, la agresividad y el odio al diferente. Contaba Hertz que los ratones a los que se ha mantenido aislados en jaulas muerden a los nuevos ratones que les meten, y cuanto más tiempo hayan estado solos, más feroz y violento es el ataque (pobrecitas cobayas de laboratorio). Y que hay múltiples estudios que evidencian una relación directa entre el sentimiento de soledad y el apoyo al populismo o a la extrema derecha en todo el mundo. Como un trabajo de 2016 que demostró que los votantes de Trump tenían bastantes menos amigos que los de Hillary Clinton. La propia Hertz entrevistó a populistas y seguidores de la extrema derecha que le dijeron que lo que más valoraban era el sentimiento de hermandad y las reuniones de la militancia. O sea, la pertenencia.

Hace casi 20 años anduve durante un par de meses por Second Life, un mundo virtual que no era un juego sino eso, una segunda vida en internet. Creabas un avatar y visitabas los diversos territorios. Fue una experiencia curiosa. Yo me hice dragón y solía recalar por una Isla de Dragones porque era gente culta, amable y con sentido del humor. Hablábamos sin voz, escribiéndonos en inglés. Y una noche, quizá por el salto cultural y de idioma (ellos tampoco debían de ser ingleses nativos) hubo un malentendido y un par de dragones con los que había estado conversando durante unas semanas se enfadaron conmigo. No conseguí explicarme, se cerraron en banda y terminé abandonando la isla. Y recuerdo, primero, el agudo disgusto, el desasosiego que sentí. Y después, de inmediato, el pasmo que la violencia de mis emociones me causó. ¿Pero cómo era posible que me afectara tanto? ¿Unas relaciones virtuales de dos o tres semanas? ¿Teniendo como tengo tantos amigos reales maravillosos? ¡Pero si eran dos dragones, maldita sea! Somos tan poca cosa, en fin. Necesitados y frágiles. Y nos va a costar tan cara la creciente epidemia de soledad. Menos mal que Taylor Swift está repartiendo pulseritas.

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