Seguimos viviendo
Los afectados por el SAT se definen como “un colectivo envejecido, desesperado, olvidado y agotado”. Pero siguen luchando
El año 1981 fue muy chungo. Ya se sabe que empezó con el golpe del 23-F, una fecha nefasta que hemos estado recordando en estos días. Pero lo que muchos ignoran es que el 1 de mayo se cumplirán también 40 años de otro horror: del comienzo del síndrome del aceite tóxico (SAT), probablemente el mayor envenenamiento masivo sufrido en España, causado por la codicia criminal de unos miserables y por la falta de control del Estado. Dudo mucho que ese aniversario se vaya a conmemorar con tanta atención mediática como el golpe de Tejero, lo cual sería lamentable, porque es un suceso que revela a la perfección los agujeros negros de nuestra sociedad. Las basuras que guardamos bajo la alfombra.
Fue un disparate. Para proteger nuestra producción de aceite de oliva, se decretó que la importación de aceite de colza, mucho más barato, sólo se podría hacer con fines industriales. Y para ello se obligó a desnaturalizarlo añadiendo anilina. Pero a unos cuantos jóvenes empresarios se les ocurrió la canallesca idea de destilar el aceite industrial para quitarle el aditivo y venderlo como si fuera oliva en los mercadillos callejeros. Era un producto barato que fue consumido sobre todo por personas de economía modesta (seguro que no se intoxicó ningún familiar de los defraudadores). Se vendió por toda España, pero sobre todo en Madrid. El 1 de mayo murió la primera víctima: un niño de ocho años en Torrejón. De entrada, las personas enfermaban de neumonía atípica; como no se sabía la causa, cundió el pánico (fue una especie de miniensayo de pandemia). Tras unos días frenéticos, el 10 de junio se descubrió el origen. Según datos del INSS de 2014, hubo 19.556 afectados por el SAT y unos 2.500 fallecidos. La plataforma de víctimas, que se denomina Seguimos Viviendo (tremendo nombre que dice a las claras lo que son: supervivientes en condiciones durísimas que tienen que alzar la voz para ser oídos), calcula que son más. Los muertos pueden llegar a 5.000 por los fallecimientos prematuros debidos al síndrome.
Porque tras las neumonías vinieron otros males: tromboembolismos, hipertensión pulmonar, daños hepáticos. Y llegaron para quedarse. Ahora hay unos 20.000 ciudadanos quebrantados por el SAT, intoxicados por un veneno desconocido que aún no ha podido ser reproducido en laboratorio; padecen una rara enfermedad crónica y degenerativa, con secuelas neurológicas, calambres, dolores musculares, polineuropatías, accidentes cerebrovasculares, diabetes y mil tormentos más. Su salud está a la mitad de la media española. Han ido muriendo y envejeciendo; hoy la media es de 65 años, aunque queda un 39% menor de 60 y un 15% menor de 50.
En 1989 se falló el juicio contra los empresarios; de 37 acusados, sólo se condenó a 13, la mayoría a penas tan bajas que solo dos ingresaron en prisión (tres años más tarde el Supremo elevó varias condenas). Ante la insolvencia de los culpables, en 1997 el Estado fue declarado responsable civil subsidiario y tuvo que pagar el total de las indemnizaciones, que en algunos casos llegaron 20 años después del envenenamiento. Para muchos fue demasiado tarde. Este larguísimo proceso supuso un combate extenuante para las víctimas: la burocracia intoxica casi tanto como la colza. Fue un viaje, en fin, desgarrador y desamparado. Por ejemplo, hubo enfermas embarazadas a las que mandaron solas a abortar a Londres, porque en España aún era ilegal.
Y ese viaje aún no ha terminado, Hoy los afectados por el SAT se definen como “un colectivo envejecido, desesperanzado, olvidado y agotado”. Pero siguen luchando. Reclaman cosas tan esenciales como que aquellos enfermos que jamás pudieron ejercer una vida laboral reciban una pensión de incapacidad digna; incluir los gastos de cualquier tratamiento médico en la Seguridad Social (estuvieron cubiertos al principio, pero luego fueron excluidos); el aumento de la investigación o la creación de un centro de referencia de asistencia integral del SAT. Pero, sobre todo, necesitan una reparación moral, un reconocimiento oficial, que no olvidemos su caso.
“Somos historia de nuestro país”, dicen. Llevan 40 años sufriendo en silencio. “El estrés postraumático, el dolor del abandono duelen más que el dolor de nuestras enfermedades”. Por eso nos gritan: “Seguimos viviendo”.
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