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Gracias por la música: la relación creativa entre la industria de la moda y las estrellas del pop alcanza nuevas cuotas de expresión

Al calor de la actual cultura del espectáculo y el entretenimiento, una nueva estrategia comercial cambia el foco del oficio al beneficio, pero, más allá del brillo de la glamurosa frivolidad, no escapa a las dinámicas de clase y representación sociales

Pharrell Williams
El pasado verano, el cantante y productor musical Pharrell Williams debutó como director creativo de Louis Vuitton Hombre.Julien de Rosa (AFP / Getty Imag

Nadie recuerda (o quiere recordar) ya aquel momento, pero habría que rememorarlo más. Porque fue el principio de lo que le ha pasado al negocio del vestir en la última década. De lo bueno, poco. De lo malo, casi todo. Ocurría en noviembre de 2013, durante la entrevista con Kanye West en una FM que sirve hits para el área de Nueva York. “Creen que no soy consciente de mi poder. ¡No saben hasta dónde estoy dispuesto a llegar!”, atronó el rapero. Estaba promocionando la gira de su nuevo álbum, Yeezus, pero se ve que había ido a hablar de su contribución a la moda, que hasta la fecha pasaba por unas zapatillas para Nike y ropa para Margiela. Entonces contó sus múltiples intentos para ser recibido por el director ejecutivo de Louis Vuitton, pero la única respuesta fue “de una soberbia que no es de este mundo. Me dijo: ‘No entiendo la necesidad de reunirnos contigo’. Pues te voy a explicar por qué necesitas reunirte conmigo: gente de Nueva York, dejad de comprar Louis Vuitton desde ya mismo. ¿Quieres ahora reunirte conmigo?”. La llamada al boicoteo no sería para tanto, pero algo removió en la firma de lujo más popular del planeta.

Aunque el artista hoy conocido como Ye no pronunció nombre alguno, las crónicas de la época identificaron a Yves Carcelle como el ejecutivo impertinente, pero en realidad se trataría de Michael Burke. Y tiene sentido: artífice de la segunda edad de oro de la marca, Burke tramaría después la colaboración de Louis Vuitton con Supreme que desató la fiebre del street­wear en el sector del lujo, en 2017, y a continuación entronizó a su mesías, Virgil Abloh, como director creativo de la colección masculina. El puesto que West siempre había ansiado para sí. Resulta que Burke y West eran viejos conocidos. Habían coincidido en Fendi, en 2009, cuando el primero ocupaba la dirección ejecutiva de la firma romana y el segundo era becario junto a Abloh. El episodio no tiene desperdicio: el rapero estaba a punto de lanzar su primera etiqueta como diseñador, Pastelle, pero su salida de tono a costa de Taylor Swift en los premios de la MTV de aquel año le obligó a desaparecer del mapa. El proyecto de moda, en el que también estaba involucrado Abloh, se fue al garete, y ambos huyeron a Roma a pasar el trago. Cómo consiguieron colarse en la casa italiana de Karl Lagerfeld aún es un misterio. Lo que pasó después es historia.

West se alió con Adidas para crear la línea de ropa y zapatillas Yeezy. Mientras, Abloh daba al fin salida a su pulsión como diseñador para las masas al amparo del conglomerado New Guards Group, fundando Off-White, la marca que hizo de bisagra entre la subcultura juvenil urbana y el lujo. Si Pharrell Williams se sienta hoy en el trono de Louis Vuitton como su sustituto, es por él. Y un poco también por Ye. “Esto va más allá de la moda: Louis Vuitton ya es una marca de la gente”, refería el artista al conocerse su controvertido fichaje como director creativo de la división de hombre del buque insignia del grupo LVHM, el pasado febrero. Fue la culminación de aquella vieja aspiración del hip hop de conquistar uno de los espacios simbólicos del privilegio blanco, el de la representación más evidente del éxito y la riqueza. Una profecía autocumplida desde los días en que los raperos acudían a Dapper Dan, el sastre pirata de Harlem, en los ochenta.

No hay artista o banda de rap que desde entonces no haya querido extender su lírica callejera al negocio del vestir, no solo como producto de mercadotecnia. Una pretensión compartida asimismo por celebridades del pop/rock que han sabido reconocer el negocio en sus fans (véanse a Madonna o a Gwen Stefani). “Moda y música son agentes sociales sigilosos, que regulan y reflejan los roles culturales. Sirven para definir y unir a grupos de personas, son elementos esenciales en la identidad social”, explicaban Aram Sinnreich y Marissa Gluck, analistas de mercado autores del estudio Music & Fashion: The Balancing Act between Creativity and Control (2005). Se entienden así aventuras como Rocawear, que unió a Jay-Z y el tiburón discográfico Damon Dash en una revolución comercial de licencias que llegó a facturar cerca de 700 millones de euros. O el órdago a la grande de P. Diddy con Sean John, el emporio textil que levantó junto a Jeffrey Tweedy, antiguo ejecutivo de Ralph Lauren, en 1998. En mayo, Diddy reaparecía en la gala del Met no solo para homenajear a Lagerfeld, sino también para anunciar el regreso de su marca de lujo masculino, en aras del revisionismo Y2K.

De la brecha abierta por aquellos pioneros han sacado provecho figuras actuales del hip hop del alcance de Tyler, the Creator, cuya firma seminal de calado skater Golf Wang tiene una contrapartida en Golf le Fleur, línea de corte premium que acaba de lanzar su primer perfume. También está haciendo ruido Narcissist, la oscura marca de Playboi Carti. Y se siente en las colecciones de merchandising de estrellas candentes como la rapera Ice Spice, que lo mismo ejerce de icono de estilo que vende hasta tangas. En todo este tiempo, la industria de la moda no le ha quitado ojo al fenómeno. Tanto que LVMH no dudó en hacerle hueco entre sus activos a Rihanna: con Fenty, la cantante se convertía en la primera diseñadora en lanzar una firma original dentro del grupo de lujo francés, pero también en la primera mujer de color en liderarla. La colección de prêt-à-porter acabó fulminada en 2021, pero las de lencería y cosmética funcionan como un tiro. Y la de sportswear, con Puma, acaba de volver por sus fueros. Menos suerte ha tenido en estas lides Beyoncé, que vio fracasar su etiqueta de couture. Ahora se limita a colaboraciones como la que la unió a Balmain.

Este año ya se ha batido el récord de incursiones de músicos en la moda de lujo. Hemos visto a Dua Lipa en una colección con Versace y al rapero Future haciéndose cargo de Lanvin Lab, nueva línea de Lanvin. Es la penúltima maniobra para convertir productos en experiencias culturales. Una estrategia que explicaría este cambio de foco del oficio al beneficio al que se agarra hoy la moda, en su pugna por enganchar a esa generación que pasa de la exclusividad y la ostentación, tratando de generar contenidos propios que definan las narrativas de marca a partir de quienes las lideran creativamente. Lo advertía un estudio del Boston Consulting Group en 2021: los más jóvenes van moldeando sus gustos —y futuras compras— en función de los diferentes relatos que exploran durante meses en busca de inspiración en redes sociales, observando los movimientos de quienes consideran prescriptores de estilo, los ídolos del pop y los ritmos urbanos por delante de cualquier otra encarnación de la fama y fortuna. Normal que la moda no pueda dejar de dar gracias por la música.

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