Un Picasso crepuscular en la Costa Azul
El Mediterráneo del sur de Francia fue el hogar del artista durante las últimas décadas de su vida. Allí descubrió la cerámica, recuperó su afición por los toros, pintó con sus hijos, se enamoró, se desenamoró y siguió reinventándose hasta el final. Sigue allí, enterrado en lo alto de una cima, en un castillo que aparece solitario. Un periplo por la geografía y biografía del Picasso crepuscular.
Corre 1973. Picasso tiene 91 años. Está a punto de morir. Trabaja en su última muestra encerrado en Mougins, montaña arriba sobre la bahía de Cannes. Pinta como un niño, con urgencia, despreciando cualquier pudor —retrata a Jacqueline orinando—. Está luchando contra la muerte y, a la vez, preparando un legado: va a dejar confusión.
El monumental Palacio de los Papas de Aviñón es el mayor edificio gótico de Europa. Allí se celebraron los cónclaves que eligieron a seis papas rebeldes. Nunca había acogido exposiciones. Pero Picasso clava sus lienzos sobre la piedra de sillería en 1970 y vuelve a hacerlo en mayo de 1973. Hoy las paredes de la Capilla de los Papas muestran, forradas, la obra de Sebastião Salgado. Pero el 23 de mayo de 1973 se inaugura la muestra póstuma del autor del Guernica en casa de Benedicto XII y los papas que plantaron cara al Vaticano. Son 201 obras que resumen al último Picasso, un tipo que no dejó de reinventar la pintura. Un artista capaz de pintar varios lienzos al día.
Es arte insumiso. Deja a la crítica boquiabierta. El historiador Douglas Cooper describe “garabatos incoherentes hechos por un hombre frenético en la antesala de la muerte”. El mítico crítico de Time Robert Hughes viaja de Nueva York para reseñar: “Será un éxito. Son los últimos picassos. Son también los peores. Uno llega para homenajearlo y sale avergonzado”. Sin embargo, Michel Conil Lacoste escribe en Le Monde: “Picasso siempre cultivó al actor que llevaba dentro; sin embargo, las candilejas de su última actuación en Aviñón lo muestran mejor que nunca”. La polémica está servida. Picasso ha hecho lo que quería, ha ido más allá. Ha dejado a la crítica enfrentada. Es su legado. Una década después, el Pompidou y la Tate se ponen de acuerdo: en esos últimos trabajos, en apariencia infantiles, leen libertad.
Hoy Aviñón sigue viviendo en torno al micromundo que es el monumental palacio que acoge su festival de teatro. Los grupos de turistas mantienen la economía de esta ciudad amurallada junto al Ródano. Pero cuando se inauguró esa muestra póstuma, Picasso ya llevaba 28 años junto al Mediterráneo francés. Los años del reconocimiento en los que no dejó de buscar. También aquí, la vida del pintor malagueño fue un laberinto de lugares, creatividad y visceralidad en el que se sucedieron estilos artísticos, amigos, mujeres, hijos y miedo a la muerte. “Cuando cambia de mujer, cambia todo”, resumió la fotógrafa Dora Maar. Es cierto que sus casas revelan tanto su relación con sus parejas, su huida de la prensa o la búsqueda de la naturaleza como su necesidad de sentirse aislado y rodeado a la vez. Esa contradicción dibuja la ruta de sus mudanzas por el sur de Francia durante sus tres últimas décadas.
