José Ángel González Sainz: “En España no estamos creando ciudadanos, estamos creando antagonistas”
El escritor José Ángel González Sainz ha provocado, con su libro ‘La vida pequeña. El arte de la fuga’, un pequeño fenómeno editorial. Es la primera parte de una trilogía filosófico-literaria plagada de ternura, humor, indignación y resignación: un antídoto contra la prisa sin causa, el vacío, la intolerancia y el narcisismo.
Para no acabar en cobayas de expertos en algoritmos, la vida pequeña. Para combatir la tonta excusa de una complejidad vital de cartón-piedra, la vida pequeña. Para no rendirse al rodillo del relato político parido por consultores y asesores intercambiables, la vida pequeña. Para no morir aplastados por tanta tecnología y tan poca reflexión, la vida pequeña. Para recordar al mundo que cabe frenar y parar inercias antes del sopapo definitivo, y para deshacer autoengaños, José Ángel González Sainz (Soria, 65 años) escribió una trilogía, La vida pequeña. Tardó más de siete años. La empezó en Trieste, donde vivía tras haberlo hecho en Padua y en Venecia. De hecho, se tenía que titular El último año en Trieste y no iba a ser el ensayo ficcionalizado que acabó siendo, sino una novela. La tercera “novela mundial” (las comillas son suyas) del autor de Un mundo exasperado y Volver al mundo.
Pero la cosa no fluía. Perdió interés por la ficción, perdió interés por los relatos, perdió interés por tantas cosas. Llegó la depresión. Le salvaron los clásicos. Las relecturas. Machado, Zweig, Stevenson, Montaigne, Handke, Claudio Rodríguez, Séneca, Camus… Y las cosas que importaban, las cosas pequeñas, lo pequeño, la vida pequeña. Al final no se quedó un año, sino tres. Y aquellas páginas escritas acabaron convirtiéndose en algo preparatorio para otra cosa, para este libro. Volvió a Soria, la ciudad de su infancia y en la que tuvo lugar esta conversación una mañana de otoño con el viento frío arrancando las hojas de los árboles en el cerro del Castillo. Allí se hizo cargo del Centro Internacional Antonio Machado, donde reúne y coordina grupos de lectura y estudio en torno a la vida y la obra del poeta; paseó por el Duero, se sentó en los bancos, pensó en nada, escuchó el lenguaje de los mayores, miró las nubes, escribió, descartó, despojó. Y remató La vida pequeña. El arte de la fuga (Anagrama), al que seguirán El arte del lugar y El arte del instante. Una obra que habla de lo que importa. Quizá por eso se haya convertido, en voz baja, en el pequeño fenómeno editorial que ya es, con toda una comunidad de lectores, una suerte de secta, que se hacen la pregunta del millón: si yo tenía todas estas cuestiones en la cabeza, ¿cómo es que no me las planteaba?
Este parece un libro sobre el ilimitado poder de la inercia en nuestras vidas, sobre el no saber frenar. ¿Es más o menos así?
Pues es verdad. Como tantas otras veces, Machado lo dijo perfectamente: “Qué difícil es no bajar cuando todo el mundo baja”. Pero la dificultad tiene su atractivo.
Nadie dijo que iba a ser fácil. Seguro que tampoco escribir un libro así.
Y nadie dijo que lo difícil no es atractivo, ni que sus empeños no son valiosos. Este libro es la búsqueda, durante muchos años, de todo eso. Y de una exploración de géneros, también. Yo me quedo con la idea de que he jugado en el campo de la ficción, pero por las bandas.
Muy por las bandas, incluso. El libro está editado en una colección donde se suelen editar novelas. Y este no lo es, desde luego.
Incluso echando balones fuera. Incluso jugando con el público. Pero es ficción. He tenido que ficcionalizar a la voz que habla, y eso es importante. Un filósofo o un ensayista no tienen por qué hacerlo, yo sí. Yo he ido buscando esas cosas, y otras…, por ejemplo, que en muchos momentos es necesario pararse en medio del camino a meditar, a prestar atención, una cosa también muy machadiana. Pensar: en realidad, lo que estoy haciendo como persona, ¿qué sentido tiene, qué valor tiene para mí, para la comunidad?
