Costa Careyes, el rincón de Jalisco donde se rescatan tortugas y se hacen fiestas en mansiones sobre acantilados
Hay un lugar al sur de la costa de Jalisco, en el Pacífico mexicano, donde unos pocos privilegiados se broncean —lo justo—, beben agua con limón y chía, organizan fiestas exclusivas en mansiones imposibles sobre acantilados, pasean a caballo por una playa privada, caminan con túnicas blancas bordadas, juegan al polo, meditan mucho, rescatan tortugas. Pero, sobre todo, disfrutan de la vida que les proporciona ser los dueños de un enclave único. Bienvenidos al principado de Careyes.
Desde la carretera que conecta Manzanillo (Colima) con Puerto Vallarta, cerca del kilómetro 52 se observa una enorme casa en lo alto de una colina con vistas al mar y a los manglares. La imponente construcción circular, de hormigón pintado en amarillo y con un techo de palapa —hecho con hojas de palma de guano—, advierte al conductor de que a partir de ahí se termina el México que conocía. La selva baja caducifolia resiste esquelética en esta época del año y solo se vuelve verde conforme uno se adentra en una de las zonas privadas del país.
El camino empedrado conecta las diferentes playas y mansiones alejadas entre sí. Una de ellas, la que se observaba a lo alto del acantilado, Sol de Oriente, que tiene su némesis en la montaña de enfrente, Sol de Occidente. Dos poderosas viviendas circulares con una piscina infinita construida incluso antes de que cualquier resort la pusiera de moda, que logra la sensación real de flotar entre el cielo y el mar. El precio por una casa en Careyes va desde un millón de euros hasta 10 millones. Uno de los residentes estima que no hay más de 65, incluidos unos coquetos apartamentos inspirados en el pueblo costero italiano de Positano, al borde de la playa.
Hacia el Rincón de Careyes se encuentra la primera casa de su fundador, el banquero y descendiente de la aristocracia piamontesa Gian Franco Brignone, que fue diseñada por el arquitecto Marco Aldaco y revisada por el mismísimo Luis Barragán, inspirada en la tradición mediterránea de las islas griegas y mexicana y, sobre todo, en la mansión del icono de la moda Gloria Guinness, en Acapulco. La llamó Mi Ojo.
Desde el comedor abierto a la costa de esa casa recibe su hijo mayor, Giorgio Brignone, para hablar de este lugar: más de 1.500 hectáreas y 14 kilómetros de playas, vendidas en su mayoría por un ingeniero de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Ricardo Ludlow, preso político de los movimientos estudiantiles de 1968, a precio de ganga, unos 300.000 euros, según recoge el libro Los señores de la costa, del historiador mexicano Carlos Tello. “Se trata de un lugar fuera de México, pero dentro de México”, resume Brignone, para explicar por qué se lo conoce como un principado. “El perfil de un vecino de Careyes es alguien elegante, conocedor o con identidad europea, que le gusta vivir y comer bien”, añade. Mientras habla, muestra un detalle que desvela la maestría de su padre a la hora de decidir la arquitectura de su propiedad y que sentaría un precedente arquitectónico: el estilo Careyes. “Orientar una casa hacia el oeste es de mal gusto, el atardecer te ciega la vista. Lo elegante es que mire al sur y que la puesta de sol ilumine todo”, señala.
Para entender los orígenes de Careyes es necesario mencionar a uno de los hombres más ricos del mundo a mediados del siglo XX, el boliviano Antenor Patiño (conocido como el rey del estaño), marido de una descendiente de María Cristina de Borbón y Bosch-Labrús. El descubrimiento de esta costa se debió en gran medida al divorcio de esta pareja, que buscó desesperadamente Patiño en México, pues en 1945 en la España franquista no estaba permitido. El aterrizaje del magnate supuso la aparición también de sus conocidos y familiares de su nueva esposa, Beatriz de Rivera. Y con ellos, la llegada de Gian Franco Brignone —casado con su sobrina—, que se enamoró de esta costa en un vuelo en avioneta en julio de 1968 y decidió crear un desarrollo turístico de lujo al estilo de lo que el multimillonario Aga Khan IV estaba construyendo en la Costa Esmeralda, en Cerdeña.
Desde los setenta hasta ahora han veraneado en Careyes algunos de los más ricos del mundo y tienen residencia fija los herederos de la aristocracia europea, especialmente italiana y francesa. No se habla de dinero, ni de negocios —”es de mal gusto”, cuenta uno de sus residentes—. Hablar al menos tres idiomas resulta un requisito no escrito, pero imprescindible para ser aceptado. Y, a ser posible, los candidatos a adquirir un terreno o una de las mansiones a la venta deben ser ricos de toda la vida. Hay pocos propietarios estadounidenses, se aboga por una clase alta europea o europeizada. Unos de los primeros socios del proyecto de Careyes en los setenta fueron Gregorio Rossi di Montelera, heredero de la fortuna de Martini & Rossi, y el barón Marcel Bich, inventor de los bolígrafos que llevan su nombre. Por estas playas pasaron James Goldsmith, uno de los empresarios más ricos de Inglaterra en aquellos años; Gianni Agnelli, y Umberto de Italia. Después, han visitado esta zona Rod Stewart, Naomi Campbell, Luis Miguel, Cindy Crawford, Richard Gere o Miguel Bosé.
Aunque han tratado de mantener la mayor discreción y un turismo “de alto nivel”, el día que una de las Kardashian —Kylie Jenner— publicó en enero una foto suya en biquini en su Instagram, el mundo miró a Careyes. La aristocracia se vio amenazada, era justo lo contrario a lo que deseaban.
Del otro lado de la carretera se encuentra el pueblo de Careyes. Un municipio diseñado para que vivan ahí los trabajadores y el único punto donde se puede hacer algo de vida social. Se trata casi del único acercamiento posible con la realidad. El mayor de los Brignone lo resume: “Aquí la gente vive extremadamente bien”.
Los que pueblan Careyes son los últimos herederos de una aristocracia europea establecida fuera de sus tierras. Detestan el modelo resort y las extravagancias de otros ricos que pueblan destinos como Los Cabos o Cancún. No por nada las villas de Careyes presentan como “las únicas en el Pacífico mexicano con sabor mediterráneo”. Aunque probablemente sean también las únicas que resistan en el mundo, a miles de kilómetros de ese mar.
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