En 1936 Picasso conoció a Dora Maar en el café Les Deux Magots de París. Ella lo había visto mientras fotografiaba el rodaje de Jean Renoir El crimen del señor Lange y, obsesionada, lo buscó en los cafés. Entró con Paul Éluard. Maar se distraía clavando una navaja entre sus dedos. Se rozó y sangró. Picasso se levantó y le pidió el guante. Ella contestó que podía tener la mano. Se inició así una relación que se sumaba a las que mantenía con su mujer, la bailarina ucrania Olga Khokhlova —que conoció cuando él era pobre y ella bailaba en los ballets de Diághilev y de la que nunca quiso divorciarse para no compartir su fortuna—, y con Marie-Thérèse Walter, la chiquilla de 17 años que detuvo cuando salía de la Galerías Lafayette. Olga tenía a Paulo. Marie-Thérèse acababa de parir a Maya. Y un Picasso de 55 años se llevó a Maar, de 29, a Cannes, en la Costa Azul. Sol, playa y amigos. Las mejores fotos de Nusch y Paul Éluard las sacó Maar.
Cuando el Gobierno de la República le encargó un lienzo para el pabellón de la Exposición Internacional de París —que habían diseñado Sert y Lacasa—, Maar le habló de la masacre de cientos de civiles en Gernika. Él la pintó. Ella lo retrató pintándola. La pasión duró 10 años, hasta que, deslumbrado por la belleza de Françoise Gilot, el pintor se acercó a ofrecerle un cuenco de cerezas y Dora comprendió que era el fin. Pero no adelantemos acontecimientos. El escenario picassiano de Maar es Antibes: el puerto, la playa de Juan-les-Pins. Picasso necesitaba espacio para trabajar y le cedieron lo mejor que tenían: el castillo Grimaldi. Hoy su rostro fulmina, con un solo ojo, desde el edificio convertido en Museo Picasso. Su interior expone el artista más sencillo. También las cerámicas que haría en Vallauris, en la época Gilot. Antibes es tan hermoso como el pueblo de pescadores que Picasso y Maar encontraron, pero irreal como una pesadilla: solo hay galerías y restaurantes. Ni una carnicería ni una peluquería.
En cambio, no parece haber pasado el tiempo en Ménerbes, a 50 kilómetros de Aviñón. Allí no hay huellas de Picasso, pero Dora Maar tiene una calle. Y tuvo una casona con un jardín infinito que pintó todos los veranos, hasta que murió en 1997. Hoy es un refugio para escritores. Visitarlo cuesta 10 euros. La vista no tiene precio. Y el paisaje… El paisaje parece una lección de Patinir: un primer plano marrón, de piedra; luego un damero de campos verdes, los montes del Luberon forrados de abetos y pinos, y la cresta azulada casi blanca de la Sainte-Victoire fundiéndose con el cielo. La mitomanía picassiana asegura que esa casa fue un regalo de ruptura. En la puerta está escrito que Maar la compró con el dinero que obtuvo por la venta de un lienzo que le regaló Picasso. Hace dos domingos, allí solo había 10 personas. En la plaza de l’Horloge, el número 29 está en venta: “Pregunten en el Ayuntamiento”. Si tienen un dibujo de Picasso, igual pueden hacer un trueque.
Con vistas a la bahía de Cannes, Vallauris es el lugar de la cerámica de Picasso. Y territorio Françoise Gilot. La madre de Claude y Paloma fue la única mujer que abandonó al pintor. Tenía 21 años y él 61 cuando lo convenció para que dejara de peinarse el pelo sobre la calva. Apareció entonces el Picasso del pecho descubierto. En 1944 Françoise se baña en biquini para la eternidad. Gracias a los retratos de Robert Capa vemos cómo Picasso cubre su paseo con una sombrilla como quien acompaña a una reina.
Gilot era pintora cuando lo conoció. Crio a Claude y Paloma en La Galloise, una casa de pueblo perdida en un laberinto de carreteras comarcales en la cima de Vallauris. Estaba escondida tras un garaje que ostentaba un cartel: “Aquí vive madame Boissère. Aquí no vive monsieur Picasso”. Como a Picasso le faltaba espacio, trabajó en la alfarería de los Madoura —donde había comenzado a hacer cerámicas y donde no tardarían en llegar Chagall o Matisse para sumarse al trabajo con barro—. El atelier de Suzanne Ramié en la calle de Jean Gerbino pertenece ahora al Ayuntamiento. Está descuidado. Picasso lo utilizó hasta que compró una antigua fábrica de perfume abandonada, Le Fournas, donde cabía todo. “Me he convertido en un trapero”, le contó a uno de sus biógrafos, John Richardson, admirado ante una cabra hecha con lo que encontraba por la calle “más real que una cabra”. Hoy no hay resto de la fábrica. Aunque sí talleres de ceramistas. Y el Chemin Fournas se llama Pablo Picasso.
