Llega el momento de las galeras: un marisco tan feo como sabroso estrena temporada
Cuatro experiencias gastronómicas en distintos restaurantes en torno a este crustáceo considerado de segunda, tan abundante en el Mediterráneo, que durante los meses fríos modifica su textura e intensifica su elegante sabor
Las primeras galeras que llegaron a mi mesa en el restaurante Chinchín Puerto (en Caleta de Vélez, Málaga) se hallaban templadas, recién escalfadas en agua salada; las dos siguientes se habían pasado fugazmente por la plancha con una brizna de sal. Poco más. Levanté con extraña facilidad su concha inferior y disfruté como en pocas ocasiones de estos crustáceos pobres, de notas anisadas, en general tan poco valorados. Más aún, me encontré en su interior con unas huevas cristalinas y yodadas que acentuaban su sabor. No me sentía capaz de decidir de qué forma me habían gustado más.
“¿Cómo es posible que sus lomos se hayan desprendido tan fácilmente de su concha?”, pregunté a María Martín, jefa de sala de este restaurante familiar situado frente al puerto, que se abastece de la lonja próxima. “Mi madre, Lourdes Villalobos y su mano derecha Belén Abad, las abren a mano una a una en la cocina con objeto de despegar su concha interior. Un trabajo puntilloso”, me respondió.
“¡Qué feas son las galeras!”, me dije a mí mismo, una vez más. Contempladas desde un plano frontal parecen máscaras de carnaval en miniatura. A sus colores desvaídos entre amarillentos y herrumbrosos, se suman sus ojos púrpuras ribeteados de blanco. Por si no fuera suficiente poseen apéndices punzantes en las esquinas de sus caparazones blandos. De sobra es sabido que producen magníficos caldos, fondo ideal para sopas de pescado. Tal vez la única virtud gastronómica que se atribuye a este humilde crustáceo (Squilla mantis) al que muchos denominan “la cigala del pobre”, un apodo equivocado. Es sabido que justo ahora, durante los meses fríos, cargadas de huevas, su carne resulta más suave y delicada que en otros momentos del año.
Me encontré con Sebastián Martín, patrón de pesca, propietario junto con Lourdes del restaurante Chinchín Puerto, a todos los efectos una enciclopedia viva del mar.
“¿Qué sabemos de las galeras?”, le pregunté. “Pocas cosas, en realidad”, contestó él, explicándome que estos animales tienen “una desmesurada capacidad visual”. Explica Martín que “en sus hábitats arenosos actúan como depredadores voraces” y que arponean a sus presas gracias a sus espinas afiladas, pero que curiosamente “no mastican, carecen de mandíbula”.
Apenas un día después, casi por segunda vez consecutiva, me encontré con las galeras en El Campanario, un templo de los mejores pescados y mariscos en el término de Estepona (Málaga). Restaurante donde el cocinero Manuel Marín las mantenía abiertas antes de someterlas al calor. A la vista ofrecían un llamativo espectáculo por el contraste cromático entre sus lomos blanquecinos y el amarillo intenso de sus huevas ambarinas. Las probé cocidas sobre una ensaladilla; después, con patatas fritas y huevos, y luego en un arroz en paella magnífico cuyo caldo había sido elaborado con estos humildes crustáceos.
La tercera y última de mis experiencias llegaría en el restaurante Tragabuches de Dani García que había preparado el cocinero Oscar Amores. Primero en un guiso de verdinas y setas albardadas en papada de ibérico; y enseguida con un arroz meloso en compañía de setas y morcillas. Dos recetas suculentas que respetaban la fragilidad y textura meliflua de este extraño crustáceo.
No puedo concluir mis comentarios sin aludir a la entusiasta labor que, a su vez, el cocinero Vicent Guimera desarrolla desde hace años en su restaurante L´Antic Molí (en Ulldecona, Tarragona). Sus jornadas monográficas en torno a la galera con las que lleva desarrolladas decenas de recetas innovadoras están logrando el rescate paulatino de este abundante crustáceo, tan poco conocido como injustamente infravalorado.
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