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Paloma Picasso se confiesa con Nuccio Ordine

La hija de Pablo Picasso y Françoise Gilot conversa con el escritor y pensador italiano sobre su faceta de diseñadora de joyas, la infancia junto a su padre y las genialidades y manías del creador de ‘Las señoritas de Aviñón’.

Paloma Picasso, fotografiada durante su visita en primavera a la Universidad de Calabria, en Cosenza.
Paloma Picasso, fotografiada durante su visita en primavera a la Universidad de Calabria, en Cosenza. Ángela Suárez
Nuccio Ordine

Esta entrevista es la fiel transcripción de una conversación que mantuve con Paloma Picasso el 24 de mayo en la Universidad de Calabria. Un aula repleta de estudiantes, curiosos por conocer el itinerario artístico de la famosa diseñadora de joyas y, al mismo tiempo, deseosos de escuchar la historia de los años vividos junto a su padre, Pablo Picasso. A Paloma no le gusta hablar de sí misma ni de su familia. Es muy celosa de su vida íntima y afectiva. Pero su renuencia cedió ante la llamada de la amistad. Nos conocimos hace años en Sérifos (Grecia), gracias a una amiga en común de Atenas, Maria Embiricos, amante del arte y la cultura. Desde entonces, no nos hemos perdido de vista. En estas páginas es posible encontrar un testimonio de cómo la vida de una hija puede haber estado marcada, para bien o para mal, por la presencia imponente de un padre famoso.

Empecemos por tu relación personal con el arte. ¿De pequeña te gustaba dibujar?

¡Claro! De pequeña, igual que mi hermano Claude, dibujaba mucho. Mi madre intentaba atenuar las expectativas de quienes nos observaban diciendo que, a su manera, todos los niños dibujan. Sabía muy bien que la gente, al vernos con un papel y un lápiz, esperaba de nosotros un futuro de artistas. No era fácil vivir en una casa con papá Pablo y mamá Françoise siempre con el pincel en la mano. Así que a los 15 años me angustiaba medirme con la pintura: la fama de Picasso y su fuerte personalidad me impedían acercarme a la paleta. Necesitaba encontrar mi camino. Y luego, gracias a las joyas, entré por primera vez en el mundo del arte…

Me parece que tu primer éxito nació entre los desechos del Mercado de las Pulgas de París…

A principios de la década de 1970 trabajaba en París como asistente del escenógrafo Luc Simon. Me pidieron que buscara un gran collar para la famosa actriz y cantante Barbara. En las tiendas especializadas no encontré nada realmente interesante. Así que, rebuscando entre los puestos del Marché aux Puces [Mercado de las Pulgas], compré terciopelo negro y diamantes falsos. En un artículo sobre el espectáculo apareció una línea dedicada a las creaciones de Paloma Picasso. Sabía que, si no hubiera sido la hija de Pablo, me habrían ignorado. Pero esa oportunidad fue preciosa: de hecho, al poco tiempo, un amigo mío me hizo saber que había nacido en París una escuela para aprender a crear joyas: ahí tuve la oportunidad de diseñar y hacer joyas. Había encontrado un camino personal para expresarme.

¿Cómo llegaste a colaborar con la prestigiosa joyería Tiffany?

Por casualidad. En Venecia había conocido a un pintor que tenía una tienda de Saint Laurent, de quien luego me hice amiga. Al cabo de unos años, se fue a vivir a Nueva York. Y allí lo contrataron en Tiffany como director artístico. Precisamente en ese momento, la empresa buscaba un nuevo diseñador. Invitaron a cuatro o cinco personas para una entrevista, incluyéndome a mí. Y, para mi gran alegría, la elección recayó en mí.

¿Fue entonces cuando comenzaste a combinar elementos del arte urbano con el diseño de joyas?

Me encantan las cosas fuertes, grandes y coloridas. Sin embargo, engastarlas en joyas auténticas se convirtió en un grave problema debido a su excesivo coste. Comprendí que podía crear joyas muy hermosas, pero poco vendibles. Por eso era necesario pensar en algo más fácil. En Nueva York, en aquellos años, el arte urbano estaba muy extendido, aunque recibía críticas porque ensuciaba las paredes. Lancé un desafío: transformar lo que se consideraba “negativo” en “positivo” mediante la inclusión de elementos artístico-visuales de este arte popular en el diseño de joyas elaboradas con oro y diamantes.

