El día que nos pudo comer un oso polar en el Ártico
La historia real de dos navegantes que se aventuraron a cruzar en velero de Groenlandia a Alaska, naufragaron en el intento y pasaron una noche eterna solos en un iceberg a la espera del rescate. Los dibujos son de uno de ellos.
Darío Ramos tiraba de la soga. Escuchaba el ruido del agua al entrar al casco del velero, los sonidos del Ártico. Tiraba y el Anahita se mantenía escorado. No era solo un barco hundiéndose en el océano glacial: era más que eso. Desde hacía meses ese velero se había convertido en una casa, un refugio, el lugar que los protegía.
Mirando el reflejo del cielo en el agua, pensó en el momento en el que había despertado a su amigo para avisarle de que había mucho hielo, demasiados bloques de hielo que se les venían encima. Aunque él los empujaba con un palo, aparecían otros y otros: alrededor del velero el hielo parecía reproducirse. Recordó el instante en que levantó la vista y vio por el ojo de buey un iceberg, una masa de hielo enorme, acercándose hacia ellos. El impacto. El ruido, pero sobre todo el cimbronazo. El cimbronazo del avance de miles y miles de kilos de hielo y luego sí, el ruido de una lata que se estruja. Chidgdjdjljlj. Y la cascada: plop, plop, plop. El agua abrumadora. Plop, plop, plop. El grito protocolar y repetido: mayday, mayday, mayday. Auxilio, tenemos un rumbo abierto. Es grande. No lo podemos ver pero es grande, se nota por la entrada de agua. El goteo que parecía cascada.
Darío Ramos tiraba fuerte de la soga. Así, el velero Anahita se mantenía escorado y entraba menos agua. Intentaba demorar el hundimiento hasta que llegaran a rescatarlos. Se apoyó en la pierna izquierda, unos milímetros más corta que la otra, producto de una operación mal hecha: la renguera era casi imperceptible, aunque le impedía correr rápido: un detalle que no era menor en esa tierra de osos feroces.
Mientras sostenía la soga, con la vista detenida en el frío, pensaba en todo lo que habían pasado en esa aventura. Las luchas contra el océano: los vientos, las olas y luego la espera. Porque pese al calentamiento global, en ese agosto de 2018, el hielo que cubría el paso del Noroeste, que bordea la costa norte de Estados Unidos, había tardado en derretirse. El congelamiento del agua hacía que el camino (desde Nuuk, en Groenlandia, a Nome, en Alaska) fuera intransitable. Solo quedaba esperar. Ellos habían esperado, el hielo se había derretido y allí estaban, intentando cruzar desde el océano Atlántico hacia el Pacífico. A pesar del pedido, reiterado, de la guardia costera canadiense para que se retiraran —el mar empezaba otra vez a congelarse—, allí estaban. Porque creían que una parte del viaje, de lo romántico y aventurero, era tomar un riesgo, avanzar en contra de todos los pronósticos. Pensaban que se podría. O en realidad, con la fe en sí mismos como único argumento, pensaban que ellos dos (Ramos, de 55 años y entrenador juvenil de hockey; Saad, capitán de velero, de 50) irían a poder.
�
No habían podido. Por suerte, había otros tres barcos allí cerca: que los rescataran sería cosa de minutos, imaginaban, y eso los dejaba tranquilos.
Mientras Darío Ramos sostenía la soga, su compañero y dueño del velero, Pablo Saad, pedía ayuda por radio. “No podemos alcanzarlos”, escucharon la voz preocupada de la mujer, “no llegamos”. Estaban cerca, sí. Pero había demasiado hielo: bloques monolíticos que se deslizaban sobre el agua y les impedían acercarse hasta donde estaban ellos.
En el estrecho de Bellot, el Anahita se hundía con lentitud parsimoniosa. No había corriente. Tal vez, esa calma fuera lo que más los inquietaba. Salvo por el ruido del agua entrando al velero, el paisaje continuaba imperturbable.
Hacía un mes que no dormían varias horas seguidas. Para evitar que el hielo cortara el ancla, se habían ido turnando: cada uno, dos horas de guardia, dos horas de sueño. En momentos como este (momentos en que quedaba claro que el mundo seguiría igual aunque el velero se hundiera), el cansancio se sentía aún más.
