Cinco grandes viajes con la casa a cuestas
La Gran Carretera Oceánica, en Australia, la irlandesa Wild Atlantic Way o la panorámica Ruta 1 por la costa de Florida. Rutas en las que hacer kilómetros con una furgoneta es la mejor experiencia
Vivir como un nómada a bordo de una furgoneta adaptada a las necesidades de cada viajero se está convirtiendo, para muchos, en una opción propicia para recorrer el mundo en libertad. Con el interior customizado (adaptado) de las formas más variopintas —sencillas o sofisticadas, más caras o más económicas—, viajar en las llamadas van, o camper, permite, por ejemplo, a surfistas y escaladores practicar con mayor comodidad su deporte favorito, salir de acampada en familia y poder vivir desconectado a tiempo completo. Gracias a nuevas plataformas digitales y a foros en Internet se ha ido creando, a modo de un camping virtual, una comunidad global de aficionados a la llamada vanlife (vida furgonetera).
Más información en "Vanlife", de Lonely Planet, la guía para viajar en furgoneta por todo el mundo.
Para muchos de estos usuarios, una furgoneta camper es la compañera definitiva para esta forma de viajar. Y no es simplemente un vehículo, sino un modo de vida, ya sea para pasar una noche, un fin de semana, varios meses o incluso años. Para ellos proponemos cinco itinerarios míticos donde disfrutar al máximo de la contemplación del mundo desde una casa con ruedas.
1. Surfeando por la Gran Carretera Oceánica (Australia)
La carretera que rodea la costa de Victoria occidental, en Australia, tiene fama de ser una de las rutas costeras más bonitas del mundo. De Torquay a Nelson podemos contemplar alguna de las grandes maravillas del litoral sur australiano, aunque, eso sí, probablemente no nos encontraremos solos en medio de la nada. Es un itinerario bastante frecuentado por un sencillo motivo: es realmente espectacular. Torquay, lacapital australiana del surf e inicio de la ruta, queda muy cerca de la famosa Bells Beach —en la que Keanu Reeves y Patrick Swayze se retan en la película Point Break (Le llaman Bodhi), de Kathryn Bigelow—, y es la sede de dos famosas firmas surferas, Rip Curl y Quiksilver. Sus olas atraen a todo el mundo, desde niños hasta alumnos mochileros de las escuelas de surf. En esta zona también se encuentran Fishermans Beach, protegida del oleaje y preferida por las familias; Front Beach, flanqueada por pinos y prados inclinados, y Back Beach, donde los socorristas patrullan intensamente en el verano austral. Otras buenas playas cercanas para el surf son Jan Juc y Winkipop. Resulta curioso el museo mundial del surf y, si queremos iniciarnos en este deporte, hay dos buenas escuelas: Westcoast Surf School y Torquay Surfing Academy.
De regreso a la Gran Carretera Oceánica pasaremos por lugares muy australianos, como Anglesea, tranquilo centro de veraneo donde las familias comparten pescado con patatas fritas con las gaviotas junto al río Anglesea y disfrutan de la resguardada playa de Point Roadknight (los surfistas se concentran en la playa principal), y donde podremos ver canguros con facilidad: suelen pastar en el Anglesea Golf Club. Lorne es otra parada recomendable: un lugar realmente hermoso, con viejos y altos árboles de caucho flanqueando sus calles y con la luminosa bahía de Loutit como atracción irresistible. Detrás de la ciudad, en las montañas, se esconden las cascadas de Erskine.
Una carretera de curvas, fabulosas vistas al mar hacia un lado y bosques hacia el otro, conduce hasta el río Kennett, uno de los mejores lugares de Australia para ver koalas. La ruta sigue sinuosa y pegada a la costa hasta Apollo Bay, una de las ciudades más grandes de la Gran Carretera Oceánica, con un bucólico paisaje: colinas ondulantes que custodian playas de arena blanca. Aquí podemos navegar en kayak doble para avistar una colonia de lobos marinos australianos o desviarnos por Lighthouse Road, atravesando un denso bosque, para llegar hasta cabo Otway, el segundo punto más septentrional del continente australiano (tras Wilsons Promontory); un litoral precioso pero históricamente traicionero para los barcos, pese a la linterna del faro de Otway, uno de los más antiguos del continente australiano en funcionamiento, construido en 1848 sin mortero ni cemento.