Después recorriste nuevos caminos con el lanzamiento de tu perfume para L’Oréal… Me parece que, inconscientemente, tu experiencia se inspira en uno de los principios fundamentales que caracterizaron la poética de Pablo Picasso: para ser un verdadero artista hay que experimentar en los campos más diversos.

Probablemente fue así. En esos años, todos los amigos a los que frecuentaba, desde Yves Saint Laurent hasta Karl Lagerfeld, estaban creando su propio perfume. Pensé en hacer uno yo también. Pero mi abuelo materno ya se había afirmado en el mundo de las fragancias. De hecho, de pequeña solía entrar en Lafayette para visitar el departamento Gilot (en aquella época solo tenía el apellido Gilot, Ruiz Picasso llegó más tarde). Lamentablemente, cuando más tarde creé el perfume Paloma Picasso, mi abuelo ya había muerto, pero mi abuela vio en mí la continuación de la tradición familiar.

Paloma Picasso, retratada por Andy Warhol en 1973.
Paloma Picasso, retratada por Andy Warhol en 1973.Andy Warhol (© 2022 The Andy Warhol Foundation for the Visual Arts; Inc. / VEGAP. De la reproducción digital © Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía).

¿Qué ocurría, durante tu estancia en Nueva York, en las noches del mítico Studio 54, un antiguo teatro de ópera transformado en discoteca de moda, símbolo de la transgresión y la cultura underground de la Gran Manzana?

Yo era la invitada más joven. Iba con Andy Warhol, que tenía una intensa vida de relaciones sociales, entre cócteles, cenas y veladas en los clubes nocturnos. También dirigía la influyente revista Interview, dedicada a promocionar el cine de autor frente a la producción de Hollywood. Conocía a gente rica y famosa, distinta del cenáculo que frecuentaba, para intentar vender sus retratos. En Studio 54 circulaba mucha droga, pero ni Warhol ni yo la tomábamos; nos divertíamos igual. Pero a Warhol le gustaba la gente eufórica que, al excitarse, perdía el control. A pesar de haberse librado de morir por las agresiones, le seguía gustando la “locura” pero, al mismo tiempo, le asustaba…

Retomemos el hilo de los recuerdos de infancia. ¿Tu padre te animaba a dibujar?

Fumaba mucho, casi un cigarrillo tras otro. Y cuando acababa el paquete lo deshacía y con los pedazos de cartón creaba personajes diminutos. Así, mientras él pintaba, yo coloreaba las figuritas. Recuerdo con emoción esas horas que pasábamos juntos: él con el pincel y yo con los lápices de colores en la mano. Una atmósfera mágica, dominada por el silencio. Pablo me dejaba quedarme con él porque era una niña tranquila, que no le molestaba.

Recuerdo con emoción las horas que pasábamos juntos, él con un pincel y yo con los lápices de colores

¿Cómo era un día típico en casa de Picasso?

Claude y yo lo veíamos sobre todo en vacaciones. Las de verano eran las más largas. Durante el año vivíamos en París con nuestra madre y en verano íbamos al sur, a las casas de Cannes y Mougins. Dos meses y medio siempre juntos. Por la mañana iba de compras con Claude y Catherine, la hija de Jacqueline Roque. Pablo se despertaba más tarde: a las once de la mañana desayunaba en la cama y, mientras tanto, leía el correo. Las sábanas estaban cubiertas de cartas enviadas desde todos los rincones del mundo. Pero, detalle extraordinario, muchos sobres no tenían dirección, solo ponía “Para Pablo Picasso, Francia”. Eran tantas que no podía contestarlas todas. Por eso contrató también a una secretaria española que luego las archivaba. Papá nunca tiraba nada.

¿Y qué recuerdas de tu madre, Françoise Gilot, también pintora?