A unos metros, tiradas en el hielo del iceberg sobre el que estaban, las cosas que habían sacado: los bidones con agua, la balsa salvavidas, algunos cabos sueltos y las bengalas, muchas bengalas porque el seguro había exigido unas nuevas, pero las viejas, pasada la fecha de vencimiento, todavía servían. Dentro del velero que se hundía, Ramos había preparado el bolso para bajar, con algunos regalos para sus cinco hijos: Ramiro, Jimena, Juan Francisco, Maximiliano y Delfina. Aritos tallados en hueso, pines, crayones, unos guantes escoceses. Pero Saad no había sacado nada: iba a perder su barco, sus computadoras, todo. Ante la postura de su amigo, al detenerse en su bolso, Ramos se sintió miserable y decidió dejar que se hundiera también, casi como una muestra de respeto.
�
En algún momento de ese largo pensamiento de expectativa y sueño, el silencio había sido interrumpido por el ruido de los motores de unos barcos pequeños. Olor a nafta quemada: broaaaaaaaaaaaaaaaaaaa, gritos nórdicos e incomprensibles de marineros rubios que buscaban un lugar para entrar, un espacio entre los hielos. El alivio por la posibilidad del rescate y, en medio de todo ese ruido, la ausencia de palabras. Porque, anonadados, ninguno de los dos hablaba.
Un rato después, ¿cuánto habría pasado?, escuchó a su amigo.
—Soltala.
—¿Qué?
—La soga. Soltala —dijo Saad.
Empezaba a oscurecer. Llegaría la noche breve: cuatro horas de penumbra e incertidumbre. La temperatura era de menos seis grados, pero, sabían, iba a bajar. Ramos seguía sosteniendo la soga como si de ella pendiera una de las pocas certezas que les quedaban: el Anahita iba a hundirse en esas aguas cristalinas y ellos dos permanecerían arriba de ese iceberg, junto a las cosas que habían bajado. Lo demás podría no ser, eso era. Y en ese momento, en el momento en que decidió soltarla, Ramos supo, o se dio cuenta porque tal vez eso ya lo sabía desde hacía un rato, que solo les quedaba esperar. En el medio del blanco eran dos puntos: ajenos a su suerte, víctimas de la espera.
�
Ramos vio cómo la soga se hundía: anodina, con la discreción de una soga que se hunde. El alivio por la posibilidad del rescate se diluía en el agua helada: el capitán de otro de los barcos cercanos les confirmó que era imposible llegar hasta ellos. El viento soplaba furioso y los pedazos de hielo se acomodaban como piezas de un rompecabezas desprolijo. Solo quedaba un espacio entre los icebergs que los rodeaban: a toda marcha por allí salieron los barquitos pequeños que ya no tenían mucho por hacer y, entonces, el caos. Por allí, por ese espacio, empezaron a entrar bloques y bloques de hielo que chocaban entre sí, golpeaban el iceberg, se les iban encima. Moles heladas de miles y miles de kilos que se movían como si fueran livianas: con un ruido atronador, amenazaban con aplastarlos.
El iceberg sobre el que estaban y al que el Anahita estaba amarrado debía de tener 20 metros por 10 de largo. También se movía, pero todo lo que había alrededor parecía moverse mucho más rápido. Ellos dos, mínimos, esperaban. Esperaban que todo eso, el ruido y la furia del Ártico, se detuviera.
Allí, quieto junto a su amigo, Ramos no pensó en la muerte. Expectante, miraba lo que sucedía: no podía hacer más. No quería mojarse. Si se mojaba, se enfriaría. Aunque sabía que estar seco era una distracción ilusoria: si una de esas grandes masas iba hacia ellos, no tendría nada que hacer.
Miraban en silencio. Qué podrían decirse: ¿qué puede decir uno en un momento así? Hasta que un rato después, de repente, como sucede en las tragedias griegas cuando un Dios toma una decisión, las aguas se calmaron.
�
Saad caminaba por el iceberg. Tal vez para no enfriarse, quizás para generar endorfinas o tener la certeza de que hacía algo más que mirar.
—¿Por qué no nos turnamos y hacemos guardia? — preguntó Ramos.
—Yo me voy a quedar toda la noche despierto —dijo Saad.
Ramos, entonces, supo dos cosas: supo que él también iba a quedarse toda la noche despierto. Y supo que no iban a hablar. Durante las siguientes seis horas caminaron alertas, cada uno sumergido en sí mismo: pensando en los errores propios y en los del otro, en la intriga (que uno no busca pero aparece) por saber quién había sido el responsable de que estuvieran ahí, sobre un pedazo de hielo, perdidos en esa noche penumbrosa.
Torturándose, volviendo una y otra vez al momento del impacto con el hielo, al ruido del agua entrando al velero. ¿Qué habría sucedido si no anclaban en ese iceberg? ¿Qué habría pasado si la central de navegación no hubiera estado apagada? ¿Si hubieran dejado encendido el instrumental con los mapas y los datos? Así, durante horas: un pensamiento continuo y lacerante. Caminando en círculos, recorriendo la culpa.