Después llegamos a la imagen más icónica de la ruta, los Doce Apóstoles, enormes promontorios rocosos que emergen del océano, como abandonados a su suerte frente al oleaje, y que nunca fueron 12, sino siete (eran conocidos como la cerda y sus cerditos hasta que en la década de 1960 se les cambió el apodo con visos turísticos). El mejor momento para visitarlos es al atardecer: evitaremos los autobuses turísticos y contemplaremos cómo los pequeños pingüinos vuelven a tierra firme. De nuevo en ruta pasaremos por Warrnambool, sinónimo de avistamiento de ballenas (de mayo a septiembre, cuando juguetean cerca de la costa durante su migración), y por Port Fairy, enclave fundado en 1833 como estación ballenera que conserva su encanto decimonónico: ambiente relajado, edificios históricos, casitas de campo enjalbegadas, coloridos barcos de pesca y calles arboladas. En 2012 fue elegida la comunidad más habitable del mundo.
Camino de Nelson, final de la ruta, queda todavía un desvío imprescindible: el arco de cuatro kilómetros que dibuja la bahía de Bridgewater, con bonitas playas surferas de arena blanca. Y por fin llegamos Nelson, minúscula ciudad y último vestigio de civilización antes de la frontera sur de Australia, donde apenas hallaremos una tienda, un pub y un puñado de lugares donde dormir.
2. La carretera Austral de Patagonia (Chile)
Con 1.239 kilómetros, la carretera Austral (Ruta CH-7) es la ruta más emocionante —y tal vez arriesgada— de Chile, pero recompensa a los valientes que se atreven a recorrerla. Divide en dos la Patagonia, tierra de pioneros que han logrado domesticar el terreno lo suficiente para vivir en los pequeños pueblos que salpican este recorrido, desde Puerto Montt a la región de O’Higgins, entre paisajes salvajes de montañas, lagos, bosques y fiordos. Puerto Montt, ciudad portuaria de la Región de los Lagos, sirve de acceso a lugares como la Caleta Puelche, entrada sur del parque Pumalin, zona protegida de más de 300.000 hectáreas que forma parte del legado del conservacionista estadounidense Douglas Tompkins. Senderos bien mantenidos salen a ambos lados de la carretera de grava, entre bosque de alerces milenarios. Junto a estos gigantes, y junto a las enormes hojas de nalca que emergen entre la abundante vegetación, uno se siente muy pequeño.
Rumbo al sur se alcanza el volcán Chaiten, que entró en erupción en 2008, sepultando la mitad de la ciudad bajo un cóctel de fango y ceniza. Los servicios básicos se restablecieron hace tiempo, pero las casas abandonadas marcan un severo contraste con la soleada y pequeña ciudad de antes de la erupción. Es un punto básico para repostar antes de emprender ruta de nuevo hacia el interior, a través de un valle que atraviesa el pueblo de El Amarillo. Su camping Ventisquero, en la base del glaciar Michinmahuida, presume de ser el más bonito del mundo. Más adelante la carretera Austral gira hacia Villa Santa Lucía, y hay un desvío hasta la frontera argentina bordeando el lago glacial Yelcho y siguiendo el río Futaleufu hasta el pueblo homónimo. Se trata de uno de los grandes cauces de aguas bravas del mundo y merece contratar un descenso en rafting (con monitor) para soltar un poco de adrenalina. Otra de las sorpresas de la ruta son las Termas del Ventisquero.
La ruta no es siempre fácil, con tramos llenos de baches y socavones, pero recompensa con zonas como el fiordo y el parque nacional Queulat, envuelto en bruma y emparedado entre escarpadas montañas, uno de los tramos más bellos de la carretera Austral.
Los socavones dan paso a un tramo asfaltado y el territorio indómito a las tierras de cultivo que anuncian la llegada a la ciudad de Coyhaique, desde la que, hacia el sur, una buena carretera de grava cruza anchos valles custodiados por picos nevados en las tierras de los pioneros. Es el momento de desviarse al parque Patagonia, la zona protegida más nueva de la región. Pasado la reserva llegamos a Cochrane, antigua ciudad ranchera y último enclave para repostar (y comer un buen filete) antes del largo y solitario tramo final: una carretera de baches, curvas cerradas y una caída de vértigo desde la cuneta exterior que pone los pelos de punta y que culmina en el ferri al remoto enclave de O’Higgins. Lleva el nombre de su padre fundador, Bernardo O’Higgins, héroe de ascendencia hispano-irlandesa que lideró la lucha chilena por la independencia de España. La recompensa por haber llegado hasta aquí es un buen plato de la especialidad local, el delicioso cordero al palo.