Mamá entendió que Claude y yo corríamos el riesgo de terminar odiando el arte. Nos llevaba a los museos, pero siempre con mucha cautela. Cuando pintaba, para no imponer su obra a nuestra atención, cerraba la puerta. Pero yo, sin que me viera, la espiaba desde el balcón. Estaba muy orgullosa de tener una madre tan creativa. Y, probablemente, nunca habría querido a una madre dedicada a hacer tartas de manzana. Su creatividad también se expresaba en la invención de historias. Pienso en el cuento de una niña que, jugando con su hermano, se convierte en esfinge: la había titulado Paloma Sphynx. Una forma de aludir a mi carácter: yo era muy callada en casa, mientras que en la escuela hablaba demasiado. Por supuesto, admiraba a papá (que era admirado por todos). Pero sentía una admiración especial por mi madre, una “complicidad” que se ha mantenido intacta a lo largo del tiempo. El 26 de noviembre cumplirá 101 años…

¿Cómo se acogía en el colegio a la hija de Pablo ­Picasso?

Para mí no fue fácil, por culpa de los malos maestros. Recuerdo a uno que enseñaba latín y francés. Ocho horas a la semana, sin perder nunca la oportunidad de lanzarme indirectas contra papá. Odiaba a Pablo y trataba por todos los medios de hablar mal de él. Un día, mientras traducíamos un pasaje de Julio César sobre una batalla, se empeñó en precisar que el enfrentamiento tuvo lugar cerca del castillo de Vauvenargues, cuyos muros fueron pintados siglos después por un pintor vagabundo. Hablaba de mi padre. Eso fue el colmo. Pero no protesté, ni en clase ni en privado ante el director de la escuela. A la vuelta de las vacaciones de Semana Santa, me enteré de que el profesor había fallecido, atropellado por un coche. El odio no me impidió lamentarlo. Afortunadamente, como nunca le deseé la muerte, no tuve sentimientos de culpa. Al fin y al cabo, nomen omen, me habían llamado Paloma, símbolo de la paz…

Precisamente en 1949, con motivo del Congreso Mundial de la Paz y de tu nacimiento, Picasso dibujó la famosa Paloma de la paz, que más tarde se convertiría en el símbolo universal de la paz.

El dibujo original se encuentra ahora en el Museo de Arte Moderno de París. Es cierto que los nombres condicionan la existencia de quien los recibe. Esa Paloma forma parte de mí y de mi vida, hasta el punto de que yo también he diseñado una para Tiffany, como decoración navideña.

Paloma Picasso, en la película 'Cuentos inmorales' de Valerian Borowczyc (1973).
Paloma Picasso, en la película 'Cuentos inmorales' de Valerian Borowczyc (1973).Argos Films (Argos Films)

Hay varios retratos de Paloma de mano de Pablo Picasso. Pequeñas madeleines que evocan la ternura de la infancia.

Es verdad. Paloma à l’orange, por ejemplo, aunque yo era muy pequeña, lo recuerdo bien. Durante años me han dicho: “Qué suerte haber sido retratada por Picasso”. Pero pensaba que este supuesto privilegio era “normal”. De Paloma en bleu nunca podré olvidar el pececito que me habían regalado, quizá por un cumpleaños. Y luego las escenas familiares: los cuadros en los que Claude y yo estamos pintados con mi madre. Preciosos momentos de nuestra vida fijados en el lienzo.

Picasso, muy a menudo, utilizaba para sus obras materiales desechados.

Y tanto… Claude, de hecho, pagó el precio más alto. Papá recibía muchas visitas. Y una vez a mi hermano le regalaron dos coches de juguete. Pero Claude, devorado por la curiosidad, desmontaba los juguetes. Entonces, cuando Pablo vio los restos de los dos coches, pensó que eran perfectos para construir una babuina. A mi hermano no le gustó nada la idea. Y papá, con gran ironía, respondió: “Tú los has destruido y yo, en cambio, los he transformado en una maravillosa obra de arte”.

Creo que Chèvre también está hecho de materiales desechados en una de las calles de Vallauris.

Es cierto. Papá se encontró en la calle algunos objetos abandonados y enseguida se imaginó una cabra: la cesta de mimbre para la tripa, las hojas de palma para la cabeza y el hombro, y algunos restos de cerámica para las ubres, amalgamados con yeso y metal. Pero durante mucho tiempo vivió en casa con nosotros una cabra real…

Picasso, como un rey Midas, transformaba los desechos en arte. Ese fue también el caso de la famosa Cabeza de toro. Un tema muy querido por sus relaciones con España y con la mitología griega.

