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“Estoy harta del envoltorio económico que rodea el arte”

Marina Abramovic decidió borrar los límites entre su vida y su obra La abuela de la ‘performance’, como le gusta denominarse, es una exploradora empedernida Es artista fundamental y revulsivo de la vanguardia europea y neoyorquina Su influencia se detecta en muchos fenómenos de la moderna cultura popular Aborda durante un encuentro en Ginebra traumas y triunfos

Jesús Ruiz Mantilla
Sofía Sánchez e Mauro Mongiello

Mujer sin tierra, pero apegada a la energía de los volcanes; artista adelantada, consolidadora de la ‘performance’ como una disciplina fundamental de nuestro tiempo; niña acomplejada por su físico, adolescente vapuleada, rabiosa rupturista, camino de revelación e iniciación para iconos de la cultura popular como Lady Gaga, Marina Abramovic es una mujer excepcional. Valiente, abierta, sincera, amable y sabia, la artista conectada con el ‘underground’ global, nacida en Belgrado en 1946, vecina de Nueva York, presenta este mes en Málaga una de sus acciones, ‘Holding emptiness’, al tiempo que va construyendo su fundación de arte interdisciplinar mientras se prepara para permanecer en la mítica Serpentine de Londres en un encuentro con el público donde ella abrirá por la mañana la galería y la cerrará de noche.

Huyó de la Yugoslavia de Tito y de sus padres, héroes nacionales del régimen. Hoy es, según la lista que elabora la revista Time, una de las cien personas más influyentes del mundo. Marina Abramovic sigue en la brecha de sus provocaciones austeras, de su reto al artificio, y confiesa su deseo de que Antony Hegarty, la voz quebrada y laberíntica de Antony and the Johnsons, cante en su funeral. Un acto que tiene ya preparado con esmero como su última acción cuando quiera que sea.

De la quietud y el silencio que ejercía en The artist is present, su famosa performance en el MOMA, a esta mecánica meditación de Counting the rice en Ginebra, existe una reivindicación consciente de la lentitud, de la parada incluso. ¿Por qué? Emprendo estos ejercicios desde hace tiempo. Los ponía en marcha para crecer como artista, pero ahora creo que es mejor para el público. Seas un banquero o un granjero, concentrarte en lo que haces viene bien. Con mis alumnos propongo a veces abrir una puerta, sin entrar ni salir, tres horas, lentamente. La puerta se convierte en algo que transmuta. La repetición, en todos los rituales, desempeña su papel, transmite una energía concreta y abre la conciencia. La salvación está en la sencillez.

Pero es que la vida también es complicada. Ya… Pero a este ritmo actual ni siquiera estamos preparados para la complejidad.

En el colegio me llamaban jirafa, odiaba mi nariz y sacaba malas notas

Recientemente, en la época de carnaval, una abuela comentó por la radio que su nieta de ocho años quería ir al colegio disfrazada del cuadro El grito, de Munch. Pensé: “Mira, una Marina Abramovic en potencia”. ¿Me equivoco? Bueno, podía haber participado en eso que montamos en Oslo, en el parque donde se supone que él se inspiró. Ahí se me ocurrió, paseando, que dejáramos un marco vacío de la misma medida que el cuadro y la gente se asomara a gritar durante dos segundos. Para mí era un reto revitalizar una acción sobre un marco para redefinirlo en el siglo XXI. Se acercaron miles de personas. No podían creer lo que les salía del cuerpo. Era mejor eso que una escultura en mitad de la naturaleza. Estorban porque, para mí, en sí, la naturaleza misma forma sus propias figuras y son siempre mejores. Mi trabajo sale siempre de la experiencia personal e invito a la gente a que lo comparta.

Siempre parte de una experiencia personal. ¿No muestra demasiado de sí misma? Sí. Pero siempre intento hallar una llave que lo convierta en universal. Exponerme por exponerme, si no afecta a nadie, a quién le importa, sería una mierda.

Repasemos su vida. Esas tres Marinas que dice usted que la habitan. ¿Qué recuerda de la Marina niña? Yo era muy tímida, retraída, llena de complejos.

¿De qué tipo? Con mi aspecto: muy alta, tenía granos por todas partes y la nariz enorme.

A mí me gusta su nariz. Ahora cuadra perfectamente, pero entonces sobraba. Hoy no la cambiaría por nada. Tenía los pies planos. Mi madre me vestía con prendas horribles, falditas de princesa, blusas muy cursis; cuando me dejaban a mí, usaba cosas distintas, y eso me convertía en la oveja negra. No podía ni caminar por la calle porque iba tan desgarbada que la gente pensaba que me caería en cualquier momento. Me sentía muy cerrada e insegura, no encajaba en el colegio, resultaba una extraña, no me dejaban invitar a nadie a casa ni ir invitada a otras. Me llamaban jirafa, sacaba unas notas espantosas… No era feliz en mitad de aquello, ni con el ambiente de mi casa, con las constantes peleas de mis padres. Era muy introvertida, así que leía mucho. Con 14 años empecé con el budismo y seguí con Proust, Kafka, los rusos, los franceses. Estudiaba idiomas, piano, escribía poesía, pintaba.

