En tren de Madrid a Yiwu: la nueva ruta de la seda
Una aventura de 13.000 kilómetros rumbo a China y el mayor mercado de venta de productos al por mayor del planeta, origen del 60% de la decoración navideña del mundo
En tren de Madrid a Yiwu, uno de los grandes centros manufactureros de China, en sentido inverso a la línea de carga más larga del mundo: 13.052 kilómetros, que lleva los productos del gigante asiático hasta España, atravesando Kazajistán, Azerbaiyán, Rusia, Bielorrusia, Polonia, Alemania, Bélgica y Francia. En el camino, los testigos del empuje comercial chino a lo largo de la Franja y la Ruta —nombre oficial del recorrido— hablan de la expansión china. Como Laurent Chu, primer paciente de covid en Europa. La señora Chong Ping, perteneciente a una anterior ola de emigrantes chinos a Occidente. Unos fabricantes de armas de Azerbaiyán. Perizat y Orazkul, madre e hija kazajas con 10 hijos cada una. O Huang Wei, el maquinista en el primer tramo del tren comercial entre Yiwu y Madrid en 2014. Una aventura que arrancó en 2021 con el final del estado de alarma por la covid y finalizó dos años después con el levantamiento de las restricciones de entrada a China. Un viaje geográfico, pero también uno de ideas y valores para entender mejor el nuevo mundo en el que vivimos.
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De Madrid a Minsk
El 16 de julio de 2021, con un suave traqueteo, el tren echó a andar desde la estación de Chamartín. Cuando dejó atrás las torres financieras del norte de Madrid, una pasajera exclamó: “¡Ay, madre santísima!”. Imposible recordar mucho más de ese instante que llevaba meses planificando: demasiados nervios, demasiadas citas concertadas, demasiadas llamadas, correos y gestiones de visados. Mi compañero, el fotógrafo Samuel Sánchez, y yo teníamos las vacunas aún calientes en el brazo, el carné de inmunización actualizado y pruebas de antígenos recién hechas. Sobre las vías se desplegaba el vértigo a lo desconocido. Entonces íbamos aún con mascarilla a todas partes y nos frotábamos las manos con gel hidroalcohólico de forma frenética. Viajar era extraño, nos movíamos como bebés torpes que acabaran de empezar a caminar. Pero en el ambiente veraniego flotaba también un aire festivo de renacimiento, de querer recuperar el tiempo perdido, como de felices años veinte. Todavía no había estallado la guerra en Ucrania. Acababa de concluir el estado de alarma, reabrían las fronteras y, aunque se mantenían los controles sanitarios, al fin era posible arrancar esta odisea ferroviaria hacia el otro confín del supercontinente euroasiático.
La idea era seguir, en sentido inverso, los pasos de la línea de tren de carga más larga del mundo. Sumaba 13.052 kilómetros. Nacía en Yiwu, uno de los grandes centros manufactureros de China, cerca de Shanghái, y en 21 días llegaba a Madrid tras atravesar Kazajistán, Rusia, Bielorrusia, Polonia, Alemania y Francia. El trayecto había sido publicitado de forma bombástica como parte de la Nueva Ruta de la Seda china, la gran iniciativa de Pekín para extender su presencia global mediante lazos comerciales e infraestructuras. Su longitud superaba a la del mítico Transiberiano.
Como subirse al convoy de mercancías resultaba inviable, el objetivo era realizar el trazado en ferrocarril de pasajeros, pasando más o menos por los mismos sitios, observando el paisaje físico y espiritual en ese espacio continuo que conforma la mayor masa de tierra del planeta, deteniéndose en puntos clave, entrevistando a todo tipo de gente, viendo los pequeños cambios y las grandes transformaciones, como quien toma apuntes de geopolítica, pero a pie de vía, y siempre con el foco puesto en China, la verdadera protagonista que aguardaba al final del camino. Ese ferrocarril que cruzaba un camino similar a la antigua Ruta de la Seda evocaba una nueva globalización con rostro chino, una en la que el gigante asiático ya era consciente de su tamaño y de su poder.
China seguía cerrada al mundo, envuelta en la crisálida de su férrea política de cero covid, y las cadenas de suministro globales se encontraban bajo enorme presión. Era verano, pero muchos veían ya peligrar las campañas navideñas. Carlos Santana, un experto en logística de 35 años que había vivido una década en China, dividía los periodos en su sector con un chascarrillo: AC (antes del coronavirus) y DC (después del coronavirus), por cómo había quedado patas arriba.
Santana era entonces el hombre en Madrid de Yixinou, la compañía china que puso en marcha el tren Yiwu-Madrid en 2014, cuya sede se encontraba en la estación de Madrid-Abroñigal. Aquel lugar estaba repleto de naves y contenedores apilados; cada poco entraban trenes y las grúas se ponían en funcionamiento. Era el último oasis del trayecto antes de que los productos fueran enviados a los comercios mayoristas y a los hogares. Y el punto de partida, que visitamos un par de días antes de salir.
FOTOGALERÍA: La huella de China en la vieja Europa
“Olvídate de trenes, nosotros movemos esto”, dijo tomando entre las manos una réplica de un contenedor. Quería aclarar una confusión habitual: no existe un ferrocarril como tal que viaje de punta a punta. Lo que hay son mercancías arrastradas por una media de 16 locomotoras y conducidas por hasta 65 maquinistas en una especie de carrera de relevos. Se desplazan los cubos de metal, que suelen ir repletos hacia Europa; de vuelta a China cuesta más llenarlos. Su interior es en el fondo un reflejo de las balanzas comerciales, y tanto en la Unión Europea como en España el desequilibrio iba en aumento. A través de aquellos productos, incidió Santana, uno podía observar la modernización del gigante asiático. “Es cada vez más Huawei y menos bolas de Navidad”.
Ese auge chino se había convertido en un quebradero de cabeza para Occidente. Su pujanza tecnológica, sus inversiones globales, sus exportaciones apabullantes eran vistas con creciente recelo, y la pandemia había exacerbado esa visión. Se abría paso una nueva era de fragmentación; un mundo moría y otro estaba naciendo y, al partir aquella mañana de Chamartín, comenzó en realidad el viaje entre ambos. “¡Ay, madre santísima!”.
El primer destino señalado en el mapa era Burdeos, la región vinícola francesa, donde numerosos magnates chinos habían adquirido châteaux durante los últimos años. El ferrocarril llegó ya por la tarde y, al día siguiente, Laurent Chu, un francés de origen chino, se subió a un coche y fue conduciendo entre carreteras serpenteantes e hileras de viñedos de un verde intenso. Los racimos de uvas hinchadas brillaban bajo el sol. Chu, consejero de la Cámara de Agricultura de la región de Gironda y miembro de la asociación vinícola francochina, conocía como nadie las inversiones asiáticas en esta tierra fértil.
El coche se detuvo junto a una casona rodeada de vides. Chu quería comenzar la jornada con una visita al viñedo Quatre Vents. El château lo componían varios edificios restaurados donde también se puede pernoctar. A la entrada de la casa principal, de gruesos muros, había una banderita china en un florero. Sobre la alacena del salón descansaba una botella de vino de la casa con una etiqueta roja en la que se leía: “El viñedo Quatre Vents felicita el nacimiento del Partido Comunista de China”. Hu Nan, el director de la propiedad, explicó que era una edición limitada para conmemorar los 100 años de la fundación del partido que rige el destino de 1.400 millones de personas.
El viaje de ida y vuelta de ideas, personas y productos que proponía esta etiqueta era casi una clase de historia. De aquella primera reunión de comunistas en 1921 que tuvo lugar en la concesión francesa de Shanghái (donde se establecieron los franceses tras las derrotas de la China imperial en las guerras del opio) a la República Popular del siglo XXI, cuyo “socialismo con características chinas” ha dado lugar a 400 millones de personas de clase media, muchas de ellas con capacidad adquisitiva como para brindar con grandes caldos franceses. “El vino de Burdeos es un vino de lujo en China”, dijo Hu.
El vignoble Quatre Vents fue adquirido por una compañía china a una familia belga en 2014. Para entonces, Burdeos ya se había convertido en un imán de grupos inversores y de ricos y famosos chinos; los asiáticos encontraron gangas tras la crisis económica de 2008. Los compradores eran miembros de una nueva élite económica, como Jack Ma, fundador del gigante Alibaba, el Amazon chino, o la actriz china Zhao Wei, dueña del Château Sénailhac.
