Marina Abramovic: “Mi arte tiene que golpear las entrañas”
Es la reina de la ‘performance’. Una de las artistas más influyentes de las últimas décadas y ganadora del Premio Princesa de Asturias de las Artes, que recogerá en Oviedo este mes de octubre. Hablamos con esta creadora radical, que ha roto las fronteras del arte exponiéndose a sí misma ante el público.
Help! Help!”. La voz de Marina Abramovic salía del baño del piso de César Jiménez en el paseo de la Castellana de Madrid una mañana de 2018. Hasta entonces todo había ido bien en un desayuno para unos pocos amigos organizado por este empresario y coleccionista de arte español ante la foto de la serie The Scream —1,50 por 2,50 metros, la de mayor tamaño de la artista serbia que nadie posee en nuestro país— que colgaba en el salón de la vivienda.
—Comimos queso y huevos, charlamos tan a gusto, y luego alguien sugirió que hiciéramos unos selfis. Ella fue al baño para arreglarse. Pasó un montón de tiempo antes de que nos diéramos cuenta de que se había quedado encerrada. Intenté abrir la puerta, pero no se podía. Acabé sacando la caja de herramientas y la desatornillé.
—¿Y ella se enfadó, o más bien parecía asustada?—Salió tan tranquila. ¿Pero tú te crees que alguien que casi se muere dentro de una estrella de fuego va a acobardarse en un baño de la Castellana?
César Jiménez no se equivoca. Salto atrás a Belgrado, 1974: una joven Abramovic realizó la performance Rhythm 5, en la que con listones de madera trazaba en el suelo una estrella de cinco puntas, le prendía fuego y se tendía dentro. Las llamas consumieron el oxígeno y perdió el conocimiento. Afortunadamente, alguien de entre el público lo intuyó y la sacó de allí: unos minutos más y habría muerto. Y no fue la única vez. Al cabo de unos meses, representando en Nápoles Rhythm 0, donde se sometía desnuda a los deseos del público, recibió un corte en el cuello y un tipo llegó a apuntarla con una pistola cargada.
—Bueno, ya sabes, shit happens! [algo así como “la mierda salpica”], dice la artista ahora recordando aquello.
Han pasado casi cinco décadas, y Marina Abramovic, hoy la reina mundial de la performance, habla por videoconferencia mientras cocina una receta india de lentejas en un apartamento del Reino Unido. Jovial y comunicativa, despliega la energía de una veinteañera al inicio del curso universitario. Solo que a eso se superpone una serenidad propia de alguien más maduro. En todo caso, cuesta reconocer a la persona permanentemente al límite con fotos de sus acciones. Son otros tiempos.
—En Rhythm 0 me sentía tan enfadada que estaba dispuesta a morir. No había espacio para la performance como forma de arte. La gente decía que quienes la hacíamos éramos idiotas, y yo masoquista. Así que quise dar al público la responsabilidad de todo, incluida mi muerte. En fin, entonces tenía 28 años y estaba furiosa. Ahora tengo 75 y me encuentro genial.
Se entiende. Tiene varias exposiciones en agenda (entre ellas, una en Madrid en febrero, y su gran retrospectiva en Londres prevista para 2023), está representando en varios teatros su proyecto escénico 7 Deaths of Maria Callas, y el 22 de octubre recibirá en Oviedo el Premio Princesa de Asturias de las Artes, en una ceremonia presidida por Leonor y los Reyes. Busca el escrito que le envió Felipe VI para felicitarla. Lo lee en voz alta con una emoción que suena genuina.
—Hay mucho arte que es intelectual, pero el mío te tiene que golpear las entrañas. Y eso es lo que reconoce la carta, que mi trabajo es profundamente emocional. Cuando la recibí, me sentí muy humilde y agradecida. Miré a mi pasado, cuando empecé a hacer performances y era una paria. Si alguien me hubiera dicho entonces que iban a darme un premio así, no hubiera pensado que eso fuera posible. Pero yo nunca me rindo. Muchos de los que empezaron haciendo performances conmigo lo dejaron, y yo seguí.
