La enóloga que elabora el mejor vino del mundo en La Rioja
María Vargas ha llevado a la excelencia la bodega Marqués de Murrieta: una de sus vinos, Castillo de Ygay, fue elegido el mejor del mundo de 2020
Un vino le rompió los esquemas. “Fue en 1996, cuando vi caer en la copa un Castillo Ygay de 1959. Lo olí, lo probé y pensé: ‘¿Qué he estado haciendo toda mi vida si esto es lo más moderno que existe?”, recuerda. En aquella cata en la bodega de Marqués de Murrieta, al comienzo de su carrera, María Vargas (Haro, 1971) no podía siquiera imaginar que en menos de un lustro sería la responsable de esos vinos.
Vargas no concibe su vida sin estar rodeada de vides. De niña jugaba al escondite entre barricas y soñaba con comprarse una bodega que veía desde la carretera si un día le tocaba la lotería. Durante sus vacaciones trabajaba en la empresa familiar construyendo cajas de madera para botellas de vino y ahora, cuando va en coche con sus sobrinos, juega a ver quién avista un trozo de La Rioja sin viñedos. Aun así, su primer impulso fue estudiar Veterinaria. “Me encantan los animales, pero cuando fui a hacer la prescripción en la universidad me di cuenta de que me gustaban sanos, no enfermos. Me imaginé el parto de una vaca y pensé que se me había ido la olla”, ríe. “Al final reflexioné que si me gustaban la naturaleza, los cambios y los seres vivos, el mundo del vino era perfecto”. Estudió Ingeniería Agrónoma, después un máster de Enología y Viticultura, y con 23 años entró a hacer prácticas en la bodega Marqués de Murrieta. “Para mí era un sueño entrar aquí”, apunta. “Al año me preguntaron si me quería incorporar lentamente y dije que sí. Hasta 2000 no tuve grandes responsabilidades. Trabajaba a mis anchas y me dedicaba a entender el viñedo, clasificarlo, informatizarlo, dividir cuáles serían los vinos con las parcelas, las calidades de cada una y empezar a decidir, dentro de las 300 hectáreas, cuáles serían los puntos de muestreo para estudiarlos a lo largo del tiempo”.
En 2000 recibió una llamada de Vicente Cebrián-Sagarriga, el dueño de la bodega. Le preguntó si quería ser la directora técnica y Vargas respondió que no. “Le dije que no estaba preparada, que no sabía nada de mí y que no había demostrado nada”. Pero Cebrián-Sagarriga confiaba en ella, la instó a probar con el puesto y a retomar la conversación al cabo de un año. “La conversación no continuó nunca”, puntualiza la enóloga, que entonces tenía 27 años. “Fue una decisión muy vanguardista porque en aquel tiempo eran todos hombres. Yo no había crecido con referentes de mujeres en el poder, pero tampoco me paré a pensar eso. En mi casa somos cinco hermanos, tres varones, y siempre había trabajado con ellos como una más en la empresa familiar”, añade. “Ahora existe un movimiento contrario que dice que las mujeres catamos mejor. ¡Eso es una tontería! El vino entiende de sensibilidad, observación, profesionalidad y no de sexos. He visitado bodegas donde no podían entrar mujeres porque cuando tenían el periodo decían que el vino se movía. Eso lo he vivido yo, que ya tengo mis años…”, explica riendo. Reconoce que tampoco se sintió cuestionada por su juventud. “Bastante dudaba yo. Pero hoy también. En cada cata me pongo nerviosa. Entiendo a los actores cuando explican qué les sucede antes de entrar en escena”, asegura.
Visto con el tiempo, el año 2010 supuso un punto de inflexión en su vida. Por un lado encontró en el viñedo a Rita, la perra fiel con la que vive desde entonces. Y por otro, el tinto Castillo Ygay Gran Reserva Especial de esa añada —85% variedad tempranillo, 15% mazuelo y 24 meses en barricas de roble americano y francés— fue considerado el mejor del mundo en 2020 según Wine Spectator, la publicación estadounidense más influyente en el sector. “Cuando me lo comunicaron, lo primero que hice fue llamar a mi familia. Si estoy aquí es gracias a la educación que me han dado. Mis padres han sido mi inspiración y celebrar esto con ellos es lo más bonito que me ha pasado en la vida”, confiesa emocionada.
El vino de Marqués de Murrieta procede de la finca Ygay, con más de 300 hectáreas a las afueras de Logroño. Y Vargas, que no suele tener mañanas libres, rascó unas horas para pasear en una tarde de invierno, cuando las vides estaban desnudas. “Mi vida es esto”, afirma. Presume de bodega histórica, desde 1852 hasta nuestros días, afirma que no se iría a trabajar a otra porque aquí tiene desafíos constantes, y cuando habla de su trabajo le cuesta soltar la primera persona del plural. “Sin un gran equipo y una gran bodega tengo claro que no soy nadie”, repite en más de una ocasión. “En 2017, un crítico inglés [Tim Atkin] me nombró la mejor enóloga del mundo, pero qué quiere decir esto. Pues que lo estamos haciendo bien. No hay que darle más trascendencia. Los reconocimientos los cojo con relativa prudencia”, admite. Esta riojana conserva intacta la humildad del agricultor que mira al cielo a diario. “Podemos estar viendo la mejor uva del mundo y llega un granizo que te lo quita todo. En el mundo del vino tenemos cien mil razones para tener los pies en el suelo”, añade. Una ráfaga de viento hace que se ajuste el abrigo. “Cuando me acatarro y estoy varios días sin olfato me entra mucha inseguridad. Mis referencias son el olor del laboratorio y de la bodega. Sin olfato me desubico, me quedo sin intuición y se me pone mal genio porque pienso que todo se está descontrolando. Si lo pierdo, como le ha sucedido a mucha gente con el coronavirus, me tienen que ingresar en un manicomio”.
Vargas es una gran contadora de anécdotas. Encuentra los matices en los ritmos de una conversación de la misma manera que los halla en los vinos. Y además de la parte artesana implícita en su profesión, sorprende su pasión por la última tecnología. Lo demuestra mientras explica cómo funciona un robot único en el mundo con el que trabajan a diario. “Indica a tiempo real qué está sucediendo en toda la bodega. Hay procesos muy románticos como la crianza en barrica, pero hay otros que tienes que controlar con la máxima tecnología para mantener su calidad”, afirma. Muchas noches, antes de dormir, ya en la cama, comprueba con su móvil, conectado a esta máquina, cómo están los depósitos.
Si por ella fuera, todo el año sería tiempo de vendimia. “No me acostumbro a la magia de traer uva y sacar vino. A un viñedo no terminas de conocerlo nunca, como a una persona. Me apasiona enfrentarme a una vendimia sin saber qué saldrá. Además, es el momento en el que te permite mayor contacto con todos los que trabajamos aquí”, cuenta. “Me da pena que la gente joven ya no vendimie como antes”, reflexiona. Vargas ha pasado por todos los procesos y algo de cada uno queda en ella. “Estoy muy incómoda cuando me lo dan todo hecho. Soy más feliz trabajando. Me sucede lo mismo en las catas. Prefiero hablar con la gente, disfruto compartiendo, para mí es importante que haya un intercambio. Hemos hecho el mundo del vino lejano desde las propias bodegas y tenemos que hacer el esfuerzo de acercarnos. Si no, ¿cómo es posible que alguien se tome un rodaballo con una bebida azucarada? Yo no lo comprendo”.
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