No parece que la gente, en general, se lo pregunte. ¿Por qué habría de hacerlo?
Porque gran parte de lo que hacemos es intercambiable y prescindible. Y ahí asoma la cuestión de la superfluidad del hombre, algo muy grave. Entonces, por eso es importante ese pararse y reconsiderar las cosas.
Parar y templar, dicen los taurinos, como usted.
Como en tantas otras cosas, la tauromaquia ofrece unas perspectivas interesantísimas de pensamiento ético. Parar, templar y mandar. Una lección asombrosa.
Bueno, mandar, mandan muchos mucho. Parar y templar, menos.
Menos, menos. Parar nos sitúa ante el problema fundamental del libro, que es la búsqueda de realidad. Un problema eterno de la historia de la filosofía que yo he querido abordar desde la literatura. Hay algo que ya pronosticó muy bien Nietzsche, y es que vivimos solo en una época de interpretación, ¿dónde están los hechos? Y en esta época nuestra, en todos los niveles, tanto en el político como en el relato que cada uno hace de sí mismo, lo importante es la interpretación, el efecto que causan las cosas que decimos.
Una representación continua…, un show.
Desde luego, y unas alas al disimulo, al engaño, a la mentira, a la impostura. A nivel político, cuando al gobernante le da igual la realidad y solo atiende al instinto de poder, a la soberbia y a los efectos del relato, estamos ante cosas graves. Al final, quien se lleva el gato al agua es quien controla los efectos de los mensajes, el que se rodea de rasputines que le dicen que lo que importa es solo el relato. Y eso es muy peligroso. Esa ignorancia voluntaria de la realidad es lo que ahora mueve los hilos políticos.
¿Y a nivel literario?
A nivel literario, en este libro pues también hay esa búsqueda de lo real. Pero en el momento en que decimos “real” ya lo hemos convertido en lenguaje. Con el lenguaje mentimos. Con el lenguaje nos apoderamos de las cosas, y es ahí donde la poesía es grande. El lenguaje es bello, es eficaz y también es peligroso, porque da lugar a la mentira.
En este libro también hay una reflexión sobre la alegría. ¿Dónde la sitúa usted?
Como decía el filósofo francés Clément Rosset en un ensayo maravilloso, la alegría está en los momentos de vida cotidiana, donde los dioses no intervienen, incluso podrían tener envidia de la verdadera felicidad, que solo es humana.
El título de esta primera parte de la trilogía es El arte de la fuga. Cierto que leyéndolo sugiere a veces la idea de una pintura con eso, con muchos puntos de fuga. Se sugiere, se deja caer en la cuenta, se abren posibilidades, hay ramificaciones, en lugar de sentenciar, zanjar, resolver…
Esa es la clave. ¿Cómo partir de una vivencia cotidiana que es mía, pero podría ser de otro, y de ahí saltar a otras cosas? El desafío es sacarles punta a esas vivencias y tratar de pensar algo a partir de ahí. Y a veces no llegas a ningún sitio y tienes que tener la modestia de reconocerlo. Encontrar el tono me resulta muy difícil. Ahí es donde presto mucha atención al lenguaje, y sobre todo al de los mayores.
¿Cómo se escribe de lo equivocados que podemos llegar a estar… sin parecer un oráculo o un libro de autoayuda?
No es lo mismo escribir “hay que hacer esto” que “puedes hacer esto”. La utilización del verbo “puede” es muy importante. No quiero que haya nada de oracular, y sobre todo nada de ideológico. Eso me da miedo: caer en el error de convertir la prosa en receta, que es lo más fácil. Es un peligro. Yo huyo de lo absoluto y de la palabra “absolutamente”.
Pues eso es hoy todo un género en las librerías. Y a mucha gente le gusta.
Sí, los libros de autoayuda son eso, coger dos trocitos de Séneca y tal y cual, pero, oye, será mejor leerse el libro original, ¿no? Pero, a ver, que es totalmente lícito. Yo siempre he creído que el lector tiene que ir a un libro como se va al campo, a recolectar lo que hay. Como el escritor José Jiménez Lozano, que salía por la noche y miraba las estrellas, y decía: “¡Todo esto es solo para mí!”. Lo mismo pasa con los libros. Que son solo para uno.