La cabeza de toro surgió del manillar y el asiento de una vieja bicicleta. No era un toro cualquiera, sino un toro que más toro imposible. Le fascinaba la tauromaquia, la consideraba como una ritualización muy particular de la muerte. En las corridas, los toreros le ofrecían el capote o le dedicaban la faena. En la familia, sin embargo, mi hermano no era la única víctima. Una vez me regalaron un par de zapatillas blancas de lona, y yo, feliz y orgullosa, se las enseñé a papá. Las cogió y comenzó a dibujar sobre ellas: comprendí que las había perdido para siempre.

Hablando de toros, uno de los más famosos está pintado en el Guernica. Esta obra maestra fue compuesta en poco tiempo en París, con motivo de la Exposición Universal de 1937. Picasso ya estaba pensando en un tema para el pabellón español, pero la inspiración tomó forma inmediatamente el 26 de abril de 1937, tras el bombardeo de Gernika.

Es un cuadro enorme que hizo en la casa de la Rue des Grands-Augustins. El lienzo era tan grande que fue muy difícil conseguir que entrara en el piso. Es una obra sobre la que se ha discutido muchísimo y sobre la que nosotros mismos hemos hablado en familia. Muchos cuestionaron la elección del blanco y negro. Hubo muchas respuestas, pero creo que influyó el reportaje en blanco y negro que había visto en los periódicos de la época. Papá pintó muchos cuadros en blanco y negro. Hace unos 15 años, en el Guggenheim de Nueva York, se reunieron muchos para una exposición. Papá podía contar una historia en blanco y negro, sin necesidad de recurrir a colores más fuertes…

Paloma Picasso y Nuccio Ordine, en la Universidad de Calabria (Italia).
Paloma Picasso y Nuccio Ordine, en la Universidad de Calabria (Italia).Ángela Suárez

Ocho años después de la muerte de Picasso, en 1981, el Guernica volvió desde el MoMA de Nueva York a España, donde más tarde, tras quedar instalado en el Prado, encontró su espacio definitivo en el Museo Reina Sofía de Madrid. El cuadro ya había asumido un valor universal como símbolo de la lucha contra la barbarie de la guerra. Se cuentan muchas anécdotas, en las que aflora su humor irreverente…

Era un rasgo peculiar de su carácter. La anécdota más famosa sobre el Guernica se refiere a unos funcionarios o diplomáticos nazis que, al ver la reproducción del cuadro, le preguntaron si lo había hecho él. Y papá respondió: “No, lo habéis hecho vosotros”. También hubo otro choque con la muerte de Stalin: Pablo lo pintó joven y enfureció a los líderes del Partido Comunista. Pero para él, el verdadero Stalin era el de los ideales de la primera juventud. Papá creía de verdad en la paz y la libertad de los pueblos. La historia del Guernica también ha dejado huella en mí. Durante años busqué el piso ideal en París y al final lo encontré exactamente enfrente de la casa donde Pablo lo había pintado.

Un cuadro que también inspiró a muchos músicos y poetas…

Desde luego. Pienso en Paul Éluard, un gran amigo de mi padre, que escribió un poema en caliente, La victoria de Guernica, que luego fue musicalizado por Luigi Nono. Nuestra casa siempre estaba llena de escritores, artistas, poetas. Claude, por ejemplo, tuvo la suerte de frecuentar a Matisse, a quien consideraba un abuelo. Y aunque ya era muy anciano, seguía haciendo maravillosos découpages, pintando con colores muy fuertes trozos de papel que luego recortaba para pegarlos en la pared. Esas, para mí, eran las obras más bonitas de Matisse. Claude se sentía tan atraído por él —de hecho, estaba convencido de que entrar en la habitación de Matisse significaba vivir en un cuadro— que de niño firmaba también él H. M. Y a veces, cuando alababa a Matisse en casa, papá se enfadaba y le preguntaba: “¿Y yo qué?”. Pero Claude, sin miedo, respondía que Henri era “un verdadero pintor”.

¿Y qué otros amigos frecuentaban la casa de Picasso?

