Buscando níscalos
José Ángel González Sainz ha escrito en ‘La vida pequeña’ un breviario laico, una defensa de un edén modesto
Cuando era muy joven me desconcertaba una frase de Borges que ahora no sé citar de memoria: venía a decir que no hay un solo día de la vida en el que no pasemos al menos unos instantes en el paraíso. Me desconcertaba porque en esa época, con tremendismo juvenil, yo oscilaba entre la creencia utópica en un paraíso de justicia social y la convicción romántica de que lo más común, en la vida personal, sería el infierno, o al menos la resignación a lo rutinario y lo mediocre, sin más alivio que algunos momentos de fulgor rápidamente extinguidos ni más refugio que el de la literatura. Entre la realidad y el deseo yo imaginaba ese abismo irreparable de los poemas de Luis Cernuda. No era que Borges descartara la desdicha: sus poemas de amor eran al menos tan desolados como los de Cernuda. Y sin embargo, a pesar de todo, Borges aludía al paraíso como un lugar o un hecho cotidiano, no una imposibilidad, y menos aún una promesa lejana.
A lo largo de los años me he acordado con mucha frecuencia de esas palabras: no ya en esos días, que los hay, en los que uno se siente colmado de felicidad, de pura alegría, sino también en otros más sombríos, atropellados, incluso amargos. Una sensación, un encuentro, una llamada, un descubrimiento, unos minutos de descanso entre dos obligaciones me han ofrecido un paréntesis o una luz de paraíso, y he agradecido la lucidez de fijarme en ellos mientras me sucedían. Comprendo que la gratitud es menos prestigiosa que la queja airada y el ajuste de cuentas, y que en un país como España, tan áspero para la expresión de los sentimientos, mencionar favorablemente la felicidad, o la alegría, o la bondad, conlleva el riesgo de que lo llamen a uno directamente idiota. Parece que ser lúcido lo forzara a uno a ser amargo, y que renegar de lo peor del presente exigiera un ceño perpetuo de condena, y en el fondo de superioridad y arrogancia, y que el amor a la soledad y al sosiego fuera inseparable de la misantropía.
Por eso he disfrutado tanto el último libro de José Ángel González Sainz, La vida pequeña. El arte de la fuga, que es un alegato contra las tonterías y las mezquindades y las formas de inhumanidad del tiempo presente, pero también, y sobre todo, un elogio del ahora mismo y el aquí mismo, una defensa sin retórica de los valores que hacen la vida digna de ser vivida, con mesura, con racionalidad, con una actitud a la vez activa y contemplativa, tan propensa a la reflexión como al aprecio sensorial de las cosas, desapegada y sin embargo cordial, con una especie de sereno radicalismo que elude la ofuscación y la furia. He disfrutado y disfruto: el libro se lee y vuelve a leerse, y como está hecho de breves fragmentos y a la vez urdido con un hilo muy firme, se puede leer de cabo a rabo y también a salto de mata, por decirlo con expresiones comunes y bellas del idioma que a González Sainz le gustan mucho, en una celebración del habla cotidiana que es la correspondencia exacta de su atención al fluir diario de la vida, a las epifanías y los paraísos que están al alcance de la mano de cualquiera. González Sainz rinde homenaje a maestros universales indudables —Séneca, Lucrecio, Thoreau, Hölderlin, Simone Weil, Montaigne—, pero reserva una admiración especial por los que han escrito en una limpia lengua castellana: Sebastián de Covarrubias, el autor del incomparable Tesoro; Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, los traductores luteranos de la Biblia al español glorioso de Cervantes; Antonio Machado, el prosista más que el poeta, el Machado irónico y pensativo de Juan de Mairena. González Sainz, que en sus novelas ha escrito una prosa de alta densidad, con las ramificaciones faulknerianas que nos gustaban tanto a los aprendices de escritores de la generación a la que los dos pertenecemos, en este libro se ha vuelto conciso y sentencioso, unas veces adhiriéndose a las sutilezas de la filosofía y otras a las bellezas o las ordinarieces del habla contemporánea: pero sobre todo, en los capítulos más logrados, alcanzando un equilibrio entre narración y reflexión que deslumbra por su claridad al mismo tiempo que por su hondura.
Un niño de alrededor de dos años se ha quedado solo debajo de un cobertizo y observa y escucha la lluvia, mientras sus padres alarmados lo buscan por la casa, y lo percibe todo tal vez con más intensidad porque carece de las palabras que nombran las sensaciones y las cosas. Un hombre joven y una mujer quieren huir del mundo; siguen en coche caminos de tierra hasta llegar a la cala más apartada de Menorca, el paraíso terrenal intocado; se lanzan al agua, nadan en éxtasis, chocan con algo, descubren que están nadando entre la mierda humana arrojada de un yate, comprenden que en una huida solo geográfica nunca se alcanza una lejanía suficiente. Alguien sale una mañana a un bosque a buscar níscalos y la disciplina de su caminata y de su búsqueda es un resumen de casi todas las cosas que es preciso saber para ocupar un espacio saludable, gozoso y no dañino en el mundo: prestar atención a lo que se despliega delante de los ojos, fijarse en indicios mínimos, atemperar la experiencia y lo ya sabido con la aceptación del azar.
En sus mejores novelas —Volver al mundo, Ojos que no ven—, González Sainz ha escrito sobre la locura criminal en la que pueden incurrir personas cargadas de buenas intenciones y envenenadas por alucinaciones ideológicas. La vida pequeña propone, desde su título, una actitud inversa, un curarse en salud de las feroces mayúsculas que tanto daño hicieron al mundo en el siglo pasado —y siguen amenazando todavía— mediante el cultivo a conciencia de lo menor, lo concreto, lo próximo, el paraíso de cada momento presente, lo tangible de un bloque de madera que huele todavía a savia y que un artesano convertirá en un valioso objeto cotidiano, la soledad acompañada que no se rinde a las fantasmagorías narcisistas del yo, las metáforas contenidas en la lengua común de todos los días. No sé si a propósito, lo que ha escrito González Sainz es un breviario laico, una defensa de un edén modesto como una huerta en el que el trabajo será tan gustoso como la indolencia y del que no será obligatoria la expulsión. Muchos farsantes proclaman que buscan la Verdad. Es más de fiar quien sale al bosque a buscar níscalos.
La vida pequeña. El arte de la fuga
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