Más cerca del sol en Ecuador
De Quito a Guayaquil, un viaje andino que se detiene ante la cima del volcán Chimborazo, el punto más alejado del centro de la Tierra
Llegamos a Quito con la prevención del soroche y, al salir del aeropuerto, caminamos como si anduviésemos pisando papel burbuja. Alguien comenta: “Ando un poco mareado”; otro dice: “Pues yo no noto nada”. Pasada la escucha del cuerpo que reacciona al cambio, recorremos los cuarenta y tantos kilómetros que separan aeropuerto y ciudad. La chófer nos lleva a toda pastilla y no tiene reparos en adelantar por la derecha deslizándose de un carril a otro. Entramos en Quito, entre gargantas verdes y cortaduras, dejando a un lado Guápulo, barrio indígena con una iglesia cuya belleza resaltan las guías. Quito es una lengua larga y estrecha que repta entre montañas. Nuestra primera toma de contacto con el pulso quiteño comienza en La Floresta —“Nuestro Malasaña, para bien y para mal”, me advierte Antonio— y, entre humaredas, adivinamos los agachaditos, puestos de comida, alrededor de los que se arremolinan los quiteños para degustar chinchulines. Los maleteros de algunos coches se convierten en improvisados dispensadores de café y tamales dulces. Beberemos cerveza artesanal en el Coffee Club del cine Ocho y Medio, donde programan Jules et Jim y La regla de tres. En la carta del café se solicita “muy comedidamente” que el pedido se haga en la barra. Ese comedimiento hace realidad el tópico del español vocinglero y áspero. Aquí nuestro tono de voz destaca sobre la dulzura de los meseros quiteños, a quienes les preguntamos todo dos veces: no los oímos. Así ocurre en Mi Cocina, donde cenamos ceviche de camarón con salsa de cebolla y cítricos, bonitísimas, arroz, fritada de cerdo. Todo ello regado con unas imprescindibles cervezas Club Verde.
Los palacetes adornados con grafitis de La Floresta son hipster, vintage, la parte de Quito gentrificada. De camino al hotel pasamos por la animada plaza Foch en La Mariscal. El taxista, que escucha una versión combo de Ojos verdes, nos informa: “Aquí hay de todo, todo”. Y sí, parece que hay bastantes cosas, pero no de todo: en un local de ambiente, donde piden la cédula para entrar, no hay ginebra. El alcohol está gravado aquí con altos impuestos: una botella de whisky normalita cuesta más de cien euros.
Al día siguiente cumplimos con los imprescindibles señalados en el mapa de Quito. Comenzamos en la bellísima Plaza Grande, con su arbolado de flores moradas, la catedral, los antiguos hoteles y el imponente Palacio de Gobierno. Muy cerca se alza la fachada de la iglesia de la Compañía; en su interior percibimos todos los matices del oro que se combina con algunas tonalidades de azul. El órgano es soberbio. Debajo de la cúpula se sitúa un espejo para verla en detalle sin necesidad de padecer tortícolis. Un globo se ha quedado en las alturas como brillante corazón de Jesús.