Cuando escribe, ¿lo hace? ¿Hace el ejercicio de ponerse en la piel del hipotético lector que puede pensar: “Este libro lo escribieron solo para mí”?
No sé si sé responder bien a eso, no sé si pienso mucho en el lector. No sé si estoy en el lector…, estoy en la escritura, y bastante es. En ella estás peleándote con el lenguaje, oyendo voces, buscando palabras, tienes que tener una ética de la escritura y saber que después de cada palabra las posibilidades son en principio infinitas, pero que al final se reducen a una, y que esa una no la encuentras, y que hay que tener cuidado con los atajos, y que todo se puede reescribir y que es muy difícil estar satisfecho. Y que a veces ya no puedes más, y no quieres ni corregir pruebas, y el libro te deja…
Estás harto, lo quieres dejar.
No: le quieres dar una patada. Le dices: ya vale.
¿Le pasa habitualmente?
Claro, porque además yo tengo el peligro del primor. De quererlo hacer tan bien… que a lo mejor lo estropeo. En la literatura hay que saber decir basta.
¿Tiene que ver con la aspiración a la sencillez? ¿Es el despojamiento lo más complicado en literatura?
La sencillez es muy trabajosa de conseguir. Yo he sido un escritor al que le ha gustado el párrafo muy largo, a veces de página entera, el párrafo de ascendencia benetiana, ferlosiana o de esa literatura del Siglo de Oro que te quita el aliento. Pero esas fascinaciones hay que superarlas, y trabajar mucho para llegar poco a poco a la sencillez. Y se llega.
El silencio frente al ruido, el tiempo frente a la prisa, el vacío frente a lo pleno, la palabra frente a la palabrería…, a veces El arte de la fuga parece el libro de un monje. Un libro de opuestos, también. Por cierto, esa máquina apagarruidos de la que habla el narrador es un hallazgo fantástico.
¡Pues a ver si a algún empresario se le enciende la luz y la construye! Esos opuestos, a mí me gusta verlos como tensiones. Es que la idea de opuesto implica que puedes predicar lo otro, ¿no?, y nada más lejos de mí que el predicador. A veces nuestra época nos lleva de hoz y coz hacia una posibilidad, pero se trata de recordar que existe otra. Sobre todo, eso es importante en momentos delicados de civilización, como este. Aunque este libro estaba escrito antes, yo quise rehacer las primeras páginas llevado por la sospecha de que un palo grave en lo individual y en lo social como era la pandemia lo íbamos a resolver sin la menor crisis espiritual ni intelectual ni social. Nos hemos ocultado lo importante. Lo hemos reducido todo a números y a mentiras de números, y nos hemos ocultado la dimensión real de la tragedia. Y todo eso tiene mucho que ver con aquello en lo que yo estoy trabajando: la necesidad de pararse a pensar las cosas, y el valor profundo de algunas frente al valor comercial de otras.
¿Podría llamarse a eso “lo que importa”?
Efectivamente, lo que importa, lo que importa para ser felices. Y las pequeñas cosas, pero de cada día.
Puede que muchos lectores de este libro extraigan lecciones para su vida. Creo que cabe ser menos optimista en cuanto a que las pongan en práctica. ¿Qué opina?
El optimismo y la inteligencia no sé si casan muy bien. Nuestra capacidad de lo peor es muy grande. Y de elegir lo peor. Incluso a nivel político, eso lo sabemos por la historia y nos lo demostramos continuamente. Hay mucha gente con lo que yo llamo “acuartelamiento de ideas”. Tienen cuatro ideas y con ellas van embistiendo y ya está. El necio embiste siempre. Uno de nuestros grandes problemas como sociedad, y sobre todo en España, es que no estamos construyendo ciudadanos, estamos construyendo antagonistas. Mucha gente, antes de examinar algo, ya ha tomado una posición. Eso es la estupidez oscura de la que habla Musil.
