La difícil vida en la Tierra del astronauta Gagarin
Un libro devuelve a la actualidad al primer ruso que realizó un vuelo espacial y a la carrera por la conquista de la Luna que enfrentó a su país con EE UU
Hace ahora sesenta años que el primer hombre voló por el espacio. Fue Yuri Alekseyevich Gagarin, un nombre inscrito para siempre en los libros de historia. Gagarin era el candidato perfecto, el prototipo del “hombre nuevo” soviético que el Gobierno buscaba promover durante la Guerra Fría. Beyond, el nuevo libro de Stephen Walker, que saldrá a la venta el próximo 12 de abril, rememora su figura y la del grupo de astronautas de la NASA a los que se conoció con el nombre de Mercury Seven.
Gagarin se inscribió en 1959 en un programa reservado que buscaba reclutar futuros cosmonautas. Hacía solo dos años del primer Sputnik y el único ser vivo que había volado por el espacio se llamaba Laika, una perrita que había sido recogida en las calles de Moscú. El proceso de selección al que se sometió Gagarin fue brutal. Los 350 candidatos originales quedaron reducidos primero a un centenar, luego a veinte y por fin a solo seis. El diseñador jefe, Sergei Korolev, tenía preferencia por Gagarin no solo por su excelente rendimiento en las pruebas, sino porque fue el único que reconoció estar mareado tras una sesión en la centrifugadora. Todos sus compañeros aseguraron haber disfrutado de la prueba. Korolev interpretó que solo de él podía esperarse un informe sincero, sin edulcorar, cuando volase por el espacio.
El cohete Vostok 1 despegó el 12 de abril de 1961, con Gagarin a bordo. Dio una vuelta a la Tierra. 90 minutos que le convirtieron en una celebridad mundial. De sus cinco compañeros restantes, cuatro volarían después en cápsulas similares. El quinto, Grigori Nelyubov, fue expulsado por indisciplina consecuencia de una colosal borrachera. En su lugar, el último vuelo del programa se asignó a una mujer: Valentina Tereshkova.
El vuelo de Gagarin se adelantó al de la NASA, que planeaba una misión similar. La decepción que produjo que los soviéticos tomasen la delantera y la urgente necesidad de restaurar el prestigio nacional impulsaron la decisión de John F. Kennedy de llegar a la Luna “antes de que termine el decenio”. Y, por supuesto, antes que los rusos.
Por entonces, la NASA había seleccionado a siete pilotos militares para su cuerpo de astronautas. El primer astronauta americano fue Alan Shepard. Lo hizo embutido en una cápsula diminuta impulsada por cohete derivado de la V-2 alemana de von Braun. Fue un mero “salto de pulga” de 160 kilómetros sobre el Atlántico, pero la NASA tuvo la habilidad de venderlo como equivalente a la hazaña de Gagarin. Eso y una serie de reportajes en la revista Life convirtieron a Shepard y sus compañeros en prototipos del héroe americano aun antes de haber volado.
De los “siete del Mercury”, seis viajarían por el espacio. Una leve afección cardíaca apartó del servicio activo a Donald Slayton, que fue nombrado jefe de la oficina de astronautas. Un cargo que acumulaba enorme poder. Él decidía, por ejemplo, quién volaría en cada misión. Entre ellos, Neil Armstrong (seleccionado en un segundo grupo de astronautas) y Buzz Aldrin (elegido de un tercer grupo).
Cuando empezaron las misiones hacia la Luna, Slayton tenía la intención de que al menos uno de los astronautas Mercury originales fuese en una de ellas. Pero no había mucho donde escoger. Grissom había fallecido en el incendio de la cápsula Apollo durante unas pruebas en 1967. Glenn –que siempre arrastró el aura de héroe por antonomasia– era senador en Washington. Carpenter, descartado a raíz de su deficiente comportamiento en su único viaje orbital, se dedicaba en ese momento a la exploración submarina. Schirra había dejado la NASA para colaborar con el mítico Walter Cronkite en las retransmisiones televisadas de cada vuelo. Y Cooper estaba en la lista negra por su actitud demasiado laxa durante los entrenamientos.
Solo quedaba la opción de Alan Shepard. Estaba de nuevo en activo tras superar un síndrome de Menière que le tuvo confinado en tierra durante años. Y había aprovechado bien ese tiempo: era el único astronauta millonario, gracias a sus inversiones inmobiliarias. Recibió el mando del Apollo 14 y fue a la Luna en 1972, comandando la tripulación con menos experiencia previa: quince minutos de vuelo espacial entre los tres.
Al terminar la exploración del cráter Fra Mauro y antes de despegar de la Luna, Shepard se dio un capricho. Había llevado consigo un par de pelotas de golf y una cabeza de hierro 9. Ante la cámara de televisión que transmitía la imagen a todo el mundo intentó un par de golpes. El primero falló; el segundo envió la pelota a “millas y millas” de distancia, ciertamente una exageración incluso teniendo en cuenta la baja gravedad del lugar. En el recuerdo popular, ese fue el momento cumbre en la expedición del Apollo 14.
En cuanto a Yuri Gagarin, su condición de ídolo nacional le resultó contraproducente. Fue excluido del programa de misiones espaciales para no exponerle a algún accidente, como el que costó la vida a su compañero y amigo Vladimir Komarov. Pero la precaución fue inútil. Se mató cuando el caza que pilotaba, acompañado por un instructor, se estrelló durante un vuelo de rutina en 1968. Acababa de cumplir 34 años.
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