¿A qué se dedicaban sus padres? Eran héroes nacionales en la época de Tito.

Marina Abramovic, en la representación de ‘The artist is present’ en el MoMa junto a Ulay, su expareja.
Marina Abramovic, en la representación de ‘The artist is present’ en el MoMa junto a Ulay, su expareja.Bennett Raglin (Getty Images)

¿Qué suponía aquello? Habían sido partisanos. Mi padre había estado encarcelado en los años treinta por sus ideas comunistas, después fue general laureado por sus acciones de guerra, muy cercano a Tito, así que éramos unos privilegiados. Mi madre, igual. Le hicieron directora del museo de arte de la revolución, un cargo muy político. Cualquier líder extranjero del entorno, lo primero que hacía al llegar era visitarlo: exponían realismo socialista acompañado de fusiles ­Kaláshnikov, algo realmente odioso. Mi padre se fue de casa cuando yo tenía 17 años y aquello fue muy dramático.

Leí que usted sufrió violencia, abusos… ¿De qué forma? Por parte de mi madre, sobre todo. Un ejemplo: cuando ya había empezado mi carrera y había sido muy criticada por el sistema, aun así, un día, después de una presentación, al llegar a casa a las diez de la noche, todo estaba oscuro. Mi madre me esperaba en el salón, con la luz apagada y un vestido muy sobrio. Me estaba esperando. Alguien le había dicho que su hija estaba en una galería, desnuda, colgada a la pared. Me miró y con un cenicero muy pesado de cristal en la mano, regalo de boda, me soltó una frase de Taras Bulba: “Te di la vida y ahora te la quito”. Me tiró el cenicero a la cabeza y yo tuve tiempo para pensar: “De acuerdo. No me muevo y cuando me haya reventado los sesos por esto pagará el resto de su vida con la cárcel”. Pero al final, me aparté. Y me marché de casa.

Así que la salvó usted de la prisión retirando su cabeza. ¿No volvió a verla más? Sí, regresé 10 años después, cuando cayó el Muro. Di una charla y ella estuvo allí. Un periodista le preguntó en mitad del acto y respondió que ella no me había comprendido entonces, pero trataba de hacerlo ahora.

¿Y lo logró? Nunca. Cuando murió y yo organicé sus cosas en la casa, tenía todos mis catálogos con páginas arrancadas. ¿Sabes cuáles? En las que aparecía yo desnuda. No podía admitir entre los suyos lo que yo hacía, era duro para ella.

Y de su amor y compañero durante 11 años, Ulay, ¿qué me cuenta? ¿Cómo le conoció? En mi cumpleaños, en Holanda. Cuando las performances empezaban. Yo estaba en Serbia aquellas fechas y vivía en Ámsterdam. Mi abuela me dijo que debía irme allí a celebrarlo porque las cosas que nos ocurren en los cumpleaños tienen que ver con el destino. Así fue. Cuando le vi, tenía la mitad de su cabeza y rostro afeitados y la otra mitad con el pelo y la barba largos. Me atrajo desde el principio. Lo que yo hacía hasta entonces era arrancar la hoja de mi cumpleaños de las agendas porque siempre habían sido infelices. Él, lo mismo.

Mi madre me dijo antes de tirarme un cenicero: ‘Te di la vida y ahora te la quito'

Trabajaron durante años. Pero cuando he visto por YouTube el día en que en mitad de su performance del MOMA, donde usted debía estar callada frente a quien se sentara en una silla delante de usted, él ocupó esa silla, pensé que una de dos: está preparado o a Marina se le ha ocurrido esto sencillamente para ver si se presenta. ¿Cuál de las dos opciones es verdad? Yo le había invitado y vino con su novia, pero no esperaba que se fuera a sentar. Cuando lo hizo, de verdad, nada estaba pensado. Fue muy fuerte para mí, emocionalmente. Rompí la regla y le cogí las manos. No era un extraño. Había sido crucial en mi vida.

Su historia de amor en común se ha convertido en un icono en el arte de nuestros días. Bueno, sí. Un amigo me dijo: “Cuando las parejas rompen, muchas lo hacen por teléfono, pero vosotros… ¿teníais que atravesar la muralla China, cada uno por vuestro lado, para separaros?”.

Sí, en fin. Una locura.

