Juan Pérez Floristán: “Nos venden que lo ideal es llegar a la cima, el resto no cuenta”
No era feliz tratando de subir a la cumbre. Al dejar de obsesionarse con eso, el pianista Juan Pérez Floristán, a sus 28 años, ha llegado a conclusiones dignas de un artista maduro. Tras salirse del star system para los jóvenes intérpretes, ha empezado a cosechar brillantes resultados, como el Concurso Rubinstein, uno de los más prestigiosos en su mundo. ¿Cómo lo ganó? “No queriendo”, dice.
Juan Pérez Floristán es un pianista atípico y ya heterodoxo a sus 28 años. Ha ganado dos concursos que ya los quisieran muchos jóvenes intérpretes en su carrera: el Internacional de Santander Paloma O’Shea en 2015 y el Rubinstein, en Tel Aviv, este mismo año. Pero lejos de encerrarse en un bucle con teclas del cual no quiera salir, busca soplos de vida en todas las esquinas. Tiene facilidad, y eso le da una enorme ventaja: tiempo para hacer otras cosas en la Sevilla natal donde vive y a la que ha vuelto en plena pandemia tras dejar Berlín. Allí ha regresado para respirar a fondo, para seguir aprendiendo, para escribir, interpretar teatro, meterse a tocar la batería o el cajón flamenco y divulgar música clásica en programas como La ventana, de la Cadena SER. Ama los deportes de riesgo, es despierto y ansioso, siente horror vacui, pero lo sosiega con una filosofía propia en la que sabe equilibrar pasiones y prisiones.
Pregunta. ¿Cómo se gana un concurso como el Rubinstein?
Respuesta. No queriendo…
P. A ver, a ver.
R. De verdad te lo digo. Yo estaba emprendiendo un cambio de camino personal.
P. Eso ¿qué tiene que ver?
R. Un cambio de prioridades… Vivía en Berlín y estaba empezando a estar cansado del cogollo, de que las reuniones con músicos consistieran siempre en hablar de lo mismo. No de música, precisamente, sino del business. Empecé a sentirme muy solo. Había ganado cinco años atrás el Concurso Paloma O’Shea, de Santander, y empecé mis giras sin dejar de estudiar. Me entró una hiperactividad… No contento con eso, me puse a aprender la batería, entre otras muchas cosas.
P. ¿Cuáles?
R. Cine, también, por mi cuenta.
P. ¿No veía claro que se fuera a dedicar al piano?
R. Yo ya era pianista. Lo que no quería es que el piano se convirtiera en mi vida, sino solo en parte de mi vida. Había conocido a muchos para los que su instrumento y su carrera son lo único: les puede ir muy bien, pero a mí no. Esto tiene que ver con un horror vacui que me sacude.
P. ¿Desde cuándo?
R. Desde que nací, yo creo. Es una hiperactividad no diagnosticada. Me afecta a la hora de no saber parar… Todo eso era un caldo de cultivo para volverme a Sevilla.
P. ¿A casa de sus padres?
R. Sí, durante el confinamiento, pero ahora ya me he independizado. Me mudé al centro de Sevilla. Pero ahí seguí con mi proceso de cambio. Yo qué sé: escribo dos guiones de largometrajes, bicheo dos escuelas de arte dramático, me meto en una, luego en otra: estoy en las dos.
P. El día tiene 24 horas, le informo. Al fin y al cabo, todo guarda relación en su caso: interpretar.
R. Ya. Sí… Hombre, por supuesto. Y a todo esto, no me olvido de la primera pregunta: cómo se gana el Rubinstein.
P. Sí, porque nos hemos salido un poco del tema.
R. Lo pospusieron para 2021. Me lo replanteé. No cancelé mi participación. Me habían seleccionado y aunque yo, en medio de mi proceso de cambio, ya no seguía con la idea, dije, pues ná… Voy a hacerlo. Era perder tontamente una oportunidad, pero me daba igual el resultado.
P. Claro, hombre, ¿por qué no?
R. Yo estaba contento con mi vida cuando todo se iba al carajo a mi alrededor. Ahí me di cuenta de que tienes que saber apreciar lo que tienes: mi familia, mis amigos, mi pareja, mis conciertos, mi España. Y me dije: “Voy a tocar como me da la gana”. Pues bueno, para mi sorpresa, llego a la final. Toco tan a mi bola el Concierto número 4 de Beethoven, con una versión alternativa descubierta por el pianista Luca Chiantore y el musicólogo Barry Cooper, que el jurado se queda… picueto.