Hasta que alrededor de las seis de la mañana la luz empezó a intensificarse. Salía el sol y el frío amainaba.
—¿No querés tirarte un rato en la carpa mientras yo patrullo? —preguntó Ramos.
—No —dijo Saad.
Y siguieron caminando. Aunque ya no se detenían en lo que podría haber pasado. Ahora, los dos pensaban en los osos.
�
En Groenlandia, Ramos había leído un folleto escrito en francés en el que se alertaba de la peligrosidad de los osos polares. Había advertencias y consejos para quien tuviera que enfrentarlos: mostrarse amenazante, gritarles con voz grave. Durante el viaje, habían escuchado anécdotas: la chica que le había disparado al oso sin que el animal se inmutara, el oso que se había subido a un crucero, los ataques sorpresa: los inuits muertos y malheridos. Habían recibido, varias veces, el consejo de que compraran un fusil e, incluso, habían estado en un supermercado, habían visto uno ruso, muy barato: casi una reliquia pero que aún funcionaba. Habían pensado en comprarlo, pero no lo habían hecho y así estaban, desarmados en el Ártico.
—Pablo —dijo Ramos y lo señaló. A unos 20 metros: enorme, el oso amenazante.
Debían demostrarle quién tenía el poder, pero en esa blancura inhóspita no estaba tan claro quién tenía el poder.
—Patrullemos el iceberg —dijo Saad y empezó a caminar: iba y venía, iba y venía. Ramos levantaba los brazos, saltaba en el lugar.
Un rato más tarde, el oso se fue.
—Van a venir otros.
—O va a volver.
Saad se comunicó otra vez con el rompehielos. Le dijeron que les mandarían un helicóptero. Si estaban siendo asediados, no les quedaba mucho tiempo.
Ramos, que es entrenador juvenil de hockey, sabe que si aparecen muchas cosas en el campo visual la percepción se dificulta, para eso les pone conos y obstáculos a sus alumnos. Mientras Saad alertaba al rompehielos, Ramos paró el bote salvavidas con un remo, puso los baldes de las bengalas separados por varios metros, las sogas sobre el piso. La percepción de los osos polares.
Sin hablar, intentaban volver a divisar al animal que se confundía en el blanco. Ramos no quería sufrir: en eso pensaba. En sufrir lo menos posible en los minutos siguientes.
—Definamos lo que vamos a hacer —dijo.
Saad lo miró, pero no dijo nada. No era momento de decir, porque otro oso o el mismo de antes volvía a acercarse con el hocico hacia arriba.
Ramos agarró uno de los remos de plástico: lo enarbolaba como si se tratara de un arpón. Saad hizo unos nudos en una soga y la empezó a revolear en el aire, para que hiciera ruido con el roce del viento. Tal vez ese silbido, la agresividad que intentaban mostrar o todo eso junto hizo que el oso volviera a retirarse. Apenas el oso se fue, apareció una neblina densa, tan densa como si una nube hubiera descendido a la altura del hielo.
En ese momento Ramos pensó en la muerte. No de manera abstracta y general. Pensó: estamos muertos. Lo dijo. En la neblina, no iban a poder divisar al oso. Si quería atacarlos, lo haría sin que ellos pudieran anticiparse. Se darían cuenta recién cuando lo tuvieran encima y ya fuera tarde. El peligro no se alejaba: momento a momento, iba cambiando de forma.
Seguramente, si hubiera estado solo, Ramos se habría tirado al piso. Se habría abandonado hasta que el oso llegara a cazarlo y lo despedazara. No tenía fuerza para más. Saad dijo que si el oso se acercaba, él podría tirarle con una bengala.
—Si el oso pisa el iceberg donde estamos, yo me le tiro encima —dijo Ramos, por decir algo.
Y ese pensamiento irracional, suicida, le hizo darse cuenta de que su vida no estaba librada al azar. Todavía le quedaba algo por hacer, más no fuera encarar a la bestia, irse encima, inmolarse frente a su furia y eso, el sacrificio, por curioso que parezca le dio esperanza. A pesar de que todo indicaba lo contrario, tuvo una intuición fuerte: “No es el día de mi muerte”. Se le ocurrió entonces que podría tirar una soga y armar un pial, una trampa en el piso para tratar de enlazar al oso, derribarlo. En eso estaba cuando escuchó el ruido: las aspas girando encima de ellos, el sonido inconfundible del fin de la espera.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.