3. Casi una vuelta a Irlanda
Hay buenas razones para afirmar que los mejores destinos de Irlanda están cerca de la costa: el espléndido paisaje, las cordilleras —desde el punto de vista geográfico, el país es como un cuenco de paredes altas— y casi todos sus principales pueblos y ciudades (Dublín, Belfast, Galway, Sligo o Cork). Y, por carretera, podremos asomarnos a todas estas maravillas.
La Wild Atlantic Way es una ruta estupenda para recorrer, en furgoneta, la costa oeste de Irlanda, desde Cork, en el sur, hasta Donegal en el norte. Podremos contemplar el paisaje kárstico de la región del Burren, que rompe la típica y verde estampa irlandesa pero en primavera se viste de flores silvestres que dan color efímero a su austera belleza. Auténticos placeres de esta zona son sus pueblos, como Kilfenora y Lisdoonvarna, excelentes para repostar y para escuchar algo de música tradicional. Hacia el norte, una de las sorpresas en la ruta es la georgiana ciudad de Westport, seguramente la más bella de la zona, con su plaza octogonal y ordenadas calles arboladas flanqueadas por hermosos edificios de finales del siglo XIII. Y a unos 100 kilómetros hacia el noreste, dejando la costa, la ciudad de Sligo, de animada vida nocturna y alegres pubs, edificios futuristas y viejos puentes de piedra, una abadía histórica y la figura de William Butler Yeats (1865-1939), uno de los principales poetas de Irlanda.
Si continuamos bordeando la costa, llegaremos a lugares tan encantadores como el coqueto centro histórico de Dunfanaghy, con algunos de los mejores restaurantes del noroeste del país. Es también la puerta de acceso a la península de Horn Head, con algunos de los paisajes costeros más maravillosos de la región de Donegal, donde avistar muchas aves. Sus imponentes acantilados de cuarcita, cubiertos de brezos y pantanos, superan los 180 metros de altura y ofrecen vistas fascinantes desde lo alto de Tory, Inishdooey y las islillas de Inish Beg, al oeste; la bahía de Sheep Haven y la península de Rosguill hacia este; del cabo Malin al noreste y de la costa de Escocia al fondo.
Siguiendo por el norte llegamos, ya en terreno norirlandés, a la icónica Calzada del Gigante, con su vasta extensión de columnas de piedra hexagonales, juntas y homogéneas. Declaradas patrimonio mundial, conviene ser visitada entre semana (o fuera de temporada) para ver su cara más evocadora, sin aglomeraciones. Después hay que recorrer (hacia el este) el tramo más hermoso de la costa de la Calzada, hasta Ballycastle, entre acantilados de creta blanca y basalto negro en radical contraste, sus islas rocosas, puertos pintorescos y anchas playas de arena. Se disfruta mejor a pie por los 16,5 kilómetros del Causeway Coast Way.
Hacia el sur llegamos a Belfast, una ciudad nueva en muchos sentidos. En su día era un destino a evitar, pero en los últimos años ha cambiado muchísimo, con muchas propuestas de ocio y hoteles modernos. Los antiguos astilleros del Lagan se han transformado en el Titanic Quarter, cuyo protagonista es el despampanante edificio en forma de estrella que aloja el Titanic Belfast Centre, donde se muestra cómo se llevó a cabo la construcción del mítico transatlántico. Y desde aquí, 165 kilómetros de autopista nos separan de la bulliciosa vida nocturna de Dublín, que ha inspirado a sus músicos, artistas y escritores. El sitio más popular es la Guinness Storehouse, un miniparque temático para amantes de la cerveza y ostentoso homenaje a uno de los símbolos del país.