Algunos han sido recibidos con recelo. Quizá tuviera que ver con la polémica de los nombres: hubo compradores que rebautizaron los châteaux con títulos como el Conejo Dorado (Château Lapin d’Or) o el Antílope Tibetano (Château Antilope Tibetaine). También se les ha acusado de “robar” uno de los tesoros de Francia. “No somos ladrones”, replica Hu, de Quatre Vents. “Hemos comprado cuando los propietarios estaban en dificultades financieras. Invertimos, creamos empleo y gracias a nosotros la propiedad sigue viva”.
Durante la pandemia, algunos dueños chinos pudieron mudarse a su château y pasar un confinamiento de lujo; otros, desde China, suspiraban por regresar. Chu presentó a varios, era un gran guía. Llevaba años viviendo allí. Pero había algo más: había sido el primer paciente con covid de Europa. Su caso salió en las noticias. Chu nació en Wuhan, y cada vez que viajaba a China por negocios solía ir de visita. Así lo hizo en enero de 2020. Regresó en tren y cree que se debió de contagiar en la estación de Wuhan: “Está al lado del mercado donde descubrieron el virus”.
El tren sigue avanzando, el viaje continúa, la idea es realizar paradas exprés, como un paracaidista, y seguir el trazado. A menudo implica no profundizar demasiado, pero de otra forma el trayecto se volvería infinito.
Parada en París: visita fugaz al barrio chino, donde los hijos de la vieja migración, la de los restaurantes y los bazares, miran con cierta nostalgia cómo les ha ido a quienes optaron por quedarse. “Ahora la vida en China es moderna, han enviado un cohete a la Luna”, dice la señora Chong Ping, de 64 años, que regenta el restaurante Lika Fo. Mientras, “no hay mucho cambio en París”.
En Lieja (Bélgica): visita a una nave que construye Alibaba para competir con Amazon en Europa. Hay polémica. El ministro belga de Justicia ha alertado de que su presencia puede comprometer la seguridad. La multinacional persigue una lógica “tentacular” y “continental” y conviene analizar sus inversiones teniendo en cuenta que es “un brazo armado del Gobierno chino con vocación política a escala mundial”, dice François Schreuer, concejal del Partido Verde y parte de la plataforma Watching Alibaba.
El tren se aproximaba así a Duisburgo, corazón de las rutas ferroviarias entre China y Europa. Llegó a esa hora en que el sol se esconde y la luz se vuelve azul, y Samuel me animó a subir un monte tupido de vegetación por trochas sinuosas y resbaladizas. Desde lo alto, tras el follaje, nos sorprendió el paisaje de la poderosa Alemania industrial. A los pies del monte se desplegaba una enorme ciudad de chimeneas, tubos y naves de los que emanaban chirridos, pitidos y zumbidos; una luz anaranjada lo envolvía todo y de vez en cuando brotaban fogonazos y enormes columnas de humo en la Thyssenkrupp Steel Europe, la mayor compañía de acero alemana, que tiene aquí su cuna.
Junto a la fábrica navegaban los barquitos de carga por el Rin. Este lugar fue el epicentro de la industria del carbón y del acero, la zona por la que tantos tiros se pegaron en el siglo XX. Las tornas habían cambiado. El gigante asiático se había convertido en el principal productor de acero del mundo. Mientras, esta región asolada por el desempleo tuvo que reinventarse. Ahora era un imperio de la logística. El mayor puerto interior de Europa. Viejas fábricas se habían reconvertido en muelles de carga y en la última década el lugar encajó en los planes ferroviarios de Pekín. Hasta aquí llegaron en 2011 los primeros trenes que conectaron China con Europa. Llevaban ordenadores Hewlett-Packard desde la fábrica de la compañía estadounidense en Chongqing, una megaurbe de más de 30 millones de habitantes en el interior de China.
La ciudad vivía volcada en el trasiego de mercancías. Markus Teuber, un hombre de 67 años que ejercía como comisionado para los asuntos de China en el Ayuntamiento, condujo entre avenidas congestionadas de camiones de carga. A ambos lados se veían naves donde se distribuían productos. Teuber indicaba su contenido y sus propietarios, que conocía bien tras trabajar casi cuatro décadas en Duisport, la compañía pública que gestiona el puerto. Rememoraba sus viajes a China de hace décadas. Ya no era el mismo país. “Entonces ellos miraban lo que hacíamos aquí y lo copiaban. Ahora es al revés”.
Detuvo el coche ante una fila de vehículos parados. La llegada de un nuevo tren bloqueaba el tráfico. Fuera, se descubrió un enorme recinto al aire libre repleto de contenedores apilados hasta alcanzar las cinco alturas. Impresionaban. Parecían edificios formados por ladrillos de metal. “Xi’an Port”, llevaba uno escrito en el costado. “Yixinou”, “Chongqing freight to the world”. Máquinas de aspecto titánico los movían de un lado a otro como si jugaran a un Tetris colosal. Sus movimientos componían un complejo ballet logístico destinado a satisfacer las necesidades de la sociedad de consumo. El baile mezclaba tecnología punta con óxido, ruido y brutalidad, y el traqueteo ejercía una gran fascinación. Cada poco llegaba un nuevo convoy que sumaba más mercancías. En una locomotora se podía leer: “The Silk Road of today”. La Ruta de la Seda de nuestros días.
Conocida oficialmente con el nombre de la Franja y la Ruta, la iniciativa de Pekín, que acaba de cumplir 10 años, ha supuesto la inversión de cerca de un billón de dólares en todo tipo de proyectos en más de un centenar de naciones. Las conexiones ferroviarias con Europa, fuertemente subsidiadas, son una parte diminuta del despliegue. Hay de todo: gasoductos y oleoductos, puertos y aeropuertos, vías férreas y autovías; un buen número de gobiernos agradecidos y también numerosos críticos que alertan de la espiral de deuda a la que se arriesgan los países beneficiados.
La propuesta fue esbozada en septiembre de 2013, durante un discurso de Xi Jinping en Kazajistán. Arrancó rememorando los viajes por Asia Central de Zhang Qian, un emisario de la corte imperial de hace 2.100 años, similar a Marco Polo. Poco después salió de Yiwu el primer tren a Madrid. Desde entonces, se han anunciado numerosas líneas que conectan ciudades chinas y capitales europeas. En 2011 se registraron 17 viajes de tren de mercancías entre China y Europa. En 2022 alcanzaron los 16.000 mediante 86 rutas diferentes. El gigante asiático teje así una malla que presenta como una alternativa al transporte marítimo (menos costoso, pero tarda más tiempo) y aéreo (más breve, pero caro). Las líneas, vistas en un mapa, se parecen mucho al concepto original de la Ruta de la Seda, acuñado en el siglo XIX por el geógrafo alemán Ferdinand von Richthofen.
El viaje prosigue. Parada en Stuttgart, ciudad del motor. Visita fugaz a la fábrica de Porsche. La compañía vendió su primer coche en China en 2001. Hoy el país comunista es su primer mercado internacional. Envían un 10% de sus automóviles por tren. En un hangar se despliegan decenas a la espera de ser subidos a unos vagones. Al observar la combinación de chapa blanca e interior burdeos de un descapotable, el tipo de comunicación de Porsche deduce: “La destinataria es probablemente una mujer joven”. El 40% de sus clientes chinos lo son, asegura. Por encima de la media.
A cada paso se desvelaba algo nuevo sobre el gigante asiático, y sobre su iniciativa. “La Franja y la Ruta es todo y nada a la vez”, definió en Berlín Jacob Mardell, entonces un joven analista del Mercator Institute for China Studies (Merics). El megaprograma de Pekín, dijo, era una especie de cosmovisión de las relaciones exteriores de China que englobaba desde la arqueología al deporte, incluso los futuros viajes a Marte. “Es lo que vislumbra que va a ofrecer al mundo como líder global”. Conocía a fondo la iniciativa. Durante meses había viajado por sus puntos clave. Ahora ni siquiera podía visitar China: su instituto estaba en las listas negras de Pekín.
Las relaciones entre la UE y China estaban en fase de enfriamiento, y Mardell tenía la impresión de que la potencia asiática se preparaba para un posible “desacoplamiento” de Europa y EE UU, acelerando su “autonomía estratégica”. Mencionó la creciente amistad de este país con Rusia y cómo sus agendas coincidían en avanzar hacia un “mundo multipolar”, esto es: uno no liderado por Washington.
