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El vuelo histórico que acabó en un campo de patatas

Se cumplen 59 años del vuelo de Yuri Gagarin, la primera incursión del ser humano fuera de la Tierra

Imagen de una exposición dedicada a Yuri Gagarin en Moscú, en 2011.
Imagen de una exposición dedicada a Yuri Gagarin en Moscú, en 2011.Alexander Zemlianichenko (AP)
Rafael Clemente

Acaba de cumplirse un aniversario más –y van 59- del vuelo espacial de Yuri Gagarin, la primera incursión del ser humano fuera de la Tierra. Muchas agencias espaciales, tanto oficiales como oficiosas, centros de ciencia y agrupaciones de aficionados siguen conmemorando ese día, aunque este año, por razones obvias, las celebraciones no se han realizado en Rusia, como suelen, y no han pasado de una mención en algunos periódicos. Como si el destino quisiera contentar a las dos superpotencias que se embarcaron en la carrera espacial, el 12 de abril marca también otro aniversario: el del lanzamiento del Columbia, el primer transbordador espacial, justo veinte años después del vuelo de Gagarin.

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En contra de la leyenda, no hubo astronautas rusos perdidos en el espacio antes de Gagarin. Por el contrario, Sergei Korolev, el Von Braun ruso, tuvo un especial cuidado en garantizar que su cápsula Vostok era segura. Se lanzaron al menos media docena de prototipos, algunas, con perros a bordo. Unas tuvieron éxito y otras no. La famosa secuencia cinematográfica del despegue, generalmente atribuida al vuelo de Gagarin en el que se ve la sombra del cohete ascendiendo sobre el reverberar de sus escapes corresponde, en realidad, a un vuelo de prueba realizado en julio del año anterior: pocos segundos después de ese plano, el cohete estalló.

Hay opiniones contradictorias sobre si el transbordador espacial fue un triunfo o una rémora que durante muchos años engulló fondos que podían haberse dedicado a otros programas. Nadie discute que se trató de un extraordinario triunfo de la ingeniería aeroespacial, y que tuvo un papel determinante en la construcción de la Estación Espacial Internacional o en el lanzamiento de satélites tan icónicos como el telescopio Hubble. Pero lo cierto es que el transbordador nunca llegó a cumplir las expectativas. Los dos accidentes mortales del Challenger y el Columbia – y también factores económicos- precipitaron su retiro en 2011.

Desde entonces, el acceso al espacio ha estado virtualmente monopolizado por las cápsulas Soyuz (o sus derivados chinos, Shenzou). Los astronautas rusos, americanos o europeos vuelan ahora a caballo de unos cohetes descendientes directos del que en su día impulsó a Gagarin.

Plan de vuelo

El plan de vuelo preveía realizar solo una vuelta a la Tierra. Noventa minutos. Gagarin sería un mero pasajero, sin capacidad para maniobrar su cápsula. En el momento del despegue se pondría en marcha un temporizador para encender el motor de frenado justo al completar la primera órbita. Gagarin no tendría que hacer nada salvo mirar por la ventanilla e informar de sus impresiones.

La altura de vuelo estaba calculada para asegurar que, en caso de fallo del motor de frenado, el rozamiento del aire provocaría la reentrada entre cinco y siete días después. A bordo había aire y alimentos (pasta nutritiva en tubos como dentífrico) suficientes. Por desgracia, el cohete funcionó durante más tiempo del previsto y el Vostok entró en una órbita demasiado alta. El frenado aerodinámico no hubiese tenido efecto hasta cerca de un mes más tarde, con consecuencias fatales para su ocupante. Pero no hizo falta recurrir a esa medida de emergencia. El retrocohete funcionó como estaba previsto.

Lo que no funcionó tan bien fue la separación de la cápsula del resto de la nave. El mecanismo que debía liberarla se trabó; cabina y módulo de servicio entraron en la atmósfera unidos por una maraña de cables, dando tumbos incontroladamente. Al final, el calor la rompió y la cabina esférica con Gagarin dentro pudo estabilizarse y abrir el paracaídas de frenado.

Gagarin utilizó el asiento expulsor de la cápsula y bajo al suelo con su propio paracaídas, un detalle que la Unión Soviética mantuvo oculto durante años, a fin de poder reclamar las marcas mundiales de altura y velocidad. Las normas de la Federación Aeronáutica Internacional exigían que el piloto estuviese a bordo desde el despegue a la toma de tierra.

La alteración de la órbita hizo que Gagarin cayese fuera de la zona de recogida. Fue a parar a un campo de patatas, próximo a un pueblecito llamado Smelovka, muy cerca de la orilla izquierda del Volga. De hecho, mientras descendía colgado de su paracaídas llegó a temer que su viaje acabase en el agua. Su comité de bienvenida se limitó a una asombrada granjera y su hija. Para tranquilizarlas, Gagarin señaló a las siglas CCCP pintadas en su casco identificándose como “ciudadano soviético”.

Gagarin se convirtió al instante en un icono mundial. Joven, de una simpatía arrolladora, era el ejemplo perfecto del nuevo conquistador del cosmos. Siempre había sido el candidato favorito del propio Korolev. Otros compañeros suyos –de uno y otro lado- no darían una imagen tan atractiva.

Convertido en un símbolo, Gagarin nunca volvió a volar, aunque siempre formó parte del equipo de cosmonautas. Se dice que él y Alexei Leonov –otra leyenda, el primero en realizar un paseo espacial- eran los principales candidatos para pilotar la primera expedición soviética a la Luna. Él como piloto de la nave principal, Leonov para bajar a la superficie.

No sería así. Gagarin falleció en 1968 a raíz de un absurdo accidente de aviación. Aunque las circunstancias fueron un tanto confusas parece que el avión que pilotaba, un MiG-15, se desestabilizó por la onda de choque de un caza supersónico que pasó junto a él. Tenía 34 años. De no haber sufrido esa fatalidad, hoy Gagarin sería un respetable abuelito de 86, aproximadamente, la misma edad que tienen hoy los supervivientes de la promoción de astronautas que años más tarde pisaría la Luna.

Rafael Clemente es ingeniero industrial y fue el fundador y primer director del Museu de la Ciència de Barcelona (actual CosmoCaixa). Es autor de ‘Un pequeño paso para [un] hombre’ (Libros Cúpula).

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Sobre la firma

Rafael Clemente
Es ingeniero y apasionado de la divulgación científica. Especializado en temas de astronomía y exploración del cosmos, ha tenido la suerte de vivir la carrera espacial desde los tiempos del “Sputnik”. Fue fundador del Museu de la Ciència de Barcelona (hoy CosmoCaixa) y autor de cuatro libros sobre satélites artificiales y el programa Apolo.

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