En los dominios del cóndor
Un ave fascinante, un paisaje sobrecogedor, el espectacular valle del Colca, y la liviandad de la altitud en los Andes peruanos
Imaginad un valle de dimensiones interplanetarias, un escenario verniano con siglos de historia escondida, un avituallamiento en el camino que te recuerda que la idea del viaje nunca fue la instantánea o el destino final. Tanto desde La Paz, Puno (Titicaca) y Cuzco como, lo más frecuente, desde Arequipa, podemos contratar una excursión por carretera, almorzar, cenar, pernoctar con calidad por tan solo 50 dólares y seguir nuestro itinerario. Nosotros partimos desde la ciudad de Arequipa y viajamos con esos residuos adolescentes que no nos abandonan hacia un dominio de aves casi prehistóricas, volcanes, en los confines de la Tierra. Salimos.
Arequipa podría ser Las Vegas en mitad del desierto, pero el buen gusto se impone. Sin dejar de visitar el monasterio de Santa Catalina, joya arquitectónica que merecería una trama de Vargas Llosa —Arequipa es su ciudad natal—, nos subimos al coche para dejar a un lado los imponentes Misti, Chachani y Pichu Pichu, los tres volcanes nevados de 6.000 metros que protegen la ciudad, y nos adentramos en el altiplano central de Perú. Vamos a subir desde los 2.300 hasta los 5.000 metros: bolsita de hoja de coca o mate en el desayuno, indispensable.
Pasarán cuatro horas antes de llegar a la morada del cóndor, el camino sube y serpentea rodeando paisajes progresivos, la altura y la latitud ecuatorial diseñan el singular decorado. Empieza el desierto árido, pedregoso e inundado de cactus del viejo Oeste, canteras bíblicas de piedra arequipeña, hasta alcanzar la reserva nacional Salinas y Aguada Blanca, paraje de pampa, tierra de guanacos y vicuñas —una de las lanas más apreciadas—, con singulares formaciones de piedra erosionada dignas de la Capadocia. Luego, por fin algo de verde, las lagunas y bofedales con los primeros rebaños de ovejas, alpacas y llamas, todas juntas y en armonía dando lecciones de integración, hay que ser lanudo para soportar la dañina radiación solar, la más alta del planeta. Sin protector solar (bloqueador) eres un pollo asado en menos de una hora.
Seguimos ascendiendo hasta que llegamos al mirador de los Andes, a 4.910 metros de altura, el punto más alto de nuestro periplo: panorámica lunar, viento helado. Si puedes respirar, has ganado. Fumarse un cigarrillo puede ser un acto heroico. Legiones de apachetas, torretas de piedra que levantan los viajeros como una ofrenda al camino, se pierden hasta la línea del horizonte. Nada se mueve, solo las miméticas vizcachas (roedor andino de gran tamaño y cola larga) te recuerdan que no estás delante de un cuadro.
Descendemos sin prisa al pueblo de Chivay, posible base de nuestra excursión, que se encuentra tan al fondo del valle que uno cree haber perdido cualquier referencia de la dimensión, algo así como Gulliver pero en la isla de los gigantes. Sí, es el valle del Colca, con sus infinitas laderas aterrazadas… Y su cañón, una inmensa raja en la tierra ¿Otro mundo en las profundidades? Sí.
Estamos en el paraíso de escaladores, ciclistas, amantes del trekking, despistados, de aquí y de allí. En la parte alta del valle, el cañón tiene una caída de 1.500 metros, se impone la Cruz del Cóndor, un mirador que reta al vacío y donde, ahora sí, se puede apreciar el vuelo del cóndor: no sale de su cañón, macho y hembra sobrevuelan su nido, vigilan a su siempre escasa camada en una tradición que ayuda a conservar a esta especie legendaria. Sin las corrientes de aire que orillan las paredes del valle este animal no levantaría el vuelo, demasiado pesado para disfrutar del planeo por la tundra, una de las aves de mayor envergadura en sus alas (unos tres metros) y que llega a vivir 75 años en cautividad.
Poderoso Sabancaya
Además de Chivay, vale la pena visitar alguno de los 14 pueblos del valle: Maca, su iglesia; Yanque, sus aguas termales, bañarse en agua hirviendo mientras llueve; Coporaque, sentarse a ver los volcanes, vigías de todo, parecen dinosaurios de piedra pero siguen escupiendo fuego; el poderoso Sabancaya, esculpe su cetro de ceniza cada poco, y en ocasiones alcanza todo el valle, que despierta cubierto por su escarcha, como inundado de octavillas con un viejo decreto olvidado de la naturaleza.
El paisaje sería de una aridez similar a la de las películas del Oeste estadounidense; sin embargo, el cañón del Colca es un verde oasis porque alberga un sistema de irrigación que es una de las principales maravillas ecológicas de la ingeniería prehispánica. Los collaguas perfeccionaron y sofisticaron estas andenerías —que dan el nombre a la cordillera de los Andes— despreciando la ley de la gravedad. Son tierras que no necesitan agricultores “sino héroes”, como indicó José María Arguedas, el autor de Los ríos profundos.
Cuando más tarde los incas fundan Cuzco, lo harán inspirados por estas terrazas, a 3.400 metros de altura, lo más cerca del sol, pero sin alejarse de la tierra que alimenta, apenas por debajo del límite para la producción del cereal.
David Villanueva es músico y editor del sello literario Demipage.
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