Ni una paella más
Hasta las canciones de Machín deben de estar ya digitalizadas, lo mismo que el canto gregoriano de los monjes de Silos y las arias de los Tres Tenores. Se digitalizó todo el cine anterior a internet y se digitalizaron los periódicos, a cuyos archivos podemos acceder con un par de clics en el ratón del ordenador.
Se digitalizó la historia de la literatura y de la fotografía y se digitalizaron los cuadros de El Bosco y de Velázquez y de Picasso, entre otros muchos. El mundo, en fin, lleva años en proceso de digitalización, pero no acabamos nunca porque el mundo es inabarcable: está lleno de mares y de ríos y de desiertos y de variedades casi infinitas de floras y de faunas, por no hablar de los objetos inventados por el hombre (y por la mujer, claro: el genérico tiene sus limitaciones). Ahora, el señor de la roca se está digitalizando a sí mismo gracias a su teléfono inteligente.
He oído hablar de un colchón en cuyo interior hay unos sensores que envían al fabricante información sobre las posturas en las que dormimos. El otro día vinieron a comer unos amigos y uno de ellos digitalizó la paella para sacarla en Instagram. Significa que en esta tarea de digitalización de la realidad analógica participamos todos sin querer, pero sólo unos pocos cobran por ello. Digo yo que, dado que el móvil es la herramienta de digitalización por antonomasia (signifique lo que signifique antonomasia), nos lo deberían regalar. Pero los mismos que nos lo cobran se aprovechan de cuanto hacemos con él para obtener datos con los que luego trafican. O sea, que ni una paella mía más en las redes.
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