Figurillas eróticas
Vamos a la plaza de San Francisco: no apreciamos su característica limpieza y sobriedad porque está levantada a causa de las obras del metro. Gajes del oficio de turista. Pero nos regodeamos en las tiendas de telas y trajes “para todo compromiso” que festonean la plaza. En la iglesia del convento están oficiando misa. Aquí el oro se entrevera con el verde, se puede subir al coro y el órgano también impresiona. Aunque lo más agradable son los patios conventuales. En la calle, hermosas edificaciones coloniales, gente para arriba y para abajo, comercios de especias, juguetes e instrumentos musicales. Tomamos algo en el bar del selecto hotel Casa Gangotena. El museo Casa del Alabado se ubica en un edificio rehabilitado con gusto que contiene una magnífica colección de arte precolombino. Somos gente primaria y nos detenemos en las figurillas eróticas: hombres que fornican, felaciones, figuras antropomórficas con pechos, pene y vagina, a veces con todo a la vez. Más tarde, en la Casa Museo de Guayasamín, gran pintor ecuatoriano del siglo XX, también disfrutaremos de su colección de arte erótico precolombino. Dejamos atrás el Alabado y el imponente Museo de la Ciudad y nos adentramos en una de las calles más antiguas de Quito: La Ronda, muy tranquila de mañana. Observamos las características de sus fachadas floreadas y limpias, su estructura serpenteante, la vista que se incrusta en el panel verde de los montes. La estatua del Panecillo vigila nuestro paseo por el centro histórico. Por la noche, en La Ronda, se abren los bares, y los canelazos, infusión de naranjilla, canela y aguardiente de caña, atraviesan dulcemente los gañotes. Pero ahora es mediodía y subimos a comer a una hacienda situada en el Pichincha. Las vistas de la ciudad son excelentes. En el parque de la Hacienda descansan llamas y vicuñas. Al Pichincha también se puede ascender en teleférico.
Dedicamos la tarde a visitar, acompañados de su nieto Diego, la Casa Museo de Guayasamín y la Capilla del Hombre, un edificio sin ventanas con estructura de templo incaico que propicia el encuentro con uno mismo: es una capilla laica para un ser humano tangible; la devoción, más allá de religiones, se centra en el dolor —especialmente el de los niños—, el llanto y la ternura —encarnada en el amor de la madre— de los latinoamericanos. De ello son buena muestra la reinterpretación de la Piedad de Avignon, que el pintor ecuatoriano versiona eliminando los elementos de santidad —estigmas de Jesús, halos…—, y sus obras de denuncia de las dictaduras: la de Somoza; el golpe contra Allende; el martirio de Víctor Jara; y Los mutilados, un cuadro de arte sináptico, móvil, inspirado en los horrores de la guerra civil española, que refleja la búsqueda de la proporción áurea y la desmembración del cuerpo humano.
Las estilizadas manos de Guayasamín son desgarradoras. En la casa museo contemplamos otros lienzos portentosos, como el retrato de Mercedes Sosa que preside el amplísimo estudio o el de Paco de Lucía que el artista pintó en una hora: de Lucía era nervioso. A Guayasamín le gustaba la música y la buena conversación, cuyos ecos aún parecen emanar de la cava. La casa, de 2.000 metros cuadrados, cuenta con un espacio en el que el artista se retiraba a partir de las cinco de la tarde; allí están sus fotos con Felipe González, Fidel Castro, Mao Zedong y Jorge Enrique Adoum, gran poeta ecuatoriano, que yace enterrado junto a Guayasamín al pie del Árbol de la Vida. Desde ese punto, las estampas de Quito son maravillosas a cualquier hora. No por casualidad, la casa se encuentra en el rico barrio de Bellavista. Luego pasamos por el polifacético parque La Carolina, donde los quiteños practican deportes o se reúnen para disfrutar del sol. También es un barrio burgués, financiero, con buenas panaderías como la Cyrano, los helados Corfú o la pastelería Cyril.
La laguna del Quilotoa
Abandonamos Quito con muchas cuentas pendientes. Alquilamos un coche y nos dirigimos hacia el parque nacional del Cotopaxi. La punta nevada del monte Fuji ecuatoriano se ve desde la autopista de la sierra. Nos desviamos por Machachi y transitamos por una espantosa carretera de guijarros. Los veintipocos kilómetros a los que comienza el parque se nos hacen eternos. Sin embargo, la carretera conduce a la apartada, confortable y rústica Hacienda El Porvenir. Nuestro amigo Antonio nos indica que los pantanales que rodean el Cotopaxi, en el sector de Limpiopungo, son maravillosos. Nosotros desandamos la carretera infernal y tomamos de nuevo la Panamericana hacia al desvío a la laguna del Quilotoa. Merece la pena llegar hasta la ventosa cima: la ruta ofrece bellísimas panorámicas del Cotopaxi y el paisaje de destino no defrauda. El perfilado cráter del extinto volcán es ahora verde y azul.