Aunque el museo de cerámica de Vallauris lleva el nombre del pintor italiano Alberto Magnelli, son los ojos, solo los ojos, del malagueño los que anuncian el lugar. En el interior conviven algunas de las casi 8.000 cerámicas que llegó a hornear, con forma de búho o de mujer con los brazos en jarra, y la capilla Guerra y Paz, “una respuesta a la capilla del Rosario que Matisse había inaugurado el año anterior, 1951, en Saint-Paul-de-Vence”, cuenta Richardson en sus memorias. Los vídeos lo muestran llenando jarrones de caras y platos con la imagen de Don Quijote y Sancho. Es una época feliz de toros en Arlés y Nimes con Cocteau, Lucía Bosé, Antonio Ordóñez o Dominguín. De mesas infinitas en los restaurantes. “Seremos un picasso y 30 picasettes”, dice en el documental que Maya filmó sobre su padre. Era Paulo Picasso, su único hijo legítimo, quien, con una conmovedora mezcla de “lealtad, discreción y dignidad”, le hacía de chófer. Conducía el Hispano-Suiza que llegaba hasta Arlés, Nimes o a citas con otras mujeres.
Esa felicidad duró una década. Una mañana apareció Jacqueline, callada y discreta, en el taller Madoura. Abandonada por su padre cuando tenía tres años y criada en una estrecha portería de los Campos Elíseos, se había casado con 19 años para irse a África. Tuvo una hija, Catherine Hutin. Pero, separada, Suzanne Ramié le dio trabajo. Picasso tenía 72 años, ella 26. Él dibujó una paloma con tiza en su casa. Y puso en marcha el mecanismo del cortejo: una rosa diaria hasta que comenzó a vivir con ella. Y entonces, claro, llegó la mudanza. Con 15 habitaciones y amplísimos y frondosos jardines, La Californie, en Cannes, es tal vez la vivienda más conocida del pintor. Allí aparece bailando con Jacqueline, pintando, recibiendo a la flor y nata del mundo del arte en calzoncillos. Casi siempre con un pincel. Siempre con un cigarrillo en la mano en las fotografías de David Douglas Duncan. La fiesta duró hasta que Picasso decidió que necesitaba más silencio y trató de encerrarse en el castillo de Vauvenargues. Marina Picasso, la hija de Paulo, vendió La Californie en 2017. Hoy se llama Pavillon de Flore.
Muerta Olga, Picasso tardó seis años en casarse con Jacqueline. Corría 1961. Tres años después, Gilot escribió Vida con Picasso. Vendió más de un millón de ejemplares. El dinero fue para Claude y Paloma. Pero Picasso les retiró la palabra. Ya no les habló más. Sin embargo, en los diferentes museos Picasso —el de Antibes o el de París—, esos niños todavía juegan con Maya, se abrazan, dibujan con su padre en la arena. Todo eso también ocurrió. Está muy documentado. Mucho más que las disputas, los desprecios o las ansiedades.
Pablo Picasso está enterrado en un castillo. Él, que retrató prostitutas, convivió con la cabra Esmeralda y vivió con austeridad, compró el Château de Vauvenargues en 1958. Buscaba silencio. Lo encontró en las huellas de su admirado Cézanne y el monte que no se cansó de retratar. Telefoneó a Daniel-Henry Kahnweiler, que era su marchante desde 1912, y anunció:
—Me he comprado la Sainte-Victoire.
—Felicidades. ¿Cuál? —respondió Kahnweiler.
—La de verdad.