¿Cuántas veces, mientras hicieron esa performance de su separación en la que quedaron cada uno en recorrer partes opuestas de la muralla, encontrarse y decirse adiós, cuántas veces en el recorrido pensaron que no llegarían a separarse? Era imposible. Yo no sabía qué iba a pasar, pero lo cierto es que, cuando llegamos al punto acordado, él ya había dejado embarazada a su traductora. Era el fin.

Después de aquella relación, ¿ha vuelto a experimentar un amor igual de profundo con alguien? Sí. No inmediatamente, pero conocí a mi marido, con quien viví 10 años –dos de ellos casados– y nos separamos. Fue igual de doloroso. Muy complicado. Han sido las relaciones más largas y ambas me destrozaron el corazón. ¿Sabe aquello de que cuanto mayor te haces, más te refuerzas? Pues no. Ahora sí que estoy pasando por una etapa maravillosa en mi vida. Hay algo con la edad también que te advierte de los peligros, así que no me meto en muchos líos y me lo paso bien, disfruto. Trabajo duro, verdaderamente, y mucha gente me dice que debo disfrutarlo, que si me he convertido en un icono y todo eso. Pero ha ido tan lento que no me ha cambiado. No es una cuestión de ego, puedo hacer lo que me apetece. El éxito es una herramienta. Si me muero ahora, de lo que me siento satisfecha es de haber colocado el arte de la performance en un lugar respetado y seguido. Era un territorio de nadie, me costó 40 años construirlo.

¿Cree que son demasiados? Otras disciplinas quizá han necesitado más. Ahora trato de demostrar que la performance de largo aliento es la disciplina que más nos construye por dentro a nosotros y al público. Pero antes de morir me gustaría dar forma a mi instituto como una plataforma interdisciplinar para grandes creadores artísticos, científicos, algo como la Bauhaus. Poder juntar arquitectos, neurocientíficos, tecnología… no hay mucho que hacer, brota, sale solo. Estoy harta de ese envoltorio económico que rodea el arte. Como esa cabeza de diamantes de Damien Hirst. El arte no cuesta. Con granos de arroz consigues cosas más grandes.

Abramovic con la cantante Lady Gaga, quien asegura tener a la artista entre sus inspiraciones.
Abramovic con la cantante Lady Gaga, quien asegura tener a la artista entre sus inspiraciones.Sonia Moskowitz (Getty Images)

Dice usted que no le afecta ser un icono y tendrá razón. ¿Será que eso es más importante o supone más para sus admiradores que para usted misma? En ese aspecto hay algo que me inquieta desde siempre y es acercarme a los públicos más jóvenes, son los que te aseguran pervivir.

Es algo que ha logrado. De la mano también de figuras como Lady Gaga, que la idolatra. ¿Me cuenta su idilio? Bueno, es que un vídeo suyo supera los 40 millones de visitas en Internet. Los artistas no llegan a tanto. Los deportistas, quizá. Para mí no existen barreras, milito por la libertad. No acepto las restricciones. Si hubiera seguido a quienes querían internarme en un manicomio en los setenta, ¿qué habría sido de mí? Esa resistencia debe venirme de unos padres heroicos. Cuando me dices no, es solo el principio.

Lady Gaga ha sido muy generosa con usted reconociéndole sus influencias; no así Madonna, a la que le reprocha un cierto ninguneo. ¿Me equivoco? Son muy distintas. Quizá Madonna haya tenido una vida muy dura y experiencias terribles. Es muy importante ser generoso. Cuando llegas a un punto en la vida en que acumulas poder, deberías mostrarte grande y saber compartir. No sé, yo así lo siento.

¿En qué aspectos del trabajo de Madonna reconoce usted aportaciones suyas? No, no voy a entrar en eso. Ella sabrá. No me importa que usen mi trabajo, ocurre mucho y me estoy metiendo en pleitos con varios. Pero cuando me lo cuentan o lo comparten no me importa, es inevitable por otra parte. Hay un punto en que tu trabajo, si es bueno, pertenece a todo el mundo y se convierte en algo incontrolable.

En cuanto a sus propias influencias, ¿cuánto debe usted, por ejemplo, a un pionero de las performances como Dalí? Ja, ja. Poco. Hay alguna parte del surrealismo que impulsó, no sé si queriéndolo o no, directamente lo kitsch. Es muy extraño. En ciertos aspectos, el surrealismo ha sido traducido en esa línea. No le pasa a Picasso ni a Miró, pero sí a Dalí. Eso, realmente, no va nada conmigo. Si ahora debo citar una influencia directa en lo que hago, sería Yves Klein y su percepción de lo inmaterial dentro del nuevo surrealismo. Eso sí. Aunque no me fijo tanto en los artistas. Ellos en sí ya han sido inspirados o influidos por algo. ¿Por qué no ir directamente a las fuentes más puras? La propia naturaleza, culturas indígenas, el chamanismo, sobre el que acabo de terminar una película en Brasil… Lugares donde entiendo esa ley básica de la que proviene el poder de los volcanes o los terremotos. Pero en cuanto a españoles, una de mis grandes inspiraciones es Santa Teresa. Y de Dalí y Buñuel me fascina Un perro andaluz…

Y de su funeral, ¿qué me dice? Además tenemos un día nublado. Cariño, ¿qué quieres saber de mi funeral?