P. ¿Cómo?
R. Picueto… Ninguno sabía qué estaba tocando. Alguno barajó la descalificación, por lo que me ha llegado. Pero al final me dieron el premio. Y bueno, eso fue un poco la historia. Yo me lo pasé genial, aunque no soy tan descerebrado. Hubo un poco de nervios, pero ya está: p’alante.
P. Cuando dice que llegó a sentirse solo en Berlín, ¿a qué se refiere?
R. Bueno, todos tenemos nuestros traumas, nuestras fobias. Y en mí el miedo al abandono siempre me ha marcado, ha regido mucho en mi vida. Son cosas que a lo mejor uno tiene de nacimiento…
P. Pero si ahí están sus padres cada vez que se enfrenta usted a algo importante.
R. Son fobias irracionales, pero es que en Berlín yo me sentía solo, de paso. Con apenas dos amigos con los que hacíamos piña y nos veíamos una vez al mes.
P. Y con viajes para conciertos.
R. Sí, sí. Tocar y tocar. A mí esa vida me hacía infeliz. Paré. Es más, yo creo que otro motivo por el que he ganado el Rubinstein es porque me he desencorsetado. Tengo esa libertad interpretativa que viene de parar precisamente, de no tocar tanto, de formarme como actor, de la batería, disfrutar las cañas en Sevilla…
P. ¿De saber vivir?
R. De vivir fuera de la música. Y así es como, entonces, voy y gano el Rubinstein. ¡Yo es que no entiendo nada!
P. Y algunos colegas suyos, imagino, tampoco. Dirán: ¿este qué se ha creído?
R. Pues es muy probable que más de uno lo piense.
P. ¿Se lo han dicho? ¿O se lo ha notado?
R. No, por ahora, no. Pero creo que muchos pensarán qué me pasa a mí, que no tengo esa ambición desmedida. Me verán como algo raro. Pero yo ya no tengo miedo a nada. Pienso que a quien le pasa algo es a quien quiere tocar 90 conciertos al año. ¡Claro!
P. A usted, con 40 que hace por temporada, ¿le vale?
R. ¡Con 25! Yo no necesito más. Quiero una vida, raíces, una familia. Vamos, de sobra. Pero algunos te dicen: imposible. Ya he aprendido, sobre todo a estar conmigo mismo. Llevo siete años en el psicólogo. Eso me ha dado la vida. Y en este último año, mucho más.
P. Llevamos 17 minutos y ya me ha contado de todo.
R. Ea… Bueno, perdón, es que yo soy mucho de digresiones.
P. ¿Le dejarán enfocar la carrera como la está enfocando? ¿Qué dicen sus agentes?
R. A lo mejor no me dejan, pero ven que mis planteamientos están fundamentados. No es que quiera agua del Tíbet en mi camerino. Es que durante años he probado la otra carrera: la vorágine. Me sentía desplazado, me generaba problemas de identidad, de desenraizamiento, de no poder definirme por lo que hacía. Cuando uno tiene una habilidad específica hiperdesarrollada o hipertrofiada como la he tenido yo, te juzgan en virtud de lo que haces y no de quien eres. Mi identidad se veía invadida por el pianista, el personaje, y eso es muy peligroso.
P. ¿Se siente un heterodoxo?
R. Sí, me siento heterodoxo. Y en lo personal, más Juanito que Juan Pérez Floristán. Más liviano y payaso de lo que pensaba: hago reír a la gente sin provocar nada para ello, y eso para mí es un don. Soy una persona en la que la gente confía y de la que se pueden fiar. Cuando me involucro en un proyecto colectivo respondo. Me había privado de caprichos como, por ejemplo, actuar en teatro. Yo siempre he sido muy expresivo, me encanta el escenario. Lo que me apasiona de nuestras profesiones es el diálogo, la interacción con el público.
P. Y entre teatro y música, concretamente el piano, ¿qué diferencias se aprecian en el escenario?
R. Se establece una relación más directa con el público. La actuación es grupal, mientras el piano tiende a lo solitario. El teatro me da un contrapunto comunitario.