Jean Cocteau, por ejemplo, nos quería mucho, porque le fascinaba la curiosidad de los niños, sus ganas de descubrir y saber cosas. Y también Jacques Prévert, que a menudo nos leía sus poemas. La nuestra era una vida mágica, en la que el arte, en sus múltiples expresiones, formaba parte de la cotidianidad. Muchos de estos amigos de papá eran como tíos para nosotros. Los veíamos sobre todo en verano, porque a Pablo le encantaba el mar y pasaba mucho tiempo charlando en la playa.

¿Alguna vez hablabas español con tu padre?

Papá tenía un horrible acento español, mientras que mamá no lo hablaba. Por tanto, en la familia, el idioma de comunicación era el francés. Aunque frecuentaban nuestra casa muchos amigos españoles, papá siempre charlaba con ellos en francés. Pero en las corridas las cosas eran diferentes. Cuando los matadores acudían a homenajearlo, respondía en español. Y una vez me obligó a hacerlo, para dar las gracias al torero que se había dirigido a mí directamente.

Uno de los aspectos interesantes de la poética de Picasso es su capacidad para medirse con los mitos clásicos y con el arte antiguo ibérico y africano. Entre otras cosas, sus reescrituras también afectaban a obras maestras como Las meninas de Velázquez.

Para él, ser moderno también significaba conocer el pasado. Contrariamente a lo que se cree hoy —la falsa idea de que la verdadera modernidad consiste en mirar solo al presente y al futuro—, papá estaba convencido de que el pasado se podía “reescribir”, siempre que se estudiara y se conociera. Es difícil imaginar lo “nuevo” sin dominar lo que le precede.

A él no le gustaba hacer siempre lo mismo. Estaba en contra de la repetición pasiva de las reglas. ¿Por estas razones era un rebelde en la escuela?

Sí, no le gustaban las limitaciones de la escuela. Él solo quería dibujar a su manera. Mi abuelo paterno era profesor de pintura en una academia, primero en Málaga y luego en A Coruña y, por último, cuando mi padre tenía 15 años, en Barcelona, la ciudad más moderna de España, una ciudad que en ese momento miraba a París y no a Madrid. Allí papá asistió al Instituto de Bellas Artes. Era muy joven y sus amigos, algunos ligados a las vanguardias, eran mucho mayores que él. Así que, cuando decidieron ir a París para la gran feria de 1900, papá los siguió. Y tras una serie de viajes de ida y vuelta, se instaló definitivamente en la capital francesa.

Tu hermano Claude me ha contado que en todos los rincones del mundo hay alguien que utiliza el nombre de Picasso con fines comerciales…

Es un asunto complicado: tuvimos que crear una estructura legal al efecto para protegerlo. Nos hemos visto obligados a controlar todos los usos comerciales. Era necesario defender su nombre del libre albedrío de empresarios y empresas. En Oriente, donde no existen los derechos de autor y muchas veces no se respetan los contratos, hemos tenido muchísimas dificultades.

Otro gran problema es el de las atribuciones y las falsificaciones. Casi todos los años aparecen muchas obras nuevas de Picasso.

Esta es la otra misión de nuestra Picasso-Authentification. Certificar, con estudios minuciosos, la autenticidad de las obras. Capítulo aparte merecen algunos casos llamativos. Pienso en el descubrimiento de una serie de dibujos que luego salieron a la luz en casa de un electricista y de su primo chófer. No se trataba de regalos, como ellos pretendían, sino de robos: papá nunca regalaba nada sin una dedicatoria. Por otro lado, cuando se descubren falsificaciones, el objetivo es destruirlas. De 100 supuestas obras enviadas a Claude para verificar su autenticidad, 98 son falsas. Con el tiempo, mi hermano ha adquirido una gran experiencia que nos permite reconocer las técnicas de los distintos falsificadores.

¿Cómo vives ahora la proximidad del cincuentenario de su muerte?

¿Qué puedo decir? Echo mucho de menos a papá y siento que está a mi lado en cada momento de mi vida. Yo soy parte de él y él es parte de mí. El apellido Picasso ha marcado y condicionado mi existencia. Y un aniversario no cambia esta percepción. Es más, la idea de que durante todo un año hablaremos de él me inquieta un poco. Siempre he querido disfrutar de mi padre y de mi madre en la intimidad.

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