Hans Ulrich Obrist, comisario, crítico y director de la Serpentine Gallery de Londres, experto en su obra además de su amigo, sintetiza por qué ella merece el premio:
—Hay muchas razones por las que es tan importante. Para empezar es una pionera del arte de la performance, desde esos trabajos tan extremos que hacía los primeros años setenta hasta el uso de la larga duración en otras piezas más actuales. Pero también ha sido una pionera al crear su fundación, el Marina Abramovic Institute, un centro de educación multidisciplinar en el que forma a artistas jóvenes. A ellos les fascina porque ha sido capaz de ir más allá del mundo del arte, convirtiéndose en un icono similar a los de la música pop. Ha hecho estos límites muy porosos por la fluidez de su trabajo.
España ha jugado un papel esencial en su vida y en su obra. Aquí ha desarrollado proyectos, ha encontrado inspiración y también amigos. Por todo ello, cada año pasa temporadas en Madrid.
—Hace mucho tiempo que mi relación con España es muy profunda. Soy una gran amante de los toros y del flamenco, que expresan el drama y el espíritu de este pueblo: yo sufro el mismo tipo de drama. Además, me ha inspirado mucho santa Teresa de Ávila, sobre la que hice un trabajo, The Kitchen. Y he colaborado con Adam Lowe, que produce parte de mis esculturas y es como un mentor para mí. Voy casi cada mes —explica.
Adam Lowe es el fundador de la empresa de producciones artísticas Factum Arte, con sede en Madrid, que fabrica las piezas de algunos de los autores más galácticos del panorama internacional, de Anish Kapoor a Marc Quinn o la propia Abramovic. Recuerda cómo hace siete años ella acudió al taller buscando la manera de convertir su arte de la acción en objetos al tiempo materiales y etéreos:
—Escaneamos su cuerpo para producir distintas piezas a partir de él, y decidimos realizarlas en alabastro. Trabajar con ella ha sido siempre facilísimo. Tiene las ideas muy claras. Ya había hecho The Artist Is Present en el MoMA [de Nueva York], que había sido una experiencia agotadora, así que trataba de encontrar la forma de estar presente incluso cuando no lo estuviera.
Puede argumentarse que The Artist Is Present, esa performance en la que se sentaba en silencio en una silla de madera ocho horas al día durante tres meses para que la gente fuera sucediéndose de uno en uno ante ella, fue lo que terminó de consagrarla ante el público más amplio. La acción quedó plasmada en un documental dirigido por Matthew Akers y Jeff Dupre. El clímax llegaba con la irrupción del artista Uwe Laysiepen, Ulay, quien fuera su compañero profesional y sentimental entre 1976 y 1989. Suponía su reencuentro al cabo de dos décadas. Tras entregar al mundo este momento desacomplejadamente almibarado, se enzarzaron en disputas por cuestiones económicas y escenificaron una reconciliación poco antes del fallecimiento de él a consecuencia de un cáncer en 2020.
Algo que repiten los detractores de Marina Abramovic es precisamente que sus mejores trabajos datan de los tiempos del tándem con Ulay, cuando vivían en una furgoneta como saltimbanquis y apenas obtenían ingresos por realizar sus acciones, muchas hoy míticas, como Relation in Space o The Lovers, en la que recorrieron desde extremos opuestos la Gran Muralla china. Esto podría explicarse por la eterna fascinación que genera el cliché del artista indigente. O bien por una creencia más sibilina: que era él quien ponía todo el talento. Ella se echa a reír cuando se le pregunta por dicha teoría:
—Me río porque tengo una visión muy precisa del desarrollo de mi trabajo. Cuando conocí a Ulay, yo hacía performances y él fotos. Después de recorrer la Gran Muralla, nuestra despedida, él siguió con sus fotos y yo con mis performances. Fueron 12 años de un trabajo muy importante, pero mi carrera abarca 50. No creo que The Artist Is Present o La casa con vistas al océano sean malos trabajos. Yo doy siempre el cien por cien. Mi alma, mi poesía, mi estructura atómica, todo mi ser.
—Pero suele cuestionarse más a los artistas que logran éxito, como usted.