P. La soledad que implica el piano, para muchos indispensable, ¿le produce si cabe más rechazo?
R. Puede ser… Soy consciente de ello, sí, de que al piano le acompaña un grado de soledad, sobre todo en el estudio. Pero tengo la suerte de que aprendo las obras rápido. Me enseñaron a ello, a no perder el tiempo. Yo el Rubinstein lo gané con tres horas de estudio al día, no más. Eso me da tiempo para hacer otras muchas cosas.
P. ¿Cómo es su día?
R. Me levanto sobre las 8.30 o 9.00, me doy mi buena duchita, mi desayuno. La gente que trabaja es la que pone las calles, como dice Wyoming; yo, cuando salgo, las calles ya están puestas. Y eso es una fortuna, tampoco me gusta hacerme la víctima. Yo soy mañanero y me pongo a estudiar. Luego escribo, cocino, como.
P. ¿Qué escribe?
R. Guiones u obritas para las escuelas en las que estoy: en el Laboratorio de Interpretación o en La Colmena Teatro. Para mí es un subidón hacer obras que he escrito y para colmo si lo hago con mi novia, que también es actriz.
P. ¿Teme que algunos crean que se está dando a la fuga respecto al piano?
R. No, en absoluto. A ver, yo soy un pianista diferente a hace un año. Pero siempre he sido valiente, me he metido en fregaos impresionantes, cosas descabelladas. Lo que no quiero es una carrera fulgurante. O no a según qué ritmos. Nos venden que la carrera es una pirámide y que lo ideal es llegar a la cima, el resto no cuenta.
P. Pero eso es una trituradora…
R. Lo es. Para los jóvenes. El star system del piano es eso: una trituradora. Yo mismo sentí una pulsión a intentarlo. Y creía que era lo que quería. Me postulé a las pruebas de otro concurso importante, el Chaikovski, y no me seleccionaron. Fue un palo, pero ahora me alegro y se lo agradezco porque aprendí tanto de aquello… ¿Estaba dispuesto a pagar el precio? Muchas veces pienso que hay grandes pianistas que han renunciado: no quieren.
P. Por ahora, colabora en un programa de máxima audiencia en la radio, como La ventana, de la Cadena SER, con Carles Francino. ¿Cuál es la responsabilidad de los intérpretes en la divulgación?
R. El artista no debe perder la perspectiva de su responsabilidad respecto a la sociedad en general. La música clásica, la llamada música clásica, no hizo del todo los deberes en las tres décadas anteriores, como sí hizo el teatro. Se quedó en la vena conservadora y no emprendió un camino de renovación o concienciación social. La música era algo aislado. En lo referente a la divulgación, en nuestro mundo quizás se prefería que los músicos no tuvieran opinión, como los futbolistas o los actores. Es una analogía un poco loca, pero a mí me parece que esa manía de que debemos dedicarnos solo a entretener mientras cualquiera puede soltar en su cuenta de mierda en Twitter cualquier cosa no me parece bien.
P. Bueno, opina quien quiere en su mundo y con contundencia, otros no lo hacen… ¿Por cobardía?
R. Ahí está… Se ha pretendido que la música sea un oasis aséptico al que venimos a refugiarnos o relajarnos después de un día de trabajo estresante. Que el músico haya perdido su poder de choque mediante su música o su palabra es algo triste. No por dejar de opinar te van a afectar menos las cosas. Nunca sabes.
P. Vale, pues hablemos de política.
R. Bueno…
P. Esta polarización, este ambiente de guerra de sordos, ¿qué le parece?
R. Han conseguido que yo desconecte.
P. Bueno, le hago la primera y ya se escaquea.
R. No, no, no. Yo en Berlín acudía a círculos de Podemos. Iba de vez en cuando, era algo ilusionante entonces. Ahora me preguntas a quién voy a votar y espero que las elecciones tarden en convocarse porque no tengo ni idea. Me duele tremendamente, pero es que no lo sé.
P. ¿A qué se debe esa duda o desafección?
R. Creo que la política espectáculo ha hecho un daño terrible. Esa visceralidad infantil… No quiero interpretar la política en la misma clave que veo Sálvame.
