Lodz: la ciudad polaca donde brilló el cine de autor
Cineastas como Andrzej Wajda, Roman Polanski, Krzystof Kieslowski o Agneska Holland iniciaron sus carreras en esta ciudad a medio camino entre Varsovia y Cracovia
Los amantes del cine tal vez se hayan preguntado alguna vez de dónde ha podido salir un plantel de cineastas polacos tan brillante: Andrzej Wajda, Roman Polanski, Krzystof Kieslowski, Agneska Holland… Pues de una escuela de cine singular, concretamente, la de Lodz (pronúnciese Guch). Una ciudad a medio camino entre Varsovia y Cracovia que ha sido designada Ciudad de Cine por la Unesco. Además de esta escuela, posee un estupendo museo del cine, un paseo de la fama como el de Hollywood, y en sus calles han rodado, fascinados, directores como David Lynch o el gran maestro Wajda.
Una de las más ambiciosas películas de este último, La tierra de la gran promesa (Ziemia obiecana, 1975, se puede ver en YouTube) tiene como protagonista a la propia ciudad de Lodz. Basada en la novela del Nobel de Literatura de 1924 Wladyslaw Reymont, traza un fresco épico del auge explosivo de esta población a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Surgió prácticamente de la nada, al estilo de las ciudades del Lejano Oeste americano con la fiebre del oro. Solo que aquí la fiebre fue de la lana, el algodón y los telares. Más de 200 fábricas llegaron a crecer como hongos, pinchando nubes de humo malsano con 124 chimeneas gigantescas. Un paisaje casi distópico, que le valió el apodo de “la Mánchester polaca”.
¿Cómo pudo llegar a eso, en poco tiempo, lo que a principios del XIX era apenas un pueblecito insignificante? Pues a través del viejo truco de lo que ahora llamaríamos dumpin, o paraíso fiscal: los astutos ediles de la época se dieron cuenta de que sus 14 ríos, aunque magros, podían mover ruedas y turbinas, ser fuente de energía, cuando aún no había electricidad. Se ofrecían terrenos gratis a quienes vinieran a establecerse y construyesen su propia fábrica. Acudieron como abejorros emprendedores polacos, rusos, alemanes, judíos… Estos últimos eran más de 230.000 a principios del siglo XX, un tercio de la población urbana. Allí se hablaba yiddish, polaco, ruso, alemán, francés… Juntos todos, pero no revueltos.
Porque era muy distinto estar de un lado u otro, del de los amos o del de los obreros. Aunque hubiera muchas fábricas modestas, cuatro grandes se repartían el pastel: el judío Israel Poznianski, el alemán protestante Karol Scheibler, el sajón Ludwig Geyer y el polaco Ludwig Grohman. Tanto la novela como la película La tierra de la gran promesa se centran en la rivalidad enfermiza entre los dos primeros (con nombres ficticios). La fábrica Manufaktura de Poznianski era una ciudad dentro de la ciudad; llegaron a trabajar en ella 10.000 obreros. A veces, una sola mujer tenía que atender ocho telares, para lo cual se desplazaba en patines; cualquier resbalón o movimiento en falso producía accidentes frecuentes y brutales.
La fábrica lo era todo. Allí estaban los almacenes del género, las naves de trabajo, los bomberos, el economato para las compras, el casino, incluso la iglesia: un templo católico de madera que Poznianski hizo traer de otro barrio más alejado. Y las viviendas, por supuesto, a escasos 20 metros del recinto fabril. Tenían equipo propio de fútbol, y un coro y orquesta (que funcionó hasta 2010). Un esquema que triunfó en otras partes de Europa, también en España, con las llamadas colonias agrícolas, industriales o mineras de Cataluña y Andalucía, sobre todo, inspiradas en los utópicos falansterios de Fourier.
Si los obreros vivían a 20 metros de la fábrica, el amo podía vigilar el trabajo desde sus ventanas… si no fuera por los jardines versallescos que median entre la fábrica y el palacio. Porque se hizo construir un soberbio palacio que muchos reyes envidiarían, no de ladrillo, como las fábricas, sino de piedra, sin escatimar en nada. Cuando su arquitecto le preguntó en qué estilo quería su mansión, la respuesta fue: “Tengo dinero de sobra para todos los estilos, los quiero todos”. Ahora su palacio eclecticista alberga el Museo de la Ciudad. Y la fábrica, Manufaktura, es un complejo inmenso que incluye otro museo, zonas deportivas, zona de restauración, un nuevo apéndice comercial y una segunda sede del Museo de Arte Moderno (MS2). En este se encuentra la obra del pintor de las vanguardias Wladyslaw Strzeminski, muerto en 1952, cuando aún sufría persecución estalinista por no someterse al realismo soviético; su drama fue llevado al cine por Wajda en su película póstuma Los últimos años del artista (2016).
La fábrica del alemán Scheibler es mayor aún que la de Poznianski, pero más fea, convertida ahora en apartamentos y oficinas. Pegado a ella, el palacete que construyó para una de sus hijas es museo familiar. La mansión del propio Scheibler, mucho menos ostentosa que la de su contrincante judío, es la que alberga ahora el Museo del Cine. Todo ello en un área verde, Ksiezy Mlyn, con el parque más antiguo y extenso, Zrodliska, al que se asoman las antiguas viviendas de los empleados y donde se celebran conciertos al aire libre.
Lodz es una ciudad acéfala, no tiene un centro, sino varios. Cerca del microcosmos de Manufaktura creció la calle Piotrkowska, una de las más largas de Europa, con casi cinco kilómetros en línea recta. Una plasmación de la utopía del madrileño Arturo Soria y su Ciudad Lineal: fachadas a la calle y los tranvías, y patios traseros para jardín, huerto o corral. Las fachadas de Piotrkowska son un catálogo de arquitectura modernista. La calle, ahora peatonal, comienza en la Plaza de la Independencia, presidida por la estatua del nacionalista antinapoleónico Tadeusz Kosciuszko, al que Wajda dedicó el raro film Pan Tadeusz con música sublime de Wojcech Kilar.
A lo largo de la calle salen al paso personajes de bronce: Arthur Rubinstein, tocando el piano delante de su casa natal; el poeta judío Julian Tuwin sentado ante la suya (ambos tienen sendos espacios en el Museo de la Ciudad). En una esquina sigue el hotel Savoy, que dio título y contenido a la novela de Joseph Roth sobre el ambiente de entreguerras (cerrado de momento; prueba de cómo cambian los tiempos es el sofisticado hotel PURO, justo enfrente de Manufaktura). No queda lejos la conocida como Fábrica Blanca (Biala Fabryka) que perteneció a Ludwik Geyer, convertida en Museo Textil y activo motor cultural y musical.
Otro centro de gravedad de Lodz es ahora el que acaba de surgir en torno a la antigua estación de tren, Fabryczna, rehecha con atrevidas líneas, y la contigua central térmica convertida en EC1, un recinto industrial que reúne un museo de Ciencia y Tecnología, un planetario, salas de exposiciones… suficientes edificios y cachivaches como para echar el día, y más si se va con críos. Y, con todo lo dicho, no está todo dicho. Lodz sigue siendo para el viajero inquieto una tierra prometida.
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