El infinito reino animal que adorna Barcelona: de un mono patinador a una coqueta jirafa o un solitario mamut
Están en las fachadas de los edificios, en las fuentes, en los parques, en las plazas... algunos más discretos y otros acaparadores de todas las miradas, desde dragones hasta gambas llenan de vida los rincones de la capital catalana
Decir que Barcelona es una ciudad llena de animales no es ninguna barbaridad. Hace poco los perros superaron a los niños en la demografía ciudadana, pero no es nuestra intención filosofar sobre estos cambios, sino pasear por su zoológico al aire libre, a rebosar casi en cada esquina de representaciones animalescas. El periodista y político francés Georges Clemenceau nos precedió al considerar a los barceloneses como unos bichos raros. De otro modo era incomprensible esa proliferación de dragones en las fachadas, causa del auge modernista y su querencia a medievalizar ese presente de finales del siglo XIX para equipararse la burguesía a esa edad de oro comercial de la ciudad catalana, cuando sus naves rivalizaban en el Mediterráneo con las de Génova y Venecia.
Sin embargo, no todos los centenares de dragones remiten a ese esplendor medieval. En el número 82 de la Rambla damos con el de la Casa Bruno Cuadros, popularmente conocida como “la casa de los paraguas”, pues ese era su producto estrella desde que abrió sus puertas en 1883. El gran dragón chino de hierro forjado que sobresale de la fachada no se parece en nada al de Gaudí en el Park Güell o las bestias esculpidas por Eusebi Arnau que luchan contra guerreros en la Casa Amatller. Su nacimiento se debió a la moda por lo oriental que vivió Europa, bien influida por la inevitable París en ese período histórico.
En cambio, nadie espera nada del mayor símbolo de los dragos modernistas: el afincado en el número 55 del Carrer Pi i Margall que preside bien ensamblado en el hierro forjado por Joan Balaciart, el primer propietario de la finca. El animalito destaca más si cabe por el fondo rojo de la puerta, motivo por el cual muchos curiosos olvidan otros dragones en la base de esa maravillosa forja. No muy lejos de allí, en el 40 del Carrer de les Camèlies y camino del parque Güell, uno se topa con un mono acompañado por un perro en el chalet de Josep Barnolas. Los simios no son muy normales a efectos decorativos, menos aún si se lo pasan en grande. El primate de Camèlies vive un jocoso idilio con el can, mientras en otras latitudes se comportan, petrificados, como los auténticos dueños de la función. El de la Casa Antoni Pàmies, en el 30 del Carrer Margarit, en el Poble-Sec, patina medio poseído sin prestar nada de atención a sus compañeros de fachada, mientras otros situados en la Casa Francesc Daura del Carrer Jordà, en Sarrià, son el flautista y el guitarrista de una orquesta, en la que se asocian con un jabalí enloquecido y una rana muy suelta con su tambor.
Los micos no son la especie más peculiar. En el distrito barcelonés de Les Corts se puede visitar uno de los parques más surrealistas del Viejo Mundo. No muy lejos de la Diagonal, los jardines de Jaume Vicens Vicens ofrecen un despliegue sin igual en lo relativo a su estatuaria, 30 obras de Frederic Marès. Entre la cuantiosa fauna podemos enumerar perros a la persecución de ciervos, jabalíes de aire etrusco, osos, lobos y gamos. El escultor rubricó ese encargo de senectud a finales de los años sesenta, cuando los ciervos querían ser legión en Barcelona. El primero aterrizó en 1947, cuando se inauguró en la Plaça de Gal·la Placídia una estatua dedicada a Blancanieves, de Josep Benedicto. En 1969 Núria Tortràs homenajeó a Walt Disney otra vez con los cervinos de protagonistas. La pieza puede admirarse en los jardines de Joan Brossa de Montjuïc, montaña con más de dos centenares de estatuas a descubrir en su inmensa superficie.
En Barcelona, el reino animal es infinito. Los leones son otros monarcas de esa selva, destacándose desde un acertado tópico los de la base del monumento a Colón, si bien no hay que olvidar los de la Casa Antoni Mas en Gran Vía con la calle Aragó, sobre todo por cómo dialogan con unos inquietantes rostros humanos.
Otros mamíferos muy amados por la ciudadanía son el alfa y omega de la Rambla Catalunya, que a principios de los años setenta estaba en peligro de convertirse en una vía más de la autopista urbana promovida por el alcalde Porcioles. Se salvó de esa quema gracias a la propuesta del artista Josep Granyer, quien ubicó abajo y arriba un Toro pensador, inspirado en El pensador de Auguste Rodin, y una Jirafa coqueta. Él y ella jamás se ven, pero encarnan un amor que invade toda esta hermosa arteria peatonal.
Los animales también tienen su papel en las fuentes públicas, otra seña de identidad barcelonesa. El inefable Frederic Marès ganó en 1925 un concurso para erigir una pareja configurada por una oca y un gallo. La primera se emplaza en la Plaça del Camp de l’Arpa, mientras el despertador oficial de la humanidad durante siglos reside en otro cruce de caminos, justo cuando Aragó se confunde con la avenida de Roma.
Para completar esta lista no se puede olvidar al caballo de unas viejas caballerizas en el Carrer Morales de Les Corts, hasta hace poco acompañado por la cabeza de un carnero en el Carrer Montnegre, así como al querido mamut del parque de la Ciutadella. Vio la luz en diciembre de 1907 y fue el debut de una frustrada serie de animales extintos propuesta por el geólogo Norbert Font i Sagué, quien así quería conjugar en la antigua sede de la Exposición Universal de 1888 tanto estatuas dedicadas a los nombres ilustres como a un mundo desaparecido millones de años atrás. El paquidermo de hormigón tuvo durante unos años la esperanza de no estar solo, porque se abrió en pleno casco antiguo el Museo del Mamut, tan demencial como para terminar sus días a causa del robo perpetrado por su dueño. Y mientras unos meten la mano en la caja, otros las localizan de casualidad, como el dueño de la Casa de los Caracoles en el chaflán de Tamarit con Entença, frente al Paralelo. En realidad, son dos fincas ornadas con la friolera de 447 caracoles, que, según la leyenda, son una muestra de gratitud de su propietario, Miquel Ribera Ros, quien se hizo con un tesoro enterrado mientras los cazaba un domingo cualquiera.
Los últimos animales de este catálogo responden a distintas evoluciones de la historia local. En el Clot, junto al mercado, el número 18 del Carrer de Rossend Nobas se corona con una testa de vaca, reminiscencia de una vaquería, mientras en el 141 del Carrer de Sants son dos las testas bovinas, a buen resguardo gracias a una cadena de comida rápida.
Los gatos no tienen, a priori, tanta fortuna porque quizá no la necesitan. El de Botero es la contemporaneidad de la Rambla del Raval, con la Font del Gat en recuerdo a cuando Montjuïc era una montaña para el ocio del pueblo, con su merendero y un espacio para bailar distante de los salones burgueses.
Por su parte, lo marino no goza de los vítores del público, aunque no son pocos quienes se acercan al Pez de Frank Gehry o a la Gamba de Mariscal, en el Moll de la Fusta, un resultado demasiado buscado en contraposición con el ídolo supremo de los barceloneses de todas las edades: el ratoncito Pérez. Se movía por los barrios hasta que ha recalado, por ahora e incluso con familia, en una esquina del Guinardó, en la del Carrer Sales i Ferré con Maspons i Labrós. Está bien cobijado en su casita, por ahora indemne al vandalismo por toda la ternura brotada de su magno y minúsculo imperio.
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