—Tuve suerte de que el éxito me llegara tarde, porque si te ocurre cuando eres joven te vuelves narcisista y avariciosa. El ego es un enorme obstáculo para un artista. Yo me volví más humilde cuando las cosas empezaron a irme mejor a partir de la Bienal de Venecia.
En 1997, con 50 recién cumplidos, obtuvo el León de Oro de Venecia por Balkan Baroque: se sentaba sobre una montaña de huesos de vaca con restos putrefactos de carne que limpiaba obsesiva e infructuosamente usando un cepillo, en alusión a la guerra de los Balcanes. El ministro de Cultura montenegrino vetó su participación en la Bienal, que finalmente se produjo por invitación de su comisario, Germano Celant. Así que el premio supuso una suerte de desagravio, además de validarla como artista individual tras el periodo con Ulay.
Mateo Feijóo, director del Teatro de la Laboral de Gijón entre 2007 y 2010, fue quien después le propuso realizar en las cocinas de ese centro la performance The Kitchen, homenaje a Santa Teresa, documentado en una serie de impactantes fotografías en las que ella acaba levitando sobre fogones y cacerolas. Él considera que aquello supuso un punto de inflexión tras el cual su obra no ha mantenido el nivel de calidad.
—Para mí, lo que hace ahora y lo que hacía en sus orígenes son cosas totalmente distintas, aunque esté su cuerpo en ambas. The Kitchen fue como un proyecto de transición, una de sus últimas piezas con más significado. En aquel momento ella ya tenía la idea de abrir su fundación y me decía: “Necesito ganar dinero”.
No es el único en pensar así. En 2015, la prestigiosa crítica y académica Estrella de Diego publicaba en Babelia una columna, ‘La impostura de Abramovic’, que comenzaba con la frase: “He dejado de creerme a Marina Abramovic. ¿Y ustedes?”. Terminaba lamentando la banalización a la que, a su parecer, ha sometido sus mejores trabajos. Resumía cierta corriente de opinión nada infrecuente en el medio artístico. Claro que todo depende de a quién se pregunte. Efraín Bernal, su galerista en España, que la conoce desde hace más de 15 años y que en febrero inaugurará una gran muestra individual con fotos de la artista, se rebela frente a esto:
—Es más fácil criticar que ser. Una vez me dijeron respecto a ella: “Ningún artista debería criticar a otro que sea mejor que él”. Pues yo haría extensible esta opinión a todos nosotros. Descalificar a una creadora tan relevante, sin duda de las más influyentes hoy después de Warhol, me parece un despropósito.
La editora y galerista Elena Ochoa Foster, que la conoció en la feria Art Basel hace años por unos amigos comunes, emplea términos no menos entusiastas:
—Es un genio artístico que no cesa de reinventarse. Su curiosidad y toma de riesgos son ilimitadas. Pero cuando llegas a conocerla en persona, el encuentro supera cualquier expectativa. Cada vez que pasamos tiempo juntas es una experiencia memorable.
En esto sí coincide Mateo Feijóo al evocar la temporada compartida en La Laboral de Gijón:
—Trabajar con ella fue muy fácil, además de una experiencia muy fuerte. La Marina que se coloca ante las cámaras es muy distinta de la otra que está contigo en una taberna del casco viejo tomando un vino mientras ve un partido de fútbol. Esa es muy cercana.
Por esa capacidad de disfrutar de cualquier situación, y quizá también por cierto candor que emerge ocasionalmente, Jimena Blázquez, directora de la Fundación NMAC Montenmedio Arte Contemporáneo, en Vejer de la Frontera (Cádiz), alude a un lado más infantil:
—Es como una niña pequeña. Muy divertida, muy cariñosa y generosa, aunque también con sus miedos. Y le encanta el chocolate, aunque vive esa afición con cierta culpabilidad.
Blázquez es posiblemente la mejor amiga española de Marina, a la que conoció hace 20 años y que amadrinó a su hijo Antonio. Una foto en blanco y negro de madrina y ahijado luce en el recibidor de su casa de Madrid, un gran piso invadido de arte contemporáneo donde la artista se aloja cada vez que visita la ciudad.