4. El Grand Tour de Italia
En su libro El viaje a Italia (1670), el tutor y escritor de viajes Richard Lassels recomendaba a los jóvenes aristócratas que hicieran un gran viaje cultural por Europa, y en especial por Italia. Durante este, el estudio de la Antigüedad clásica y el Alto Renacimiento los prepararía para futuros cargos importantes que moldearían la realidad política, económica y social de su tiempo. El que fuera, hace un par de siglos, el clásico viaje de año sabático es hoy un periplo en busca de arte e ilustración, aventura y también diversión. Desde los palacios de los Saboya en Turín y La última cena de Leonardo da Vinci a las tabernas de Génova, el Gran Tour brinda la ocasión de ver algunas de las mayores obras maestras del mundo o de escuchar a Vivaldi interpretado con violonchelos del siglo XVIII. De Turín a Nápoles, el recorrido visita ciudades y paisajes imprescindibles de la cultura italiana.
Los paseos arbolados de Turín, que aún conservan su elegante aire francés y muchos cafés del siglo XIX, como el Caffe San Carlo (Piazza San Carlo) y su chocolate caliente servido bajo doradas lámparas de araña, inicia un recorrido que no sería el Grand Tour si no se desviase, por la A4, hacia Milán para contemplar La última cena, el icónico mural de Da Vinci, en su ubicación original: el comedor del antiguo convento dominico de Santa Maria delle Grazie. Después, hasta Génova, el último tramo de autopista serpentea entre las montañas; al llegar, aguarda el suave clima, la exuberante flora de esta ciudad conocida por el gozo de mala fama en el pasado. El centro histórico era un laberinto de oscuros e insalubres caruggi (callejones), atestados de ladrones y pendencieros. Incluso así, la ciudad era y sigue siendo cosmopolita. Los palacios Rolli, un conjunto de grandes mansiones que se crearon para alojar a papas, dignatarios y realeza en sus visitas, hicieron de Via Balbi y Strada Nuova (hoy Via Giuseppe Garibaldi) dos de las calles más famosas de Europa. Aún se pueden visitar los más bellos, el Palazzo Spinola y el Palazzo Reale.
Los viajeros del Grand Tour no deberían evitar pasar por Pádua camino de Venecia, aunque en el siglo XVIII los estudiantes ya no acudían al Palazzo del Bo, la universidad radical de la República de Venecia donde enseñaron Copérnico y Galileo. Se puede visitar su claustrofóbico anfiteatro anatómico (el primero del mundo), aunque los turistas ya no asisten a una disección. Los espectaculares frescos de Giotto están en la Cappella degli Scrovegni. Y, por fin, la joya del itinerario, Venecia. Aparte del arte de la Gallerie dell’Accademia y de las extraordinarias obras maestras de arquitectura, como el Palacio Ducal, el Campanile, la iglesia de Santa Maria della Salute y las cúpulas relucientes de la basílica de San Marcos, históricamente la ciudad italiana de los canales se consideró un emocionante antro de desenfreno. Muy diferente al ambiente que se encontraban los viajeros en la universitaria Bolonia, sede de la universidad más antigua de Europa (de 1088) y en su día tierra de Dante, Boccaccio y Petrarca. Su centro histórico, con una veintena de altas torres, conforma una de las ciudades medievales mejor conservadas del mundo. En la basílica de San Petronio, levantada para competir con la de San Pedro en Roma, el reloj de sol de Giovanni Cassini (1655) demostró los problemas del calendario juliano (que nos dio el año bisiesto), mientras los alumnos boloñeses avanzaban en el conocimiento humano de la obstetricia, la ciencia natural, la zoología y la antropología.
Otra parada obligada es Florencia. Desde la cúpula de tejas rojas de Filippo Brunelleschi que corona el Duomo hasta el David de Miguel Ángel y El nacimiento de Venus de Botticelli —expuestos en la Galleria dell’Accademia y en los Uffizi, respectivamente—, la ciudad contiene (según la Unesco) el mayor número de obras maestras de arte del mundo. Además, el centro se parece mucho al de 1550, con sus torres de piedra y jardines de cipreses. Y de camino a Roma, aguarda la medieval Viterbo, donde nos podemos dar un chapuzón en las fuentes termales de Terme dei Papi.