Pues la influencia que va a tener sobre él su abuela, quien, según usted, preparó delicadamente sus vestidos para la ocasión durante 40 años. Pues sí. Esa preparación de la muerte es algo muy balcánico. Tenemos plañideras, esas mujeres profesionales que van a tu entierro y al velatorio a llorar…

Marina Abramovic

J.R.M.

(Belgrado, 1946), educada en un ambiente muy estricto, junto a unos padres antiguos partisanos, se dio a conocer en una performance en la que jugaba a esquivar un cuchillo entre los dedos. De ahí al último acto que tiene previsto con expectación, y que será en la galería Serpentine de Londres, Abramovic ha conquistado para su disciplina todo un lugar de oro en el mundo del arte. Con su fundación y alumnos que se han hecho famosos a escala global, la artista serbia impactó en el MOMA con The artis is present, y junto a Bob Wilson, Antony Hegarty y Willen Dafoe con Life and death of Marina Abramovic en el Teatro Real de Madrid. Premiada, homenajeada en todo el mundo, sigue conquistando amplias minorías.

¿También se les da de comer, como en España? Les das de comer, les pagas; cuanto más lloran, mejor cobran. Recuerdo que de niña solía ir al cementerio porque me resultaba un lugar muy tranquilo, podías leer y si te topabas con un funeral, te tomabas algo. La idea de la muerte la teníamos incorporada a la vida diaria, y esto ha desaparecido en las culturas occidentales. Lo que me fascina de Estados Unidos es que creen que son inmortales, no como nosotros, que sabemos que la muerte nos puede sorprender en cualquier momento. Ellos viven de una manera en la que no conciben que vayan a morir, y cuando ocurre alrededor se encuentran perdidos. Yo quiero morir sin miedo, consciente y sin rabia, porque veo que la gente se va con estas sensaciones dentro.

¿Y si muere ahora, morirá de esa manera, sin esas tres cargas? No lo sé. Estoy mucho mejor preparada para ello que hace 10 o 20 años. Pienso en cómo pasará cada día. Incluso lo teatralicé en Vida y muerte de Marina Abramovic en Madrid. No sé lo que duraré. Pero no te dejaré de confesar que no tengo miedo. Cada vez que monto en un avión con turbulencias necesito escribir testamento.

¿Y la ira? La ira no, no me siento rabiosa. Creo que todo lo que quise hacer lo estoy haciendo, no me arrepiento ni lamento nada.

¿Ni siquiera en la relación con su madre? No, pasé su último año de vida con ella. Tenía ­alzhéimer. No me recordaba, eso fue la pena. Pero perdonarla, la he perdonado. Estoy en paz con ella y con mi padre. Aunque no lo llegamos a hablar, no me siento en deuda.

Habrá tres funerales como han existido tres Marinas. En Belgrado, en Ámsterdam y en Nueva York. Sobre dónde estará el cuerpo no ha entrado en detalles. ¿Hay días en los que cambia de opinión? Lo he decidido, pero no se lo contaré. Lo más radical sería que me cortasen en tres piezas, pero eso no lo van a hacer.

Tranquiliza bastante. Lo que he dicho es que me vistan con ropa alegre, nada negro. Tienen que contar chistes verdes.

¿Cantará Antony Hegarty, tal y como usted desea? Claro. Aunque estará tan triste que no sé si podrá. Tiene que cantar My way. Él dice que la mejor versión es la de Nina Simone y que no está seguro de poder superarla, esperemos que sí. Yo le he comentado que me da igual, pero que lo haga. Ahora me viene con la excusa de que va a morirse antes que yo. No me fío, es más joven.

Quien murió fue un gran amigo suyo, Gerard Mortier, último director del Teatro Real en Madrid. Oh, Dios, qué tristeza. Era irrepetible, con esa imagen de burgués belga hacia fuera y esa mente completamente vanguardista. Impresionante verle como un caballero y luego hablar con él y darte cuenta de la cabeza tan joven e iconoclasta que tenía. Aquella pieza nuestra sin él no hubiera llegado a nada. Lo pusimos en funcionamiento cuando estaba en la Ópera de París, pero en fin… Qué pena me ha dado.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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