Berlín vibraba aquella tarde con la celebración del Orgullo LGBT, cuyos exuberantes desfiles a los pies de la puerta de Brandeburgo que los nazis convirtieron en un símbolo del fascismo parecían marcar el final de la pandemia. También de una forma de ver el mundo: más allá, hacia el Este, estas expresiones de libertad irían desapareciendo.
El viaje no solo era un trayecto físico. Implicaba un desplazamiento a lo largo de las ideas y los valores: desde el mundo libre de la UE hacia la autocracia de China. Una de esas fronteras se encontraba en Bielorrusia, parada final de esta primera etapa. Las relaciones entre Bruselas y Minsk habían entrado en barrena tras las elecciones que había ganado de nuevo Aleksandr Lukashenko en 2020. Hubo protestas, represión, exilio, sanciones europeas contra el régimen y, aún reciente, coleaba el episodio de un vuelo de Ryanair al que el Gobierno bielorruso ordenó aterrizar para arrestar a un periodista opositor.
Tras pasar por Varsovia, seguimos hacia el Este. El tren avanzó con parsimonia hasta detenerse en Malaszewicze, una pequeña localidad polaca fronteriza con Bielorrusia. Nadie más descendió. Bajo la marquesina, miraba atónito un tipo con aspecto de vieja estrella de rock: “¿Qué hacéis en este jodido pueblo?”, dijo en un inglés rasposo. “¿No tendréis un vaso?”, añadió. Miró hacia la botella de vodka que reposaba en el banco. Ofrecí algo parecido: una botella de agua de plástico que corté por la mitad con una navajilla. Greg, así se llamaba, lo agradeció con un abrazo y varios brindis que compartimos del mismo recipiente. La pandemia, se podría argumentar, acabó aquel día.
Malaszewicze era otro paso esencial de los trenes. El auge de la nueva ruta de la seda había transformado la localidad en un “reino del ferrocarril”, según Maciej Krochmalski, de la compañía PKP, y responsable de una de las terminales de contenedores. “Toda familia tiene al menos un miembro trabajando con los trenes”. En este punto los convoyes abandonan la órbita exsoviética y se adentran en la UE y, al igual que el salto se nota en las personas, el paso fronterizo supone entrar en otra dimensión: implica un ingente papeleo de aduanas y se lleva a cabo el cambio de ancho de vías del estándar ruso (1,52 metros) al europeo (1,435). El paso de mercancías se había incrementado aquí entre un 15% y un 20% cada año. “Desde el punto de vista geopolítico China necesita presencia en Europa”, dijo Krochmalski, y autorizó subir a una grúa. Desde lo alto se divisaba la frontera y, más allá, Bielorrusia. No había diferencia aparente entre ambos lados. Los trenes, a pesar de la tensión, seguían funcionando. “Al final del día, somos vecinos”.
No muy lejos de allí, el autocar se detuvo en la parada y el conductor indicó que los billetes se podían pagar en euros, dólares y zlotys. No llevaba a bordo más pasajeros.
—¿Cuánto tarda en llegar a la frontera?
—Nada.
En unos minutos quedó atrás la apacible UE. Estábamos en Bielorrusia, y al salir del paso fronterizo, en Brest, a uno lo recibía un puesto callejero de sandías y un cartel con motivos bélicos. Familias paseaban por el parque de la fortaleza, dedicado a la resistencia frente a los nazis; los niños trepaban a los tanques, la tienda de souvenirs vendía ametralladoras de juguete, matrioskas y claveles. Tenía el aire de una tranquila localidad de provincias. Uno podía descender por la calle de Lenin hacia la de Gógol y llegar a la del Soviet, una arteria bulliciosa donde al anochecer el farolero de Brest trepaba a los postes con una escalera y encendía cada lámpara. “La ciudad se está desarrollando”, dijo un oficial de aduanas. “La ruta de la seda nos da puestos de trabajo”. Brest era el equivalente a Malaszewicze, pero al otro lado. Confiaban en el empuje del comercio. Entre las repúblicas surgidas tras la URSS, China se había vuelto un ejemplo de desarrollo; Moscú miraba con recelo su creciente influencia. Uno de los oficiales había seguido cursos en Shanghái; se veían equipos financiados por China Aid (programa de ayuda chino). Bielorrusia gravitaba hacia Oriente mientras los lazos con la UE se deshilachaban.
El ferrocarril a Minsk tenía el aroma del pasado con las brasas del samovar encendidas en el pasillo. El trayecto duró un suspiro charlando con una mujer elegante que se interesaba por detalles de nuestro viaje, familia, fisonomía, tanto que comenzó a parecer sospechoso. Sus frases sonaban como advertencias del régimen. “¿Vas a escribir sobre política?”. “¿Puedes escribir libremente en nuestro país?”. “¿Sabes quién es? [mostrando una foto de Lukashenko]”. “Lee este texto [un artículo sobre el periodista opositor del vuelo de Ryanair]”. “¿Estás preocupado?”.
En Minsk, visitamos el parque industrial de Great Stone, un estandarte de la Franja y la Ruta impulsado por China y Bielorrusia para atraer empresas mediante incentivos fiscales. Buscaba conectar Pekín y Minsk con los mercados centroasiáticos y europeos. Un museo recibía con una foto de Xi y Lukashenko dándose la mano. Los responsables del departamento de inversiones se tomaban muy en serio el cortejo de clientes: “Contamos con 73 residentes de 13 países. Creo que España será el 14″, dijeron con una sonrisa. La mayoría de “residentes” eran chinos o joint ventures sinobielorrusas; casi ninguno de la UE. La zona era similar a cualquier ensanche empresarial, pero abundaban las imágenes evocadoras de camellos y los eslóganes en chino: “La promoción del desarrollo de la cooperación ferroviaria supone el progreso de la humanidad”, decía uno. Las calles tenían nombres como avenida Minsk y avenida Pekín, y se construía un edificio gracias a centenares de trabajadores chinos desplazados. La visita guiada se detuvo en dos empresas. Una fabricaba equipos de transmisión de vehículos; la otra, de motores. La mayoría de sus trabajadores y del capital (el 70%) eran chinos.
Aquel parque mostraba las huellas de un imperio en expansión, y dejaba ver el abismo creciente con Occidente. Los ejecutivos de Great Stone trataban de aferrarse a la diplomacia comercial, pero la tensión acumulada con la UE los separaba de Bruselas. Hablaron de cómo los “últimos sucesos y acontecimientos” (eufemismo para las sanciones europeas) habían generado un entorno de inversión poco propicio para la llegada de empresas de la UE. Trasladaron que el parque era “neutral como Suiza”. Pero la geopolítica, probablemente, había pasado ya el punto de no retorno. Estaban estudiando cómo evolucionar. Una de las fórmulas era acercarse aún más a distintas provincias de China. Y a Rusia. Ese era el mundo que emergía de la pandemia.
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De Moscú a Khorgos
Maksim Liksutov, vicealcalde de Moscú, sorbió un expreso y dijo: “Estamos muy agradecidos a nuestros socios chinos por venir a trabajar con nosotros; nos ayudan mucho en la construcción de nuevas estaciones del metro. Considero nuestra cooperación muy fructífera”. La China Railway Construction Corporation (CRCC), un gigante controlado por el Estado chino, había desembarcado en Moscú en 2017 para construir nada más y nada menos que un nuevo tramo del conocido subterráneo, cuya colección de paradas de la era comunista es considerada una joya arquitectónica.
Su presencia podía interpretarse como un símbolo del creciente acercamiento con Pekín. Y suponía, con vistas a la propaganda china, un triunfo: el antaño país en vías de desarrollo, que levantó el vuelo con ayuda de la URSS y había contado con expertos soviéticos para el desarrollo de la primera línea del subterráneo de Pekín, ahora exportaba obras de infraestructura a su viejo amigo. “Estamos trabajando en casa de nuestros antiguos profesores”, declaró a la agencia china Xinhua un responsable de la CRCC. “Es el primer proyecto de una compañía china construyendo un sistema de metro en Europa”, destacó una televisión estatal china.