La capital italiana son palabras mayores: aún estando en ruinas, la Roma del siglo XVIII seguía considerándose la augusta capital del mundo. Aquí se despertaba en el viajero del Grand Tour el interés por el arte y la arquitectura, aunque el Coliseo estuviera lleno de escombros y el monte Palatino cubierto de jardines. Sus tesoros se acumulaban poco a poco en el museo nacional más antiguo del mundo, los Museos Capitolinos, y al llegar por la Porta del Popolo se veía enseguida la cúpula de San Pedro antes de recorrer el Corso hacia la aduana. Hecho eso, restaban la plaza de España, principal punto de encuentro de la ciudad, el Panteón y los Museos del Vaticano, aunque muchos viajeros preferían socializar en los jardines del palacio Borghese. Para los más osados, ya solo quedaba poner rumbo al sur, a la lasciva ciudad de Nápoles. En la época, el Vesubio relucía amenazador —en el siglo XVIII entró en erupción seis veces y en el XIX ocho más— y Nápoles era hogar de la ópera y la comedia del arte (sátira cómica improvisada), así que las clases de canto y las butacas en el teatro San Carlo eran de curso obligatorio. Tras el descubrimiento de Pompeya, en 1748, el drama palpable de una ciudad romana en la hora de su muerte atrajo a hordas de visitantes. Entonces, como ahora, era uno de los puntos de interés más célebres de Italia y sus preciosos mosaicos, frescos y esculturas colosales llenaron el museo Archeologico Nazionale.
5. La panorámica Ruta 1 por la costa de Florida
Miami es el espectacular final de una épica ruta por la costa Este estadounidense con interesantes enclaves históricos. Recorrer Florida a lo largo hasta la costa permite descubrir las maravillas del “Estado del sol brillante”: el asentamiento permanente más antiguo de EE UU, atracciones para toda la familia, el sabor latino, la bella arquitectura art déco en tonos pastel de Miami y kilómetros y kilómetros de preciosas playas.
La ruta comienza 21 kilómetros al sur de la frontera con Georgia, en la isla de Amelia, una espléndida isla barrera con todo el encanto del Deep South. Los veraneantes la frecuentan desde la década de 1890, cuando el tren de Henry Flagler la convirtió en el patio de recreo de los ricos. La carretera nos lleva a la isla de Fort George, con raíces históricas muy profundas. Enormes concheros indican que estuvo habitada por indios americanos hace más de 5.000 años. En 1736 el general británico James Oglethorpe erigió un fuerte en la zona, aunque desapareció hace tiempo y se desconoce su ubicación exacta. En la década de 1920 las jóvenes flappers frecuentaban el lujoso Ribault Club, sede de fiestas al más puro estilo Gran Gatsby, bolos sobre hierba y paseos en velero. Pero quizá lo más fascinante, y lo más sobrio, sea la Kingsley Plantation, de 1798, la plantación más antigua de Florida. Dada su remota ubicación, no es la clásica mansión sureña, pero ofrece un crudo retrato de la esclavitud a través de exposiciones y los restos de 23 cabañas de esclavos.
No muy lejos está Jacksonville, que con sus rascacielos, autovías y hoteles de cadenas internacionales. Se aleja un poco de la temática costera de esta ruta, pero tiene buenas opciones para cenar y sus barrios históricos restaurados bien merecen un paseo. También es un buen sitio para disfrutar de la cultura en el Cummer Museum of Art, con una colección excelente de pintura estadounidense y europea, y de artes decorativas y antigüedades orientales; o bien en el Museum of Modern Art Jacksonville (MOCA), que exhibe pintura contemporánea, escultura, fotografía y filmes.
Pero si hay un lugar histórico y significativo para nosotros en la ruta es San Agustín. Fundada por españoles en 1565, es el asentamiento permanente más antiguo de EE UU. Es una ciudad muy turística, con muchos museos, circuitos y atracciones que incluyen personajes vestidos de la época, que se pasean por las calles. Se puede empezar por el Colonial Quarter, recreación del San Agustín del s. XVIII, con artesanos que muestran su trabajo en hierro, cuero y otros oficios. Todo muy turístico, incluida la Fuente de la Juventud, una ridícula atracción turística disfrazada de parque arqueológico situada supuestamente en el lugar de llegada de Ponce de León.
