El mudo acantilado de la muerte
Columna de Juan José Millás.
No se pierdan la curiosidad con la que los vivos observan a los muertos. Hay algo en ellos, en los muertos, en su pasividad, en su quietud, en su no importarles ya nada de lo que sucede en este perro mundo, que nos produce una extrañeza y tal vez una envidia muy profundas. No hay nada en los muertos, excepto su brutal indiferencia por quienes los miramos. Podríamos asegurar incluso que son mortalmente aburridos. Pero si nos sentáramos con ellos a una mesa, los vigilaríamos continuamente para comprobar que no parpadean, que no tosen, que no despegan los labios para pronunciar una sílaba. En cambio, nos sentamos todos los días de la vida frente a seres vivos que no paran de hablar, ni de toser, ni de moverse y apenas les prestamos atención.
Nos hastían los vivos, esa es la verdad, nos fatiga la cantidad inútil de energía que despliegan donde quiera que vayan. Las personas vivas apenas se miran unas a otras en el metro, en el autobús, en los pasos de cebra, en los museos. Cabe preguntarse si los muertos observan los movimientos de los vivos con las dosis de perplejidad con las que ellos son observados por nosotros.
Lo que aparece en la foto son los cuerpos sin vida de las víctimas de un accidente en una localidad de México. Se trata de una imagen muy común, pues hay accidentes de tráfico todos los días y en las distintas partes del universo mundo. Lo que nos ha llamado la atención, como decimos, es la cantidad de espectadores que se han congregado para ver nada. Nos asomamos a la muerte de los otros como a un acantilado mudo que sin embargo parece reclamarnos.
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