El objetivo era visitar las obras. Pero por la pandemia iba a resultar imposible. Incluso el vicealcalde —hombre de negocios que figuró entre los más ricos de Rusia— confesó que su poder era limitado. Pro
FOTOGALERÍA: Tres países, diez protagonistas
Era noviembre de 2021, arrancaba la segunda etapa y en tres meses la historia se había acelerado. EE UU y sus aliados acababan de retirarse de forma caótica de Afganistán; Bielorrusia había provocado una crisis migratoria en la frontera con la UE, y Rusia, por donde seguía el trazado del tren, acumulaba tropas junto a Ucrania desatando las alarmas de la OTAN. El propio Liksutov entraría en unos meses en las listas negras del Reino Unido. “La forma más rápida, cómoda y eficaz de transportar mercancías de China a Europa y viceversa es, sin duda, el tránsito ferroviario a través de Rusia”, dijo el vicealcalde, que reclamó mayor interés de las empresas europeas por el mercado potencial de Moscú.
Los chinos operaban en la estación de Prospekt Vernadskogo. La parada se encontraba en una zona periférica repleta de viejos bloques soviéticos. No se podía acceder a las obras, pero la CRCC tenía allí unas oficinas donde ondeaban las banderas de Rusia y China. En la fachada se leían mensajes de motivación en ambos idiomas: “El profesionalismo y la innovación crean el futuro”, decía el ruso; “Honestidad, innovación, futuro, calidad y rectitud”, el chino.
El departamento de Liksutov ofreció una visita guiada por las estaciones más destacadas del monumental metro. Resultó un verdadero viaje a las tripas del socialismo. La parada más estimulante fue la de la plaza de la Revolución, de 1938, donde 76 esculturas de bronce decoran los andenes. Cada una representaba a diferentes personas de la “nueva era” y mostraba las etapas del socialismo: arrancaba con los partisanos revolucionarios, a cuyo triunfo le siguió el “amanecer del comunismo”, representado a través de un ingeniero con los planos de un proyecto, un obrero con un martillo, una mujer con una gallina. “Es un camino: revolución, trabajo, paz, en ese orden”, subrayó el guía. “Finalmente eso crea el futuro”. El porvenir había sido esculpido en forma de estudiantes, jóvenes deportistas, familias y una nueva generación de pioneros. Al llegar al final del andén era inevitable preguntarse en qué momento de la cronología se apeó la URSS en 1991 y en qué fase estaría ahora China, la única superpotencia socialista viva del planeta, si es que se podía definir como socialista.
La China de hoy entra en conflicto con la idea preconcebida del comunismo. El Partido ha creado un espacio político y económico que cuesta definir. “Es un híbrido”, contestó Lin Yang mientras sus cubiertos jugueteaban con la comida en un buen restaurante de marisco. En su opinión, algunos países del norte de Europa podían ser considerados incluso más socialistas, “por los impuestos”. Lin, de 32 años, trabajaba en Moscú en la división de inversiones internacionales de la CRCC. Era responsable de valorar proyectos en Eurasia, de una mina de tungsteno en Kazajistán a un desarrollo inmobiliario en Rusia.
Su trayectoria era un buen resumen de la China pujante. En términos de esculturas de metro, Lin representaba el arquetipo de la “nueva era”. “China está creciendo por el sacrificio de una generación entera, quizá dos”, confesó. Admiraba el esfuerzo de sus predecesores; sus coetáneos ya no estaban hechos para aquella dureza. “Quizá es que estoy estropeado, crecí en los buenos tiempos…”. Definió la nueva ruta de la seda: “Estar conectado”. Esa era la obsesión china frente al aislamiento de la dinastía Qing (1644-1911), la última que rigió el imperio chino, cuyo repliegue provocó el estancamiento con respecto a Occidente. “La gente en China ha comprendido que para mejorar su vida es necesario estar abierto al mundo”.
Al caer la noche, la locomotora ronroneaba al final del andén. Los revisores escrutaron los pasaportes. El siguiente destino era Volgogrado, la antigua Stalingrado, escenario de una de las batallas más sangrientas de la Segunda Guerra Mundial. Al fin un primer viaje en coche cama; por delante, más de 20 horas de trayecto.
En estos trenes se mezclan personas de lo más diversas y resulta sencillo entablar conversación. En el vagón viajaba Denis, trotamundos y aprendiz de yogui ruso, de 27 años, que había montado con amigos una cafetería orgánica en Volgogrado. Junto a él iba Anton, de 38 años, con sus hijos pequeños; regresaban a casa después de los trámites de nacionalización como rusos. Anton había nacido en la mítica Samarcanda (Uzbekistán), por donde pasó Marco Polo. “Fueron tiempos duros”, recordaba Anton de su infancia uzbeka. “¿Os gusta fumar marihuana?”, preguntaba en cambio Denis. Por la ventanilla entraba el sol de otoño y se veía un paisaje de árboles pelados.
Ir a Volgogrado suponía desviarse de la ruta Yiwu-Madrid. El plan era dirigirse al sur, al Cáucaso, y avanzar junto al mar Caspio hasta Azerbaiyán. Esta senda conectaba con otra de las variantes ferroviarias que promocionaba China: el llamado corredor transcaspiano, que buscaba ampliar los vínculos con Asia Central, y entrar en Europa vía Turquía. El desvío en este viaje era una forma de abrir horizontes para, más adelante, retomar el camino de Yiwu.
Aquellos hombres que cavaban habían venido en busca de cadáveres de la Segunda Guerra Mundial. Unos días atrás, había aparecido el hueso de una pierna. “Y si hay pierna significa que igual hay más”, resumió Vadim Zhuraviev, historiador de 30 años, y miembro de un grupo de voluntarios dedicado a exhumar muertos de Stalingrado. “Es un hobby, como ir a pescar. Aquí podemos ver la historia con nuestros propios ojos”, añadió un estudiante que se había apuntado. La actividad estaba imbuida de un patriotismo nostálgico. Algunos voluntarios iban vestidos de militares, uno llevaba un parche de la bandera soviética. Cavaron, y descubrieron más restos humanos.
Andrej Oreshkin, responsable del grupo, de 38 años, calculó que había ayudado a desenterrar de forma directa o indirecta unos 1.500 cuerpos. También coordinaba una agrupación encargada de la educación patriótica de la juventud. Organizaban actividades para que los niños “aprendan a amar a su país”.
Volgogrado parecía poseída por su antigua encarnación. “Es una ciudad anclada en la guerra”, dijo Anton Valkovsky, un joven local, doctor en arte contemporáneo. “Sufre síndrome de estrés postraumático”. “Reproduce el trauma de la guerra una y otra vez”. Valkovsky preparaba una bienal artística en la que se abordaría el “legado de la guerra”. Varios autores reflexionarían sobre el patriotismo, la militarización y el sentimiento que se genera cuando estos valores “forman parte de la propaganda del Estado”. “La guerra”, concluyó, “no es algo de lo que estar orgulloso”. Sus reflexiones resultarían premonitorias.
El viaje prosigue, horas de tren, nuevas paradas.
En Derbent: joya del Caspio, una muralla y una fortaleza dominan este corredor que usaban los comerciantes de la Ruta de la Seda; marca la linde entre dos mundos, aquí se encuentra la primera mezquita de Rusia (siglo VIII) y los rostros han cambiado, se han vuelto oscuros. Cena con jóvenes que brindan y entonan canciones prochechenas: “¡Nuestras montañas se derriten en el fuego de la batalla, pero no hay hordas que nos hagan ponernos de rodillas!”.
En el confín ruso: llegada a la frontera con Azerbaiyán; episodio engorroso para atravesarla. Los visados están en regla, pero la presencia de dos periodistas alarma a los funcionarios rusos. Instantes de tensión con un agente del FSB, el servicio de seguridad. Un salvoconducto remitido por el Ministerio de Exteriores azerí abre las compuertas de la pequeña exrepública soviética.
“¿Puedes olerlo?”, preguntó el ingeniero mientras avanzaba entre tuberías. Se percibía un aire denso. Respondió él mismo: “Es el olor del dinero”. Por aquellos conductos fluía la gran fuente de riqueza de Azerbaiyán a un ritmo de unos 650.000 barriles diarios. Aquellos efluvios emanaban de Sangachal, el mayor complejo industrial para el procesamiento de hidrocarburos de Azerbaiyán. Ubicado a orillas del mar Caspio, de cuyo subsuelo se extraía el gas y el crudo, de allí partía un oleoducto que transportaba el oro negro por Georgia y Turquía a lo largo de 1.700 kilómetros hasta el Mediterráneo; en Sangachal también nacía el Corredor de Gas del Sur, que en 2020 comenzó a enviar gas a la Unión Europea por un trazado similar.