A estas alturas ya se ha descubierto que no todo en Florida es diversión bajo el sol; el Estado posee una rica historia que se remonta cientos de años. Los aficionados a la historia disfrutarán visitando el Monumento Nacional Fuerte Matanzas, un pequeño fuerte español construido en 1742 para custodiar la ensenada de Matanzas —que llegaba hasta San Agustín— de los invasores británicos. En el paseo en barco (gratuito) los guardabosques narran la historia del fuerte y explican el cruento origen de su nombre, matanzas (dejémoslo en que las cosas salieron muy mal para unos 200 soldados franceses en 1565).
El contraste con las visitas más históricas está más adelante: Daytona Beach, que se autodefine como “la playa más famosa del mundo”. Su fama no se debe tanto a su calidad como a la magnitud de las fiestas de las vacaciones de primavera, las Speedweeks y los eventos motociclistas, con medio millón de moteros dándose cita en la ciudad. Se puede ir a ver carreras en el Daytona International Speedway. Si no hay carrera, es posible pasear por los enormes estands o en tranvía por la pista y la zona de boxes gratis.
Pero ¿qué sería de una ruta costera sin un faro? El Ponce de Leon Inlet Lighthouse & Museum está 10 kilómetros al sur de Daytona Beach. Es buena idea parar a fotografiar el bonito faro de ladrillo rojo, construido en 1887, y subir hasta lo más alto para gozar de grandes vistas de las playas de los alrededores.
La naturaleza está muy presente, como nos muestra el Canaveral National Seashore, con 39 kilómetros de arenales que representan el mayor tramo de playa sin urbanizar de la costa este de Florida. También hay espacios naturales como el Merritt Island National Wildlife Refuge, un oasis virgen para aves y otros animales y uno de los mejores enclaves del país para la observación de aves, sobre todo de octubre a mayo.
Y de la tierra al espacio: el principal reclamo de la Costa Espacial es el Centro Espacial John F. Kennedy y su colosal centro de visitantes: una antigua instalación espacial que ha pasado de museo viviente a museo histórico desde que la NASA finalizo su programa del transbordador espacial en 2011.
Historia y naturaleza dan paso a dinero y cultura en el sur de la costa, y Palm Beach es lo que parece: un patio de recreo de ricos y famosos. Se puede pasear por la playa —cuidada y sin algas—, contemplar los enormes recintos de viviendas A1A o mirar escaparates en la elegantísima Worth Ave. Pero lo mejor es el Flagler Museum, que ocupa la espectacular mansión Whitehall, de estilo beaux arts y construida por Henry Flagler en 1902. Si Palm Beach tiene el dinero, West Palm Beach tiene el mayor museo de arte de Florida, el Norton Museum of Art, una parada estupenda antes de seguir rumbo a Fort Lauderdale Beach, que ya no es el popular destino de las vacaciones de primavera que fue, aunque todavía se encuentran bares de playa y moteles entre los selectos hoteles boutique y yates multimillonarios. La playa de arena blanca es una de las más limpias y de las mejores de la región. Miami solo esta media hora al sur de Fort Lauderdale por la I-95.
Miami se mueve a un ritmo diferente de cualquier otra ciudad de EE UU, con sus tonos pastel, belleza subtropical y sensualidad latina en el ambiente. Al oeste del centro, en Calle Ocho, se halla la Pequeña Habana, la comunidad más prominente de cubano-americanos de EE UU. Es buena idea visitarlo el último viernes de mes, cuando se celebran los Viernes Culturales, una feria urbana de artistas y músicos latinos. También merece la pena el parque Máximo Gomez, donde los ancianos se reúnen para jugar al dominó al son de la música latina. Wynwood y el Design District son los barrios artísticos oficiales de Miami. Y ponemos punto final enfilando con la furgo a Miami Beach, con algunas de las mejores playas del país, con arena blanca y aguas turquesas y templadas, y también con la mayor concentración de art déco del mundo, con casi 1.200 edificios flanqueando las calles que rodean Ocean Drive y Collins Ave.
Una hora al sur en coche de Miami Beach, el parque nacional Biscayne: un santuario marino protegido con asombrosos sistemas de arrecifes de coral tropicales, la mayoría de ellos a la vista del perfil urbano de Miami. Solo es accesible por mar, con un circuito en barco de fondo de cristal, buceando o remando en canoa o kayak para maravillarse por este sistema de 777 kilómetros cuadrados de islas, naufragios y manglares.
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