Bueno, a estas alturas ya no ofrece mucha duda que a los políticos que tenemos —de todo signo— no les interesa forjar ciudadanos, sino antagonistas…
Así es. Cuando tú no pones toda la carne en el asador en crear ciudadanía, y contrapesos, y controles, sino meros antagonismos, la has cagado. Y entonces se habla de cainismo. ¡Cómo no va a haber cainismo si la culpa la tiene siempre el otro! Pero lo más fácil es adoctrinar. A un ciudadano no le engañas, a un adoctrinado sí. A un adoctrinado le dices “embiste” y embiste, le dices “vota” y vota. Pero un ciudadano es distinto, un ciudadano de pronto igual deja de votar porque está hasta las narices.
Hablando de cainismo… Hay gente que entra en un sitio y viene a decir: “No sé de qué habláis, pero me opongo”…
¡Ja, ja, ja, ja!, eso es.
Esa broma puede ser muy espejo de este país, ¿no?
Sí, el carácter refunfuñón…, por ejemplo, el refunfuñar continuo del adolescente. A veces se dice que esta es una sociedad infantil…, ¡ojalá fuera infantil!, pero es adolescente, que es peor. Un día, en medio de la pandemia y de los botellones, oí decir en la radio a una chica: “¡Es que los adolescentes tenemos derecho a divertirnos!”. ¿¡Derecho!? ¿¡A divertirse!? No. Sería estupendo que te divirtieras, pero no tienes ningún derecho a ello. Yo a eso lo llamo el tenerderechismo, algo que a veces es muy de izquierdas y que ya fue perfectamente descrito por Ortega y Gasset —a quien tanto hemos despreciado sin leer— en La rebelión de las masas: ese exigentismo que no tiene ningún sentido.
¿Era quizá Soria un escenario especialmente idóneo para escribir un libro así, que trata de cosas como la huida a lo pequeño, a lo esencial?
El escenario puede ser cualquiera, que conste. Yo elegí este por circunstancias, y no tanto porque naciera aquí. Mis recuerdos de infancia son muy poderosos y muy elementales, la luz, la percepción de la lluvia, los olores, la textura del aire…, pero de cualquier lugar puedes hacer un paraíso, hasta de una habitación en el piso más ruidoso de Madrid. El lugar idóneo es esencialmente interior.
Ya, pero sí ha dicho que para usted las ciudades ideales son aquellas de las que puedes salir rápido. Y de Soria se sale rapidísimo…
Sí, desde luego. Y todo eso estará en uno de los primeros capítulos del siguiente libro, si es que consigo rehacerlo y reducirlo a la mitad… porque ahora estoy demasiado distraído, me tengo que concentrar. Pero sí, los mejores lugares son esos de los que te puedes ir rápido…, quizá para volver, pero que te puedas ir rápido. Y en los que son valiosas ciertas pequeñas cosas que a lo mejor pensábamos que ya no tenían cabida. Mirar las nubes. Pasear. Estar sentado sin pensar en nada. Yo creo que después de hacer ese tipo de cosas, tu relación con los otros es distinta, ya no eres el mismo. Yo lo llamo el reto de estar con lo que está, y ya está. Lo escribo en el libro. Vaya frase, ¿no?, es intraducible.
Pero también tiene otra, desde luego perfectamente traducible: “Demasiados días es todo ya demasiado desde demasiado temprano”. Dura. Preocupantemente real.
Es que a veces te despiertas y ya no puedes más. ¿Cómo es posible? Teóricamente, las máquinas nos han liberado de muchísimas cosas. ¿Por qué no hemos aprovechado esto para vivir mejor? Nos seguimos arruinando la vida con pejigueras.
¿No será que hemos erigido la tecnología en valor supremo?
Hemos olvidado algo importante: que la tecnología es la tecnología… y nuestra relación con ella. En el momento en el que nos supere y sea lo único importante —no lo más, sino lo único importante—, estaremos ante un grave peligro. Todo se va a poder programar para que lo haga una máquina, incluso teniendo en cuenta factores de emotividad, no solo de racionalidad y de lógica. Esto te pone en guardia. Así que la palabra clave es esa, “relación”. Y, por cierto, cuando nuestra sociedad pierde el culo por la palabra “identidad”, que se relaciona con ideología y con idolatría, se equivoca de medio a medio. La palabra fuerte es “relación”. Incluso relación con uno mismo.
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