Azerbaiyán se autodenomina “la tierra del fuego”. Aquí el petróleo mana de la tierra desde tiempos ignotos. Marco Polo, que pasó cerca de camino a China, dejó constancia de una Aldea de los Adoradores del Fuego, donde rendían culto a las llamas eternas de un pozo. Hoy se adora al mismo dios: en Bakú, remozada gracias a las inversiones millonarias en hidrocarburos, refulgen de noche tres rascacielos conocidos como las Flame Towers.
“Estas tuberías contribuyen a la diversidad del suministro global”, dijo en Sangachal Guivami Rahimli, asesor de asuntos gubernamentales de BP, la compañía que opera la terminal. Bombean recursos ajenos al “golfo Pérsico y a Rusia”, destacó. “Por eso es tan importante para la seguridad energética de muchos países”. Desde allí fluían rumbo a Occidente y estos lazos serían claves muy pronto: cuando Putin ordenó la invasión de Ucrania, Bruselas cortó el flujo energético con Moscú y tuvo que buscar alternativas. La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, aterrizaría en Bakú con un mensaje: “La UE ha decidido alejarse de Rusia y recurrir a socios más fiables y dignos de confianza”. Anunció más inversiones. Muchos le criticaron ese gesto con un régimen autoritario, y cuyas acciones en Nagorno Karabaj han sido denunciadas como crímenes de guerra.
Aquel noviembre aún estaba reciente una guerra en este territorio, cuyo control se disputa Azerbaiyán con Armenia. El Ministerio de Exteriores denegó una visita al frente, pero organizó una gira por “territorios recientemente liberados”. En Agdam, que los azeríes llamaban la “Hiroshima del Cáucaso”, el Gobierno quería crear una especie de museo a escala real sobre el conflicto, dedicado a las atrocidades armenias y a la victoria de su país. Era imposible olvidar que la historia la estaban escribiendo allí los vencedores y no decían una palabra sobre los crímenes de los que se les acusaba: “No empezamos el conflicto, nosotros estamos a favor de la paz y damos la bienvenida a los armenios que quieran volver a Azerbaiyán”.
Durante una comida organizada por la cancillería, señores enigmáticos se presentaron como representantes de la compañía estatal dedicada a la industria armamentística. No es descartable que nos confundieran con compradores. Hacia los postres, comenzaron a hablar de sus “drones kamikaze”. “Son tan rápidos que cuando los ves volar sobre tu cabeza debes entender que ya estás muerto”, dijo uno. Además, fabricaban todo tipo de armas. “Ahora visitaremos la fábrica. Veréis nuestras ametralladoras y pistolas; hechas con estándares rusos, pero también hay del tipo de la OTAN”.
En la factoría sonaban zumbidos metálicos. Había decenas de cabinas en cuyo interior se cortaban, pulían y ensamblaban las piezas, y, a medida que uno avanzaba, las ametralladoras iban cobrando forma hasta llegar al final, donde olía a pintura y se exhibían diversos modelos. “Este es una versión moderna del Kaláshnikov”, indicaron.
En otro hangar, similar a un taller de aeromodelismo, estaba expuesto el dron kamikaze. Sus suaves líneas no casaban con su capacidad mortífera. Lo fabricaban con ayuda de Turquía, aliado frente a Armenia. A la puerta del taller, una pantalla reproducía un carrusel de vídeos reales del campo de batalla. En uno se veía cómo un grupo de personas, tras haber advertido el ataque, trataban de huir. Sin éxito. Sus cuerpos saltaban despedazados.
En Azerbaiyán se podía oler también el aire de los nuevos tiempos, más belicosos: 2022 se convertiría en el año con más muertos en conflicto del siglo XXI, con casi 240.000 víctimas. Bakú, en 2023, protagonizaría un nuevo avance sobre Nagorno Karabaj, forzando el éxodo de decenas de miles de armenios.
En cuanto a las mercancías, Azerbaiyán era otro de los nodos en los que se había fijado Pekín para extender sus conexiones. Hasta Bakú llegó en 2015 uno de los ferrocarriles de la nueva ruta de la seda. Para arribar a Azerbaiyán, los contenedores tenían que cruzar el mar Caspio en ferris desde Kazajistán. Este país era nuestra siguiente parada. Volamos sobre una masa azulada que era algo más que agua. “El Caspio divide Asia y Europa geográfica y culturalmente”, nos habían advertido.
Kazajistán es el corazón de Asia Central, un enorme país cargado de recursos y con escasa población —19 millones—, donde Pekín avanzaba terreno en el antiguo patio trasero de Rusia. No fue casual que Xi Jinping diera el discurso fundacional de la Franja y la Ruta en su capital. El mismo día, junto al entonces presidente kazajo, Nursultán Nazarbáyev, pulsó un botón para inaugurar de forma simbólica un gasoducto que aumentaría el flujo de gas hacia China vía Turkmenistán. El país se ha convertido en una pieza clave en la estrategia de seguridad energética china. También es su puerta de entrada hacia Asia Central. El tren de la ruta de la seda penetra en su territorio por dos puntos y despliega varios caminos, entre ellos el que viaja a Madrid, aunque también se dirige hacia otras naciones centroasiáticas y de Oriente Próximo.
Una de esas vías lleva hasta Aktau, en la orilla oriental del Caspio, una ciudad del color del desierto, industrial, petrolera y vinculada antiguamente al sector del uranio, recurso indispensable en la estrategia atómica de la URSS. Hasta su puerto llegan los trenes, y allí los contenedores son montados en ferris y enviados a Bakú. Pekín se ha comprometido a impulsar este corredor transcaspiano.
Allí proseguimos el viaje. “La ruta comercial entre Asia y Europa es la más importante del mundo”, dijo Mekhta Nazban, entonces uno de los responsables del puerto de Aktau. Habló de un crecimiento exponencial de las mercancías venidas en tren y de un futuro prometedor. En el muelle se veían barcos, grúas y contenedores apilados. Aquellos de allá, señalaron, traían pollo congelado estadounidense a través de Georgia para los mercados centroasiáticos; ese otro barco se estaba llenando ahora mismo con carbón, sulfuros y restos de metal; en los buques se exportaban unos 2,5 millones de toneladas de petróleo vía Azerbaiyán y Rusia. Transportaban mucho grano. Aunque una de las principales mercancías era salsa de tomate hecha en China con destino a Turquía. De allí quizá iba a Italia, aventuró uno. “A veces, la salsa de tomate supone hasta el 80% o el 90% de un tren”. Así era el comercio cotidiano: litros y litros de salsa de tomate en unos muelles de Asia Central.
En Aktau arrancó la odisea de cruzar Kazajistán hasta la frontera con China a lo largo de unos 3.000 kilómetros. Fueron casi 50 horas en trenes cama donde los paisajes desérticos, helados, a veces nevados, se sucedían. Dentro del vagón el calor era sofocante. En el coche restaurante una camarera animaba con música kazaja y servía deliciosos palmeni, similares a los raviolis italianos y a los dumplings chinos, un verdadero alimento de la ruta de la seda.
El recorrido invitaba a la charla con los viajeros.
Trabajadores de una planta petrolífera regresaban a casa de permiso. Ofrecieron tragos de vodka de una misma taza. Max, uno de ellos, tenía un discurso muy nacionalista. Al hablar de la presencia china, enseñó los dientes. No le gustaba ver cómo se desplegaban en “esta gran tierra”, establecían sus fábricas y enviaban a sus trabajadores que sustituían a los kazajos. “Todo nuestro gas y petróleo va para China”. En el pasado ya habían “expulsado” a los chinos, dijo. “Estamos construyendo una nación túrquica”.
Dos mujeres, madre e hija, llamadas Perizat y Orazkul. La madre, en realidad ya abuela, llevaba un pañuelo en la cabeza y al sonreír le brillaba una dentadura dorada. De vez en cuando pedían quedarse a solas para rezar. Habían recibido una medalla por haber tenido 10 hijos cada una.
Un opositor al régimen iba a Almaty, la antigua capital, al entierro de Aron Atabek, un poeta recién fallecido. La salud de Atabek, considerado el preso político más antiguo del país, se había deteriorado tras 15 años encarcelado: había sufrido malos tratos, denunció. Fue liberado un mes antes de morir. “Llamó a la resistencia”.