—Cuando llega se sienta en la cocina y dice: “Qué bien estamos aquí. No tenemos que ir a ningún lado, ¿verdad?”. Es muy casera. No bebe alcohol, y no le gusta salir ni ir a cenas —cuenta Blázquez.
La propia Marina autoriza esta aproximación:
—Es verdad lo que dice Jimena, no bebo alcohol. ¡Seguro que soy la única artista que conoces que no bebe! Me gusta dormir ocho horas al día, cocinar mis propias comidas y hacer ejercicio por la mañana, así que llevo una vida extremadamente sencilla y estructurada.
Existe, pues, la idea de Marina Abramovic como una fusión de guerrera y monje medieval. Pero también hay otra que la confina en el arquetipo de una frívola entregada a las revistas de tendencias. La que se deja ver junto a amigos famosos como Lady Gaga y James Franco y colabora en acciones comerciales con Adidas. Para ella nada de esto es incompatible:
—Siempre digo que hay tres Marinas en mí. La Marina guerrera, la espiritual, y después otra a la que le gusta ir a desfiles de moda, salir en las revistas, comer chocolate y leer no siempre gran literatura, sino cosas tontas para relajarse. Antes, la última me daba vergüenza, pero ahora las acepto a todas y conviven armoniosamente. Cuando hago una performance, soy la primera; cuando necesito soledad, la segunda, y cuando me ofrecen una oportunidad como la de que Riccardo Tisci me haga ropa, soy la tercera. ¿Por qué iba a sentirme culpable?
Tisci, diseñador de moda que actualmente lleva el timón creativo de Burberry, es un personaje tan estelar como las celebridades a las que viste. Entre ellas, la propia Marina, para la que ha diseñado el vestuario de la obra 7 Deaths of Maria Callas, espectáculo mixto de representación en directo y cine que estrenó en Múnich en 2020 y que ha representado en varios teatros europeos. Un proyecto complejo y largamente acariciado cuya producción se había pospuesto varias veces:
—Soy el mayor fan de su trabajo, así que estoy muy orgulloso de haberla ayudado a hacer su sueño realidad. Es osada y valiente. Ha roto muchos límites, llevando al arte nuevas perspectivas y dándole una nueva vida. Es icónica en todos los sentidos —dice Tisci.
Pero ser un icono puede pagarse caro, sobre todo según quién lo consiga. En su libro de memorias, Derribando muros (Malpaso), ella rememora cómo al inicio de su carrera la prensa de Belgrado la tildaba de exhibicionista y egocéntrica. Lo llamativo es que esas mismas acusaciones sigan escuchándose a quienes hoy en día tratan de ridiculizarla, cuando no ocurre lo mismo con otros artistas que transitaron caminos similares, como Joseph Beuys o Bas Jan Ader (pero sí, curiosamente, con Yoko Ono). Todo esto hace sospechar que las descalificaciones ad hominem podrían ser más bien ad feminam.
Se suma a esta hipótesis María Gimeno, artista española conocida por su performance feminista Queridas viejas, en la que reivindica el papel ninguneado de las mujeres a lo largo de la historia del arte:
—Ella se acerca a un estereotipo que por su aguante físico y psíquico se considera masculino, pero al estar en un cuerpo femenino produce rechazo. Puede que no se quiera clasificar como feminista y lo respeto, pero yo creo que de hecho lo es.
Sin embargo, Abramovic esquiva la cuestión del feminismo cuando se pone sobre la mesa:
—Hay gente que me odia y gente que me ama, pero no término medio. Y creo que eso es bueno.
—¿Cree que parte de ese odio viene precisamente porque usted es una mujer?
—Lo interesante es que pensemos por qué hay más artistas hombres que mujeres. Es culpa nuestra, de las mujeres. Porque queremos tener hijos, cuidar la casa, y ser felices con ello. Los hombres obtienen automáticamente todo eso porque se lo dan las mujeres, que invierten tanta energía que no pueden dedicarse a otras cosas. Además, ¿sabes cuántas galerías están dirigidas por mujeres? Pero resulta que exponen a hombres. ¿Por qué? En 250 años no ha habido una sola mujer artista exponiendo en una muestra individual en la Royal Academy de Londres. Yo seré la primera. Eso es una locura.