En el muelle se alquilan embarcaciones. Se pude subir y bajar hasta la laguna en burro o caminando. Los turistas que eligen la segunda opción al regreso amarillean y no paran de jadear. En lo alto hay hostales y restaurantes para degustar especialidades andinas como el asado de cuy o habas con queso y choclo. Las ciudades grandes más próximas a la laguna son Pujilí y Latacunga. Nosotros seguimos hasta Ambato, que es tierra natal del escritor Juan León Mera, autor de la romántica Cumandá y del himno nacional. Otro escritor y político ecuatoriano, Raúl Vallejo, nos dice que Mera en Ecuador “lo fue todo”. Aquí queda su hacienda, llamada Atocha. A la salida de Ambato tomamos una foto de la estupenda panorámica del caserío. Cerca de allí, el mercado de Santa Rosa exhibe sus infinitas variedades de patatas mientras los perros callejeros se vuelven locos con el olor de la carne cruda. Nos vamos pronto porque queremos dormir a los pies del Chimborazo.
A la luz de la Luna
La cima del Chimborazo es el punto más alejado del centro de la Tierra. Al atardecer, se alza imponente. Exclamamos “¡Oh!” y la impresión nos lleva a desconcentrarnos porque no damos con el Chimborazo Lodge, las cabañas en las que prevemos dormir. Nos confundimos y atravesamos la entrada del parque nacional. Aquí, sí, a 4.400 metros de altura, experimentamos una ligera borrachera. Una falta de aire. El frío es seco y nos curamos de él en el comedor de nuestro alojamiento por fin hallado. Las ventanas de las cabañas no tienen cortinas y la luz de la Luna inunda la habitación. Tumbados desde la cama parece que la montaña gigante nos va a aplastar. No hay Internet y eso redunda en una sensación de libertad curiosamente asociada a cierta claustrofobia.
Al día siguiente, a plena luz, pisamos el centro de uno de los paisajes más contundentes de la Tierra. Ecuador nos regala sus mejores postales. Salimos hacia Cuenca atravesando San Juan; Guasuntos, pueblo engarzado en una preciosa loma. Sobre las empinadísimas laderas, las mujeres trabajan la tierra. Las vacas se cuelgan milagrosamente de paredes escarpadas. En Chunchi y El Tambo hacemos fotos desde miradores enfocados hacia el abismo entre un mar de nubes. No hay apenas gasolineras y compramos combustible en un comercio particular por el doble del precio normal del galón, que en Ecuador es muy barato.
Cuenca está situada entre tres ríos. Tiene casas colgadas, un centro histórico con fachadas blancas o de vivos colores y tejas. “Un aire country”, resume Antonio. En la arbolada plaza de la catedral vieja, o Sagrario, y de la nueva catedral, caminamos sobre austeros pavimentos y bajo zonas porticadas. En una iglesia mariana el altar de la Virgen, entre cortinas verdes, parece un escenario de revista. Dicen que aquí están los mejores restaurantes de Ecuador.
De Cuenca a Guayaquil notamos cómo el paisaje andino se tropicaliza. Hemos descendido 4.000 metros. Guayaquil no es monumental, pero sí vivísima: la zona rosa hacia el malecón de Simón Bolívar, el parque de las Iguanas y el parque del Centenario —corazón urbano—, el rehabilitado barrio de Las Peñas, los encebollados de La Culata, los cangrejos y la chiva. Desde allí Miguel Ángel nos manda un vídeo: la banda sonora de ese Guayaquil nocturno es Despacito, de Luis Fonsi. A toda mecha. Al final del vídeo, el rostro de Miguel, iluminado por luces locas, susurra: “Cielo santo”.
Marta Sanz es autora de la novela Clavícula (Anagrama).
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.