En Aral, antigua urbe pesquera: quizá la mejor muestra de un desastre ecológico irreversible. Durante la planificación soviética, se usó de forma indiscriminada el caudal de los ríos que lo alimentaban para regar campos de algodón. A finales de los ochenta, la superficie de uno de los mayores mares interiores del mundo se había reducido a menos de la mitad, su nivel siguió descendiendo, las dunas se tragaron pueblos. Adentrarse en este paisaje es aterrador, como caminar por el fondo del mar, pero allí pastan los camellos. Para Zauresh Alimbetova, de 55 años, entonces directora de la reserva natural de Barsa-Kelmes, una isla del mar de Aral, ofrece una lección para la humanidad: “Si seguimos haciéndole esto a la naturaleza, la naturaleza se vengará”.
En Toretam, pueblo adyacente al cosmódromo ruso de Baikonur, aún territorio de Moscú, desde donde Yuri Gagarin, el primer astronauta, fue enviado al espacio en 1961. La base está cercada, Rusia deniega la entrada; el pueblo es pobre, por sus calles embarradas las vacas comen basura, se vive de espaldas a las estrellas. En el hotel, de mala muerte, hay una pelea entre rusos (beodos) y kazajos (sobrios): “¡Esto es Kazajistán, no vuestra mierda de país!”. De noche, el lanzamiento de un cohete con carga para la Estación Espacial Internacional resulta una fulgurante conmoción.
En Almaty, la capital financiera: familia y amigos del poeta muerto han convocado una concentración. Hay casi más miembros de las fuerzas de seguridad de incógnito que manifestantes. Han tratado de reventar el acto, pero los asistentes se han defendido al grito de “¡La muerte de un poeta es la muerte del pueblo!”. La hija de Atabek, Aidana Aidarkhan, sostiene un retrato del difunto y unas flores. En su gorra se lee: “Dissident”. Lee su poema favorito: “Mi voz, incapaz de hablar, morirá”.
Y así el tren llegó hasta la última parada de la segunda etapa, un lugar llamado Khorgos-La Puerta del Este, en la frontera con China, uno de los hitos logísticos de la nueva ruta de la seda ferroviaria levantado en un paraje desértico. La iniciativa, impulsada por ambos países, se desplegaba en varios frentes. En Kazajistán se había construido un centro logístico por donde pasaba parte de las mercancías de camino a la Unión Europea (otras van por Alashankou, al norte), y también las destinadas a Asia Central y a Aktau. De nuevo, había un salto de dimensión entre dos mundos, con otro cambio de ancho de vía, del ruso (1,52 metros) al chino (el estándar de 1,435). El Centro de Cooperación Internacional Transfronterizo, una miniciudad comercial, estaba cerrada por covid. Nadie conocía los planes de reapertura de China, cuya frontera seguía clausurada.
Allí todo era de nueva creación. Frente a la aduana de camiones se encontraba Nurkent, un asentamiento construido para los operarios. Era como un caravasar nacido al calor de la moderna ruta de la seda donde vivían unas 4.000 personas. Todos, nuevos moradores atraídos por la oportunidad de un empleo.
Seric Shaykmanou invitó a pasar a su casa, donde vivía con su esposa, su suegra y sus tres hijos. Trabajaba en el mantenimiento de la red eléctrica del ferrocarril. Se mudó en 2015, el Gobierno le ofreció la casa “con todo dentro”. Eran felices, dijo. “Me gusta vivir en la frontera. No hay atascos, el aire es limpio, los niños pueden caminar a la escuela”. Luego definió la Ruta de la Seda. “Era por donde nuestros ancestros viajaban con camellos. Ahora, en la nueva, hay trenes”. Se sentía orgulloso de formar parte de ella.
No muy lejos de allí, un empleado del puerto logístico señaló al horizonte. Más allá de las verjas, de las torres de vigilancia, de las vías y de unos kilómetros de tierra estéril, asomaba una cresta de edificios modernos, muchos en construcción: China estaba al alcance de la mano.
03
De Khorgos a Yiwu
Desde la azotea de uno de los altos edificios se veía la planicie desértica, el tajo de la frontera y, al otro lado, Kazajistán. Nos encontrábamos en la misma cresta de bloques modernos y en construcción que habíamos observado hacía casi dos años desde aquel país. Pero, como en un juego de espejos, ahora estábamos en China. Era julio de 2023. Y en el paréntesis transcurrido entre uno y otro, el mundo había sufrido una enorme sacudida. El presidente ruso, Vladímir Putin, había decidido invadir Ucrania en febrero de 2022, desatando una guerra en Europa. El conflicto había volado los puentes entre Moscú y Occidente y el seísmo había agrietado también las relaciones con Pekín, por su proximidad a Rusia.
Al menos, la pandemia parecía un episodio a olvidar. Tras más de mil días prácticamente sellada al mundo, China, la última gran potencia aferrada a una lucha sin cuartel contra el coronavirus, había abandonado la política de cero covid. Reabrió sus fronteras en enero de 2023. Comenzó a dar visados con normalidad en marzo. En julio llegó el momento de retomar el camino. En el gigante asiático se percibía el mismo aire festivo y de renacimiento que flotaba en Europa cuando el tren salió, dos años antes, de Chamartín. Los ferrocarriles iban repletos, el país rebosaba de turistas. Pero apenas se veían extranjeros.
La reconexión con el exterior era aún una tarea pendiente. Aunque en la localidad de Khorgos se la tomaban en serio. Nana, una mujer china de mediana edad, etnia kazaja y representante del departamento de Exteriores local, pronunció un discurso tras ofrecer la degustación de unos platos típicos de tallarines: “Espero que la amistad de España y China dure para siempre para el estable y pacífico desarrollo de los pueblos y los países. Xinjiang es un buen lugar. Si no vienes, no lo sabes. La gente aquí es hermosa. Y la comida, sabrosa”.
Khorgos era un antiguo paso de camellos ubicado en la región autónoma de Xinjiang, en el extremo oeste de China. Se estaba convirtiendo en el imán económico de una comarca humilde. Atraía a gente joven en busca de empleo y parecía inmersa en un boom inmobiliario. El motor del desarrollo era el paso del tren de mercancías rumbo a Europa y Asia Central, y el Centro de Cooperación Internacional Transfronterizo, una zona de libre comercio que pertenecía a China y Kazajistán, había reabierto tras tres años. Al recinto, vallado como un país diminuto, podían acceder ciudadanos de ambas naciones. La frontera pasaba por el medio. En el suelo, una franja marcaba la linde, y los visitantes se retrataban con un pie a cada lado. Entre el ajetreo de embalajes, unas comerciantes contaron que habían venido de lejanos pueblos kazajos a comprar 30 kilos de sábanas; unos chinos curioseaban entre extravagantes productos cosméticos (un blanqueante de leche de camello). Se vendía de todo. De relojes caros a motos eléctricas. “Aún se está recuperando”, contó Guo Liang, uno de los responsables. Definió el lugar como una “plataforma en pequeño” de la nueva ruta de la seda.
Entre sus moradores había historias de ida y vuelta, como la de Lucia Hu: mujer china de 44 años, mirada viva, regentaba un local llamado El Café de la Ruta de la Seda, servía un expreso insuperable en esta zona remota, hablaba italiano. A los 11 años se marchó con su familia a Milán y Roma, montaron negocios, les fue bien, se casó con otro chino emigrado, tuvieron hijos; un día les hablaron de este lugar y decidieron regresar. “Italia, entonces, era un buen sitio, igual que ahora lo es China”, dijo, y enseguida el joven señor Shan añadió que era hora de marcharse a la siguiente cita.
El señor Shan era la persona del departamento de propaganda encargada de pastorear a la pareja de periodistas, tarea que cumplió de forma excelente: sin dejar un minuto libre. Antes del desayuno, ya hacía acto de presencia en el hotel, y guiaba de un lado a otro sin despegarse, con todo planificado hasta última hora, cuando, de regreso al alojamiento, insistía: “Estáis muy cansados”. Iba siempre acompañado de otro hombre silencioso. La última noche, tras una cena tradicional, se empeñaba en brindar con baijiu, un licor que quemaba la garganta. “Khorgos tiene muchas oportunidades”, dijo. Al día siguiente nos condujo hasta la mismísima puerta del tren.
En el coche-cama rumbo a Urumqi, la capital de Xinjiang, reinaba un animado guirigay. Viajaba un pastor de la minoría musulmana uigur, que apenas hablaba mandarín, y, en las literas de enfrente, iban tres chicas calladas, hasta que una ofreció unos dulces y se generó ese hermanamiento de quienes comparten trayecto. Una narró sus excursiones por la región, otra iba en busca de trabajo a la ciudad. De noche se iluminaron sus móviles y escanearon los códigos QR de sus WeChat, el WhatsApp chino, para seguir en contacto.