Esa exposición es la gran retrospectiva que incorporará obras en todos los formatos imaginables, incluidas muchas de las esculturas que se están produciendo en Madrid. También se ha pospuesto en diversas ocasiones desde que irrumpió la covid, pero según los últimos planes se inaugurará en septiembre de 2023. Como avance, desde este septiembre, la londinense Lisson Gallery abre una muestra que incluye sus esculturas de alabastro, y que ha significado su puesta al día en el mercado. Función que la misma galería ya cumplió en 2010 al ofrecer los registros en foto y vídeo de algunas de sus antiguas acciones como objetos aptos para la compraventa. Se demostró así que también de la performance puede obtenerse un rendimiento económico, siempre que se cuente con la estrategia adecuada.
De ese asunto se ocupa Giuliano Argenziano, italiano meridional de maneras expansivas y rotundas que lleva nueve años dirigiendo el estudio de la artista.
—Cuando empecé a trabajar con ella, mi reto era entender de dónde salían los ingresos. ¿Cómo haces dinero de algo tan inmaterial? Eso me llevó un tiempo y mucha observación. Ella me dice: “Giuliano, este es un proyecto precioso”. Y yo digo: “Sí, pero llevará mucho tiempo, asegurémonos que tiene sentido financieramente”. Siempre estamos juntos y lo discutimos todo.
—¿Forman un dúo estrictamente profesional? ¿O se entremezcla también la cuestión personal?
—Ambos nos vemos como una familia. Soy consciente del peligro: la familia es algo que das por hecho, así que tienes que tener mucho cuidado y respetar los límites de cada cual. Pero si estoy aquí es porque la relación funciona —insiste Argenziano.
Con su familia biológica el asunto resulta más complicado. Marina Abramovic mantiene una excelente relación con su sobrina Ivana, física nuclear, pero no tanto con el padre, su hermano Velimir. De cómo sus padres, Danica y Vojin, héroes de guerra de la Yugoslavia de Tito, se torturaron entre sí y también a ella con un cóctel de castigos físicos, exigencias y toxicidad afectiva da detallada cuenta en sus memorias: en una ocasión, su madre le arrojó un cenicero de cristal a la cabeza al grito de “yo te di la vida y ahora te la quitaré”. Lo que no le impidió emitir en su funeral un discurso cargado de ternura y aceptación.
—Es cierto que la relación con mi madre fue enormemente difícil. Llena de amor, de odio y de malestar. Era extremadamente fría conmigo, pero después entendí que quería hacerme muy fuerte. Y lo consiguió, aunque emocionalmente no resultara fácil —reconoce la artista.
Esas vivencias se plasmaron también en Vida y muerte de Marina Abramovic, obra autobiográfica que en 2012 representó en el Teatro Real de Madrid a las órdenes del director de escena Bob Wilson, y junto a la cantante Anohni (entonces Antony) y el actor Willem Dafoe, que vuelve a colaborar con ella en la pieza sobre Maria Callas. Marina calificó la experiencia como “una pesadilla”. Pero Dafoe, en videoconferencia desde Roma, matiza:
—Fue un reto, pero también algo muy divertido. Todos disfrutamos mucho. Yo acepté aquella obra porque siempre quise trabajar con Wilson, y porque admiraba a Marina. Mi esposa [la directora de cine Giada Colagrande, autora del documental The Abramovic Method (2013)] la conoce desde hace 30 años. Me encanta su compañía, todo con ella se convierte en una aventura o una oportunidad para redefinir tu vida. Y cuenta los mejores chistes verdes que he oído jamás. Deberías pedirle que te cuente alguno.
Evidentemente, lo hago. Pero ella se ríe con ganas justo antes de negarse.
—¿Cómo? ¡Eso sería políticamente incorrecto! La corrección política destruye completamente la creatividad, es terrible. Así que qué quieres, ¿meterme en problemas?
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