P. Ah, ¿ve Sálvame?
R. ¡Noooo! Bueno, de vez en cuando. Ahí observo mucho estudio antropológico. No miro por encima del hombro. Cuando me fijo, eso sí, me quedo fascinado. No doy crédito. Sobre todo, entre esas capas de ficción/no ficción. Pero bueno, interpretar la política en esa clave o de fútbol, de conmigo o contra mí, no lo entiendo. Tampoco me gusta eso de que los tiempos pasados fueron mejores. Pero creo que los ciudadanos de este país están por encima de esas minucias, de verdad. Aunque el otro día me colé en un mitin de Vox y me entró un poco de preocupación.
P. ¿Por qué?
R. Porque percibí esa violencia reconcentrada, eso de sentirse atacados, y cuando un animal se ve rodeado salta. A mí me dan un miedo que te cagas, vamos.
P. ¿Cómo convencer al público para que vuelva a los conciertos?
R. Vamos a mirarnos un poquito dentro. Dejar de quejarnos de si nos han fallado las instituciones y demás. No es tan fácil como salir a tocar en vaqueros. Si para que un chaval fuera a escuchar la Novena sinfonía de Bruckner bastara eso, ya lo estaríamos haciendo.
P. A usted poco le falta para salir en vaqueros.
R. Poco me falta, sí. Yo creo que debemos romper automatismos. Así la atención se activa. La función de entretener corresponde al artista y debemos evitar que la gente vaya a los conciertos y se trague Beethoven pensando si ha apagado el horno en casa. Lo que hay que tratar de buscar es una variedad de formatos. No acabar con los que hay ni sustituirlos, pero sí inventar otros. Los que existen, a mí, me gustan. Un concierto sinfónico es la hostia, ¿o no? Una sinfonía de Mahler no la concibo de otra manera, pero hay otros repertorios que sí, donde se pueden probar encuentros y hallazgos mágicos.
P. ¿Cuándo supo que podía llegar a ser músico?
R. Hombre, vamos a ver, sinceramente, el momento en que te das cuenta de eso es cuando te pagan.
P. ¿Cuánto le pagaron aquella primera vez?
R. Pues fue en uno de esos momentos precrisis, cuando de repente a un mocoso como yo le daban 500 euros por tocar en un conservatorio de no sé dónde. Y de repente te das cuenta de que cobras por lo que te gusta, que podía comer de ello. Entender eso, y así, con 12 o 13 años es un poco epifanía, aunque sea más banal, ¿no?
P. Una epifanía de 500 euros y con música, ya la quisieran muchos.
R. A mí no me va eso de las revelaciones debajo del árbol de Navidad a los cinco años. A mí me gustaba mucho el piano y me di cuenta de que por medio de los dibujos animados me llegaba la música a veces en bucle: Bugs Bunny y Wagner, La pantera rosa, Tom y Jerry…, me ponía a bailar. No paraba quieto. Yo soy un poco kamikaze. Hago puenting, el paracaidismo lo probé con 16 años.
P. Pura adrenalina.
R. Los estados alterados de la conciencia son una fuente de inspiración nada desdeñable. No lo hago para que la experiencia me sirva para tocar el piano porque, si no, sería como ir a la oficina; lo hago porque me divierto y ya está. Pero algo queda, claro. En situaciones de tanto estrés, puede que te sirva. Tras una sensación de que te puedes morir, disfrutas muchísimo. Acabas hecho polvo, eso sí, como después de un concierto.
P. Ve como le sirve.
R. Pues puede que sí…
P. ¿Se ve usted tocando el piano con 70 años y más, como los grandes maestros?
R. Uy, no sé. Yo a veces los veo y pienso: “¿Cómo es que andan ahí? ¿Cómo tienen ganas?”. A mí me cuesta imaginarlo: que las ganas de cualquier cosa duren tanto. Mi relación con la música podrá durar, pero no sé si solo tocando el piano; puedo dirigir, puedo enseñar, puedo buscar la relación de la música con el cine…
P. Lo suyo con el cine es fuerte, ¿no?
R. El cine y la música van de la mano. A ambas artes las une su relación con el tiempo. Se basan en el ritmo. Yo entiendo el mundo en esa clave: temporal y rítmica. Eso da humildad, se basa en la contemporización de patrones. Todo se repite, es cíclico. Es una perspectiva de la vida, el ritmo me lleva abajo. Me coloca en la tierra y así no me he ido por las nubes, que es mi tendencia natural. Las dos artes me transportan a lo sublime. Mi vida se puede resumir en una pantalla. Me vi Kill Bill, de Tarantino, con nueve años y mírame, tan pacífico.
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