El tren llegó a Urumqi, la visita fue fugaz. A las afueras de la urbe, de más de cuatro millones de habitantes, había nudos de autopistas con banderolas chinas y crecían bloques de viviendas clónicos; muchos, aún sin acabar, tenían un aire fantasmagórico. Surgía una urbe moderna donde la vida parecía casi normal: estaciones de policía cada poco, vehículos blindados coronados por tipos con fusiles de asalto en cruces y centros comerciales. Para acceder al Gran Bazar, principal reclamo turístico, había que pasar un control de seguridad. Estaba totalmente reconstruido. La mezquita no permitía entrar a extranjeros. En lo alto de una torre similar a un minarete había un letrero: “Bajo la dirección del socialismo con características chinas de Xi Jinping, luchar para realizar el sueño del renacimiento de la gran nación china. Amplio territorio, infinito paisaje. Xinjiang es un buen lugar”. Que esta región violentada por un conflicto étnico era especial, uno empezaba a darse cuenta muy pronto.
En el mejor emplazamiento del bazar tenía una tienda de recuerdos el Cuerpo de Producción y Construcción de Xinjiang (CPCX). La Unión Europea, que la definió como “una organización económica y paramilitar estatal”, sancionó en 2021 a su oficina de Seguridad Pública como responsable de “detenciones arbitrarias a gran escala y tratos degradantes infligidos a uigures y personas de otras minorías étnicas musulmanas, así como de violaciones sistemáticas de su libertad de religión o creencias, vinculadas [a] un programa de vigilancia, detención y adoctrinamiento a gran escala”, además de su “utilización sistemática” como “mano de obra forzada”. La ONU aseguró en 2022 que Pekín pudo cometer aquí crímenes contra la humanidad. China, que suele contestar que está llevando a cabo de forma exitosa una política antiterrorista y considera las acusaciones parte de una campaña de Occidente para contener su desarrollo, replicó con contrasanciones a parlamentarios de la UE, entre otros.
El Gran Bazar parecía destinado a transmitir que esto era territorio pacificado al que se podía venir de visita. Según un diplomático europeo que había estado sobre el terreno, China estaba convirtiendo Xinjiang en “un lugar destinado al turismo”, al que venir a admirar una “diversidad asimilada” por parte de la etnia han (mayoritaria en China). El coste, añadió, era el borrado de la cultura. Según él, en esta región se veía “el trauma en los ojos de la gente”.
Entrevistar era casi imposible con un vehículo siguiendo a los periodistas. Había más cosas fuera de norma: las gasolineras, valladas, solo permitían el paso de una persona al volante; el resto esperaba fuera; las carreteras secundarias estaban repletas de carteles propagandísticos: “La cultura china es el tronco principal. La cultura de varias nacionalidades son ramas y hojas. Solo cuando las raíces son profundas pueden florecer las hojas y las ramas”.
El paisaje, en contraste, es espectacular en esta provincia que ocupa una sexta parte de China y donde confluyen las montañas del Cielo (Tian Shan) y los desiertos del Gobi y Takla Makan. Los surcos de los Montes Flameantes reverberan al sol. Las vastas extensiones de lija están moteadas de bombas extractoras de petróleo. La región es rica en hidrocarburos y cuenta con reclamos turísticos conectados con la Ruta de la Seda.
El tren llegó a Turpan, una de las mayores y más calurosas depresiones del planeta. Allí se podía pasear entre las ruinas de Jiaohe, una ciudad de hace 2.300 años, cuyos edificios fueron excavados en la tierra. Aquel oasis llegó a albergar a miles de personas, fue un importante centro de comercio; recordaba a los modernos pueblos surgidos en torno al tren. Hoy no era más que polvo.
En una sombra, donde servían rodajas de sandía, el pintor Liu Zheng Xing, de 71 años, contó que había estado recorriendo la Ruta de la Seda en busca de inspiración. Con el cuaderno lleno de bosquejos, definió estos caminos como un punto de encuentro de doble sentido: “Permitieron a China y al mundo desarrollarse”. Había pasado por Yangguan, por donde seguía el tren rumbo a Yiwu. Era una antigua fortaleza en el extremo occidental del imperio chino. La amenaza, entonces, venía de estos desiertos del noroeste.
Wang Wei, poeta de la dinastía Tang, había escrito: “Apuremos otra copa de vino. Pues, ya al oeste del paso de Yangguan, no habrá más amigos”.
La época Tang (siglos VII al X) fue una de las de mayor esplendor. Su capital, Changan, fue la ciudad más poblada del mundo, con más de un millón de habitantes. Allí tenía su origen la Ruta de la Seda. Hoy llamada Xian, en mayo fue elegida por Xi Jinping para celebrar una cumbre con los presidentes de los cinco países de Asia Central, claves en la iniciativa de la Franja y la Ruta. La inauguración, celebrada en un parque temático llamado Tang Paradise, con un aire Disney pero oriental, destiló una imagen de poder ancestral.
En verano, Xian bullía de turistas. Las colas para subir a la muralla eran infinitas. Cientos de móviles registraban cada segundo. En las viejas calles del barrio musulmán se mezclaban los olores del calamar a la brasa y los roujiamo, parecidos a un kebab; su trazado de piedra llegaba a la Gran Mezquita, donde se fundían el mundo islámico y el asiático. A las puertas, un vendedor ofrecía camisetas con otra fusión: un retrato de Barack Obama con la visera comunista. “Oba Mao”.
“¡Los comunistas lo lograron!”, dijo Javier Cáceres, un empresario peruano radicado en China desde 1994, junto a la nave que alberga los guerreros de terracota, a las afueras de Xian. El lugar estaba repleto. Había que atravesar un muro de personas hasta llegar al otro lado, donde se desplegaban las columnas de soldados. Cáceres dijo que Pekín se había convertido en un modelo atractivo para los países de Latinoamérica. Mientras allá seguían perdidos en el debate entre comunismo y capitalismo, añadió, China había logrado superar las contradicciones con su propia versión.
Bajo el mandato de Xi se había impulsado además una reconexión con el pasado. Durante años, se rompió con esa herencia histórica. Ahora Pekín buscaba “integrar los principios básicos del marxismo con la excelente cultura tradicional china”, según la doctrina oficial. En esta ciudad se estaba forjando ese cambio. “Aquí se viene a experimentar la historia”, dijo el dueño de una agencia de viajes. Por todas partes se veían turistas disfrazados de la época Tang. Este cosplay con tintes históricos era un fenómeno en toda China.
El arqueólogo Wang Jianxin, cuya juventud fue impactada por la Revolución Cultural con sus campañas contra el pasado, reconoció que esto de los disfraces era una “paradoja”. Nos recibió en su despacho de la Universidad Northwest de Xian. Tenía una melena blanca y cejas pobladas, y se dedicaba a investigar los albores de la Ruta de la Seda. Con Pekín volcado en su megaprograma de inversiones, se habían multiplicado los fondos para proyectos relacionados con los caminos ancestrales. Wang lideraba la primera gran excavación china fuera de sus fronteras, en el valle de Fergana (Uzbekistán). Su trabajo tenía una “perspectiva oriental”. Durante años, explicó, China había quedado fuera de la investigación sobre la Ruta de la Seda, liderada por Occidente y Rusia. “Dado que [estos caminos] son un canal de intercambio, su estudio debería tener ambas perspectivas”; “China no debería estar ausente”, dijo. “De otra forma nuestro conocimiento de la Ruta de la Seda podría ser muy parcial o incluso erróneo”.
El viaje continuaba, el tren bala voló a Chongqing.
En mitad de un parque logístico, una escultura de un cero plateado mostró el punto de partida del primer ferrocarril de mercancías entre China y Europa. Salió en 2011 cargado con portátiles desde esta megaurbe de más de 30 millones de habitantes, y llegó hasta Duisburgo (Alemania). La vía era prometedora en una ciudad volcada a las exportaciones tecnológicas, donde se establecieron, entre otros, Hewlett-Packard y Foxconn, uno de los principales fabricantes de Apple. Ahora rondaban los 6.000 ferrocarriles anuales a Europa. Entre lo último que habían comenzado a mandar en tren a la UE, contó Han Chao, el director general adjunto del Parque Logístico Internacional, estaban los vehículos eléctricos, uno de los artículos más temidos por Bruselas, que abrió en septiembre una investigación sobre los supuestos subsidios estatales de Pekín al sector. En China, principal fabricante y exportador de estos vehículos, ya se veían por todas partes.
