Industria y codicia
El Nobel polaco Wladyslaw Reymont trazó en La tierra de la gran promesa una especie de anatomía de la codicia. Un acercamiento en el auge de la era industrial, cuyas estrategias inhumanas frente al trabajo siguen vigentes, así como que el éxito también trae desdicha.
LA TIERRA DE LA GRAN PROMESA
Wladyslaw Reymont
Traducción de Pilar Gil Cánovas
Belacqua. Barcelona, 2006
549 páginas. 34 euros
El polaco Wladyslaw Reymont (Kobiele Wielkie, 1867-Varsovia, 1925) goza en su país de enorme prestigio, gracias a su novela Los campesinos, con la que logró, en 1924, la concesión del Premio Nobel. Escritor de estirpe naturalista, Reymont se desentiende de precisar la cronología, para dotar a sus novelas de un escenario más simbólico que histórico. La fuerza de su arte radica, sobre todo, en la exposición de mural, con frecuentes devaneos con la moraleja y el didactismo, aspectos que son aún más evidentes en La tierra de la gran promesa, que antecede a su obra más famosa en más de diez años. La novela resultó, en el momento de su aparición (1899), reveladora del inhumano industrialismo capitalista, pero hoy ha quedado más bien convertida en una alargada crónica de ambiciones empresariales, maniobras comerciales y tácticas de salón, donde un matrimonio concertado también es una inversión, o incluso la más firme garantía frente a la amenaza de bancarrota.
No obstante, pese a su extensión y prolijidad -que no la hace más exacta, sino vagamente sinuosa, con recovecos que sólo sirven al realce del color de época-, La tierra de la gran promesa ofrece un retrato de la ciudad de Lodz (en el centro de Polonia) en el periodo de mayor auge industrial, cuando en poco tiempo se creaban grandes fortunas o se perdían de la noche a la mañana, y donde enriquecerse a costa de la explotación y la miseria de los obreros era una opción legitimada por la costumbre, ya que "no es ninguna excepción en Lodz morirse de hambre". Reymont refleja, con notable parsimonia, la saga de arribismo y falta de escrúpulos -sin olvidar que el éxito, en una competencia despiadada, requiere también de inteligencia e ingenio mercantil- a través de una amplia galería de personajes, judíos, alemanes y polacos, vistos en sus antagonismos raciales y con sus características nacionales, que en sí mismas determinan la índole de su codicia. De hecho, el propósito de Reymont, sin duda, es proponer una anatomía de la codicia, pero también él se ve atrapado por los prejuicios sociales de la época; no soslaya cierto alarde antisemita -la visión del judío es aquí casi caricaturesca-, como tampoco la fascinación por la fortaleza y la eficacia alemanas, ni la necesidad de que la nobleza de espíritu recaiga en un polaco, Trawinski, el único personaje digno de admiración de toda la novela, a quien sin embargo se debe la más rotunda afirmación sobre el empresario de Lodz: "Sin ética se puede vivir, sin dinero no".
Negocios de rápidos beneficios, préstamos usureros, fábricas que se incendian para evitar la quiebra y poder cobrar el seguro, conspiraciones de especuladores que quieren pasar por aristócratas, obreros destrozados por las máquinas, salarios de miseria, viudas harapientas que reclaman derechos nunca concedidos, señoritas de buen corazón traicionadas por no ser un buen negocio ("una prometida no es una letra de pago, es un recibo corriente y moliente"), todo dominado por la avidez de dinero y "el bacilo del trabajo" llevan a un callejón sin salida que Reymont resume en el aburrimiento. Con la acumulación de dinero, concluye el escritor polaco, se conquista el tedio. El personaje central, Karol Borowiecki, se da cuenta así de que el éxito también es la desgracia, y quiere crear felicidad ajena, ya que él no ha conseguido ser feliz. El lector llega a esta moralina después de recorrer demasiadas páginas; imposible aceptar, ahora, que el remordimiento burgués redime de la crueldad y la codicia; al contrario, prolonga el cinismo del capital.
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