Las casas de los Caracoles
Los moluscos decoran el edificio en el cruce de las calles de Tamarit con Entença
Fíjense la próxima vez que pasen por allí. En sus buenos tiempos este par de inmuebles fueron capaces de generar una de esas leyendas urbanas de la Barcelona antigua, que las abuelas nos contaban a los nietos díscolos con moraleja incluida. Les estoy hablando de las casas de los Caracoles, una vasta finca que tiene entrada por la calle de Tamarit 89 y por la calle de Entença número 2, en un chaflán donde van a confluir ambas vías como dos ríos que dan a la mar, que en este caso no es el morir sino el Paral·lel. Como su homóloga hospitaletense -la casa de los Cargols de La Torrasa-, estas dos edificaciones también son modernistas, aunque su volumen y su situación en la ciudad les ha permitido afianzar mejor su reputación en el imaginario popular.
Sus adornos remarcan su situación: al límite del Eixample, junto al Montjuïc todavía por urbanizar
Unos ancianos levantaron las casas tras encontrar un caldero de monedas de oro buscando caracoles
Estas dos casas presentan una decoración muy recargada y pintoresca. Ambas fachadas son de piedra, adornadas con plafones en color teja y blanco que presentan motivos vegetales. Destacan sus amplios balcones de forja, cuyos barrotes semejan helechos. Arriba, en los paneles que rematan la obra, puede verse una escena campesina dispuesta como una viñeta repetida. Si se fijan verán que cuatro payeses de los de faja y bastón -en realidad siempre el mismo-, parecen requerir en amores, muy dignos y formales, a dos lozanas labriegas -también idénticas-, que no parecen muy interesadas en el flirteo. Si las cuentas no me fallan, dos de ellos van a quedarse solteros. O quizá se trata de los esposos y los amantes respectivos de las mozas de marras. Esta última conjetura no sería tan descabellada si tenemos en cuenta que el principal motivo ornamental en todo el edificio son los caracoles. Unos animales conocidos por su lentitud, su paciencia y su tenacidad; pero también por babosos, cornudos y arrastrados por el suelo, talmente como maridos burlados.
Caracoles en las puertas de entrada, caracoles bajo las cornisas, en los balcones, en el interior de la escalera; caracoles pintados y esculpidos, con antenas metálicas. Y en sus esquinas, en lo más alto de todo, dos grandes frisos -uno de ellos más deteriorado que el otro- que repiten idéntica imagen: un par de labriegos, con cestos al brazo, recogiendo caracoles; y entre ellos un tercero, que parece salir de una gruta en el suelo. Se diría que, con su simbolismo popular y naif, el autor de esta obra quería mostrarnos un monte vertical, una floresta de cemento donde poco antes había reinado el descampado y la pradería. Incluso la elección del arquitecto parece responder a ese hermetismo de jeroglífico y crucigrama dominical, pues su autor fue Carles Bosch Negre -o sea, bosque negro-, que las realizó en 1895 (pocos años antes de firmar con Frederic Soler Caterineu la casa Marçal del número 33 de la calle de Aribau, desde hace cinco años convertida en el hotel Axel).
Para el espectador contemporáneo, estas dos casas pueden provocar una cierta extrañeza. No son un ejemplo muy depurado de ornamentación modernista; son demasiado ingenuas y sencillas para competir con otras obras del mismo estilo. Pero para el barcelonés de finales del XIX, aquella decoración estaba en consonancia con lo que entonces era una zona no urbanizada, el límite final del Eixample con la futura avenida del Paral·lel, en vecindad con una montaña de Montjuïc todavía no remodelada por la mano del hombre. A lo lejos, las casitas de pueblo que constituían los caseríos de Hostafrancs y Sants. Al otro lado la ciudad, que crecía y avanzaba con rapidez. Y en medio, un pequeño vecindario de chabolas donde malvivía gente humilde.
Mi abuela contaba que en aquellos andurriales, en una barraca de cañas y maderas viejas, vivía un matrimonio de ancianitos que apenas tenía para comer. Cada mañana, con un saco al hombro, subían la cuesta de la cercana montaña a buscar setas, espárragos trigueros y ramos de romero o de tomillo; y lo vendían en el mercado de Sant Antoni. Un buen día, buscando caracoles fueron a meterse dentro de una de las muchas cuevas que había en aquella época en Montjuïc y encontraron un caldero de monedas de oro. Enriquecidos y cresos, encargaron la construcción de dos viviendas justo en el terreno donde tenían su chamizo. Y en recuerdo de su buena suerte, las hicieron decorar con los humildes gasterópodos que les habían ayudado. Mi abuela terminaba el cuento recordando que uno puede encontrar su fortuna en cualquier sitio.
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