Chongqing es un buen punto de observación del desarrollo chino. En una zona residencial se permitía de forma experimental la circulación de robotaxis creados por Baidu (el Google chino). Subir resultaba toda una experiencia: no hubo sobresaltos, el volante se deslizaba suavemente de forma autónoma, en ningún momento superó los 54 kilómetros por hora.
La urbe tenía un punto futurista, impresionaba su skyline de rascacielos, recordaba a Manhattan. En la orilla se erguía un reciente complejo de torres, tres de ellas interconectadas por un tubo suspendido donde había hoteles, restaurantes y pubs. Desde lo alto se podían contemplar los barquitos mercantes navegando por el Yangtzé. En uno de los rascacielos centelleaba un eslogan del “socialismo con características chinas”: “Nueva era, nuevo camino”.
El tren bala siguió desandando el camino. Zumbó junto a la presa de las Tres Gargantas, el mayor proyecto hidroeléctrico del mundo. Ambos —tren y presa— son exponentes del hiperdesarrollo volcado en infraestructuras de Pekín; la iniciativa de la Franja y la Ruta ha exportado ese modelo. Sus bancos financian proyectos y sus empresas los construyen con mano de obra cualificada china desplazada, situación que algunos analistas tachan de “neocolonialismo”. Pekín replica que ha ayudado a crear 3.000 proyectos de cooperación, 420.000 empleos locales y contribuido a sacar de la pobreza a millones de personas.
China es el país del mundo con más kilómetros de tren de alta velocidad. Pero perdió el tren de la revolución industrial. La primera gran línea ferroviaria de larga distancia no fue inaugurada hasta 1905; una odisea ingenieril de 1.214 kilómetros dirigida y financiada por potencias europeas (Bélgica y Francia). China vivía sumida en lo que denomina el “siglo de humillación” que siguió a su derrota en las guerras del Opio frente a Inglaterra y Francia. Aquella primera gran línea iba de Pekín a Hankou, en el centro del país, que se convertiría en un vector industrial y crecería hasta fusionarse con las vecinas Wuchang y Hanyang en una conurbación de 11 millones de habitantes con un nuevo nombre que muchos en Occidente conocieron a principios de 2020: Wuhan.
La vieja estación de la línea Pekín-Hankou, hoy cerrada, se encuentra en un barrio que conserva aroma europeo. Se la ve chiquitita, rodeada de bloques de viviendas de 30 plantas. A la puerta, unos vecinos juegan al mahjong. No muy lejos de allí se encuentra la nueva estación, aquella en la que Laurent Chu, el primer diagnosticado de covid en Europa, cree que pudo contagiarse. A un par de manzanas se encuentra el mercado mayorista de mariscos de Huanan, donde se detectó el primer foco. Sigue clausurado tras un portón azul. Por la rendija, si uno acerca el ojo, se ve el pasillo donde se encontraban los vendedores. Enseguida, un vigilante espanta a los curiosos.
La política de cero covid, con su combinación de control hipertecnológico y macroconfinamientos, marcó al país. El Gobierno la dejó caer tras una ola de protestas lideradas por jóvenes. Muchos opinan que duró demasiado. A la salida de un concierto de punk (estilo que pegó fuerte en esta ciudad industrial), L., una cineasta, aportó una explicación: en China, con su gigantesco sistema de jerarquía burocrática, alguien de arriba da una orden, y cada nivel inferior en la pirámide le confiere mayor rigurosidad porque nadie quiere ser responsable si pasa algo. Al llegar a los ciudadanos apenas queda margen: “Solo podemos sobrevivir”.
Último tren nocturno. Los críos jugaban por el pasillo, los adultos salían a fumar entre vagones, en el coche restaurante servían un plato básico de arroz y pollo. Era una experiencia comunal ya poco frecuente. Sentado en la litera, un ingeniero de química jubilado, de 78 años, contaba que trabajó en una compañía de tierras raras, recursos críticos convertidos en otro punto de fricción con Occidente. La conversación viró hacia la geopolítica. En su opinión, ahora que su país se había desarrollado, EE UU quería “frenar su ascenso”. No descartó una guerra. “Si la hay va a haber bajas en ambos bandos”. Una funcionaria había confiado poco antes, al hilo de las tensiones con Washington: “Necesitamos comunicación”.
El expreso amaneció en Shanghái, tocaba hacer transbordo; enseguida quedaron atrás los rascacielos y el tren discurrió sobre campos de arroz. Se anunció la parada. Al descender, un cartel dio la bienvenida: “Welcome to Yiwu”. Era, dos años después, la última estación.
FOTOGALERÍA: Yiwu, el gran bazar, final de viaje
Yiwu es un lugar único. Por sus calles deambulan mercaderes de todos los rincones del globo. Hay cafés de estilo árabe, donde hombres de grandes narices y espesas barbas fuman el narguile; en otros se sientan mujeres africanas con tocados y vestidos coloridos. La gente es habladora, ofrecen su tarjeta, hablan de una fábrica en las afueras, enseguida quieren saber qué quieres importar. La urbe gira en torno al Centro Internacional de Comercio, el mayor mercado de venta de productos al por mayor del planeta. El lugar es inmenso, recuerda a una terminal de aeropuerto; está formado por una sucesión de edificios conectados y atravesar sus puertas supone comenzar un viaje lisérgico a las tripas del comercio global. En su interior, como celdas de una ciudad colmena, se despliegan 75.000 pequeños puestos que venden 2,1 millones de productos diferentes. Si uno dedicara un minuto a cada local, tardaría 52 días en recorrerlo. De aquí sale el 60% de la decoración navideña del mundo. Por sus corredores pasean indios, malienses, nigerianos, jordanos, locales. Se ve gente sesteando, agotada. “Yiwu es como una tierra árabe en China”, dijo Tommy, un exportador egipcio de material de cocina.
En un extremo había un local con productos españoles (ibéricos, vinos, aceite) cuyo dueño, Enrique Zhou, de 41 años, contó su historia en español. En los noventa emigró con su familia a Madrid; regentaron un comercio mayorista en Tirso de Molina, luego se trasladaron a Cobo Calleja, en Fuenlabrada, uno de los grandes puntos de distribución de productos chinos de Europa. Importaban desde Yiwu. Un día de 2014, le preguntaron si quería enviar productos en una ruta de tren experimental. “No lo creíamos, ¿un tren de 13.000 kilómetros?”.
—¿Qué envió?
—Cosas de Navidad.
Y en el origen de todo, sentado al mando de una locomotora naranja, se encontraba Huang Wei. El interior de la cabina vibraba, se llenó de olor a combustible. Huang, con su uniforme azul y su visera de maquinista, avisó: “Va a empezar a hacer mucho calor”. La radio escupía mensajes con voz galvanizada mientras él ejecutaba el mecánico ritual: señalaba con dos dedos los cuadros del salpicadero, miraba por la ventanilla, presionaba un botón, pulsaba un par de interruptores, tomaba los mandos y entonces la máquina se ponía lentamente en marcha. Verle resultaba hipnótico. “Lo adoro”, dijo. “Era mi sueño de niño”.
Huang, de 49 años, comenzó en 1993 como maquinista en Yiwu. Fue la persona que condujo el primer tramo del tren de la ruta Yiwu-Madrid en 2014. Recordaba que hubo muchos medios de comunicación aquel día. Al principio no pensó que fuera demasiado relevante. “Solo un tren de mercancías internacional”. Con el tiempo se había dado cuenta de que era “una pieza importante” de la Franja y la Ruta. Definió la iniciativa como “un puente que conecta países” y habló del “orgullo y honor” por su trabajo. En la pechera le brillaba un pin del Partido Comunista chino. Cuando se jubilara, añadió, le gustaría viajar a Madrid recorriendo los países por donde pasaban las mercancías, y conocer al maquinista español que recibió el primer envío. “Para entonces seremos bastante viejos”, sonrió.
La locomotora ya había enganchado una larga ristra de contenedores. Se trataba de cajas recién llegadas del extranjero que Huang debía trasladar a la aduana. A veces también le tocaba pasar el último testigo. Retomó el ritual, movió la palanca y el tren se desplazó por las vías. En un momento dado, alrededor solo se veían contenedores. Allí soltó la carga. Era el final del camino.