En busca de olas y peces a lomos de los caballitos de totora
En las playas de Huanchaco, al norte de Perú, las antiquísimas barcas de punta erguida sirven igual para practicar surf que para pescar.
En una obra expuesta en el Museo Larco, en Lima (el museo mejor valorado de Perú), se representa a un hombre sentado en una balsa de proa curvada hacia arriba mientras transporta ante él a un guerrero vencido, muerto. La cerámica pertenece a la época de auge de la cultura mochica (del 100 al 800 después de Cristo, la que antecede a los incas). Al parecer era común realizar ese tipo de sacrificios al mar. Las sociedades agrícolas del antiguo Perú se preocupaban por entender los ciclos de la naturaleza, y encontraron en el agua una deidad y una fuente de alimentación, como demuestran las imágenes de peces que dejaron en las huacas que hoy excavan los arqueólogos.
A la entrada de Huanchaco, localidad del norte de Perú, una placa indica que esta es una reserva mundial del surf y otra homenajea al campeón mundial Benoit Clemente Rothfuss, conocido como Piccolo Clemente, surfista peruano que se dedica a la modalidad de longboard. Nada es extraño. De hecho, a una hora de aquí, en el puerto Malabrigo, se encuentra la ola izquierda más larga del mundo, donde surfistas de cualquier rincón del mundo invierten horas de peregrinación para deslizarse hasta tres minutos sobre el agua.
En la arena hay una fila de embarcaciones de proa afilada y erguida con las que todavía salen a pescar 20 familias del pueblo. Cuando veo que son los llamados caballitos de totora, se me aparece la cerámica del Museo Larco y entiendo que al ayer y al hoy los separan apenas 20 siglos.
La pesca en caballito de totora es el antecedente del surf, y Huanchaco, el bastión que une el caballito y la tabla. Carlos Ucañán, Huevito, es el último representante de la cultura viva huanchaquera que conserva la totora como herramienta de trabajo. Con ella sale a pescar para alimentar a su familia, como hicieron su bisabuelo, su abuelo y su padre. Normalmente utiliza cuatro totoras al mes. Hoy va a armar una nueva. Mientras une bloques me pide que toque una rama: “Lo ves, el interior es como una esponja, por eso flota”.
La cosecha de la totora lleva cinco años, cuando por fin crece y se seca su color verde natural, cambia al amarillo que Huevito tiene entre manos. Le hablo de la pieza del museo. “Es la misma proa que esta, eso es por la bravura del mar, la misma que entonces, y por la calidad de la ola”. Huevito nombra la calidad de la ola como lo haría un joven surfista. “Desde pequeño me gusta el caballito porque salía con mi padre. Se monta como un caballito, era mi juguete. Me adentro unos 4.000 metros y pesco hasta 60 kilos: suco, cachema, tilapia, róbalo…”.
Cuando se le pregunta la clave de su buen estado físico, sonrío y explica. “Me cuido, solo tomo ron Cartavio Selecto 5 años”. Tomo nota.
Un par de mujeres traen a sus niños para que Huevito los pasee por el mar a cambio de 20 soles. Para no quedarme a medias voy a la tienda-escuela de surf One Chaco, regentada por Tito Lescano, que provee de equipamiento a la ONG Surf Cerrito, dedicada a que los menores del pueblo en situación de pobreza aprendan a surfear. Me invita a que me ponga el traje de neopreno. Entiendo que el binomio totora-surf es imbatible, pero aunque para él el ayer y el hoy estén muy cerca, para mí están muy lejos. Descarto tablear, pero acepto un paseo con Huevito. Adentrándonos en la balsa, superando el envite de las primeras olas, le pregunto si no le sería más fácil una lancha con motor. Como el niño que aprendió a jugar con su padre, dice: “No. Por nada del mundo, yo solo entro en mi caballito, mi caballito…”
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