¿Quién se compra un castillo para abandonarlo dos años después? Picasso fue el artista más caro de la segunda parte del siglo XX. Se hizo traer allí los lienzos que almacenaban los bancos parisienses y las esculturas de bronce. Brassaï cuenta en sus memorias que enseñó a sus hijos a mear contra ellas para darles una pátina desconocida. En la que iba a ser su última residencia, Picasso retrató a Jacqueline de Vauvenargues. Pero, nobleza obliga, el frío y la soledad se tornaron peores que el asedio de los periodistas. Vauvenargues solo tiene una calle, un restaurante y un café. Y nada, salvo una ensalada llamada “del artista”, lo recuerda hoy. Al contrario que Antibes, aquí no hay souvenirs ni procesiones de turistas.
Tal vez porque, aunque lo llamen la Provenza Verde, el clima de montaña es menos cálido, Picasso buscó de nuevo una casa. Su última morada está de vuelta en Cannes, en Mougins. Escondida junto a la capilla de Notre-Dame-de-Vie. De piedra, con arcos y una larga piscina, la vivienda es sencilla y lujosa: 15 habitaciones, bodega para 5.000 botellas, 33.000 metros cuadrados de un jardín hoy descuidado. “Aquí ha estado hasta Winston Churchill. No visitando a Picasso, sino a la familia Guinness que es a quienes se la compró”. Lo cuenta el matrimonio Chassel, que ha llegado hasta la capilla atravesando el bosque con su perro. Explican que allí no se acerca nadie. “Salvo los chinos que aparecen en autocares. Pero el guía no sabe que aquí abajo hay un laberinto de la época de los romanos”. “Antes de que se divorciaran los alemanes había cinco jardineros”, continúa Raymond Chassel, un francés criado en Nueva Delhi que describe al matrimonio que compró la casa hace siete años. Allí vivió Picasso su última década. Allí murió, el 8 de abril de 1973. Y allí quiso quedarse, en ese jardín hoy descuidado. Como no fue posible, está enterrado donde no quiso vivir, en el castillo de Vauvenargues.
Cuesta poco imaginarse a Jacqueline Roque recorriendo, cada día 8 del mes, las estrechas carreteras bordeadas de castaños que conducen hasta esa aldea, en la ladera de la Sainte-Victoire, para acercarse hasta el montículo bajo el que está enterrado Picasso, en el jardín del château. No cuesta porque nada parece haber cambiado en 50 años. El camino es tan estrecho que hay que detenerse si viene alguien de frente. La carretera, tan vacía que parece privada, culmina en una cima donde aparece, majestuoso y dolorosamente solitario, el castillo. Deja claro que a Picasso le gustaba vivir en las cimas.
De camino, en Pourrières, hay un Chemin Picasso, uno Matisse y uno Cézanne, ya ascendiendo la Sainte-Victoire. Hay muchas curvas y una las ve allí como un tributo a la naturaleza: ponen su conservación por delante de la velocidad de nuestros desplazamientos. El castillo o la tumba de Picasso no se visitan. Ocasionalmente lo abre Catherine Hutin, la hija del primer matrimonio de Jacqueline. Otra paradoja: la hija de quien se negó a que los hijos “ilegítimos de Picasso” —la mayoría: Maya, Paloma y Claude— accedieran a la fortuna de su padre custodia ahora su tumba. Y la de la propia Jacqueline. En 1986 se atravesó la cabeza con un tiro. Hoy está enterrada junto a su amor, bajo un montículo de hierba.
Mediterráneo en Antibes, apasionado por la cerámica en Vallauris, poderoso en La Californie, festivo en Arlés, recogido en Mougins, incorregible en Aviñón y solitario en Vauvenargues, la Costa Azul retrata a Picasso tanto como lo celebra o lo ha olvidado. Su ruta tiene hoy una desigual presencia del pintor que aflora donde hay mar, calor y fiesta, y desaparece donde impera la tranquilidad y el silencio.
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