Brillo lisérgico en El Alto
Insólita arquitectura en la ciudad más poblada de Bolivia, vecina de La Paz
Cuando el viajero contempla los cholets de la ciudad boliviana de El Alto (ver fotogalería) vive la concreción de un postulado intelectual. Frente a sus propios ojos, con sus colores rojos, naranjas, amarillos y verdes, se transforma en edificio aquella idea, recogida en la Historia social de la literatura y el arte de Arnold Hauser, de que la forma es ideológica: estas construcciones representan el surgimiento de una nueva burguesía aimara que encarna a su manera los valores del emprendimiento capitalista. El tono despectivo del nombre cholet —fusión de cholo y chalet— se desdibuja, e incluso hay tours, bastante caros, donde se muestran orgullosamente algunos de los más vistosos. Y la excursión merece la pena porque se aprenden muchas cosas sobre los logros y las contradicciones de un país mutante.
Los cholets son fruto de la imaginación de Freddy Mamani, self made man que comenzó siendo albañil y se transformó en el padre de la nueva arquitectura andina. Tiene 42 años y su arquitectura se exporta a Chile, Argentina, Brasil, Perú y Ecuador. Su primer cholet data del año 2005 y se sitúa frente al edificio de la Universidad Pública de El Alto, cerca de un mercado callejero en cuyos puestos algunos de los comerciantes pasan la noche. Al lado se alza una estatua del Che Guevara que pisa el águila del imperialismo estadounidense. Sfumato del límite ideológico. Posmodernismo puro.
El Alto es una ciudad de casi un millón de habitantes, fundada en 1985, donde se ubica el aeropuerto más próximo a La Paz (el área urbana formada por ambas poblaciones suma 1,8 millones). Desde allí, a más de 4.000 metros, se contemplan unas espléndidas vistas de La Paz, capital que destaca por su magnífico emplazamiento entre cumbres, cordilleras y hondonadas. Se disfruta de unas espectaculares panorámicas si se coge la línea amarilla del teleférico que une el barrio de Sopocachi con El Alto. La visión cenital de las azoteas paceñas es sorprendente: barbacoas, coches, tendederos, barreños, danzarines… El teleférico constituye una herramienta de integración social que a la vez funciona como reclamo turístico.
Al llegar a El Alto abrimos aún más los ojos no solo por los atuendos de las cholas, sino también por el bullicio, las manadas de perros vagabundos a los que alguien un día les puso una mantita que luego nadie retiró, las figuras antropomórficas colgadas de los postes de la luz como aviso a los ladrones, las pintadas que advierten “Ladrón pillado será quemado vivo”… Allí el cholet es la representación del éxito, y el éxito se entiende del mismo modo que en las sociedades netamente capitalistas: el indio, marginado y reprimido durante tanto tiempo, alcanza el estatus social deseado y se empodera como miembro de una etnia que, gracias a la estrategia política, se yergue desde el adobe hacia el brillo lisérgico del cholet. Sus precios oscilan entre los 200.000 y 300.000 dólares.
Fiesta en la primera planta
La guía nos cuenta que los propietarios de los cholets piden un crédito que amortizan celebrando fiestas en la primera planta de las edificaciones. Por el alquiler del espacio cobran entre 2.000 y 3.000 dólares diarios. La fiesta es uno de los patrimonios intangibles de Bolivia: las máscaras del Museo de Etnografía y Folklore de La Paz, que los danzantes se colocan sobre el rostro, testimonian la variedad y trascendencia de estas celebraciones fascinantes y sincréticas.
Los cholets tienen una estructura fija que refleja el talante comercial de sus propietarios: en la primera planta se sitúa su negocio —carnicería, ferretería, bazar…—; en la segunda, la sala de fiestas; la tercera se dedica a apartamentos que los dueños alquilan y cuyos beneficios invierten para amortizar el pago de su deuda; en la última planta, coronando la construcción, se levanta el cholet propiamente dicho, la soñada vivienda de los propietarios… Las fachadas se adornan con elementos decorativos de la cultura Tiwanaku —la semántica del color, la numerología, la astrología, el simbolismo geométrico— que se relacionan con las reivindicaciones indigenistas. El efecto kitsch deslumbra sobre todo en los interiores. En la sala de fiestas de El Imperio del Rey las chinerías se funden con la estética de crucero y uno se replantea el concepto del buen gusto, el arte popular y la ostentación.
La sensación de habitar una realidad paralela se multiplica por mil cuando visitamos las viviendas sociales con impresionantes fachadas pintadas por Roberto Mamani Mamani. Vivimos dentro de un cómic, de una ilusión. El viajero se observa la mano para comprobar que sigue siendo de carne. La chacana, cruz indígena, sirve de base para diseñar el condominio. Desde el exterior vemos aún pocos pisos habitados. Las casas cuestan 30.000 dólares. Al día siguiente nos aseguran que están vendidas prácticamente todas.
Marta Sanz es autora de la novela Clavícula (Anagrama).
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