Budapest de cuento
Reflejada en el Danubio, la capital de Hungría mantiene el encanto de sus balnearios y fuentes termales, el arrebato de la música de Béla Bartók y una atmósfera europea
Budapest es de esas ciudades cuyo halo decadente realza su encanto. Pese al rigor y el ostracismo al que fue sometida por la dictadura comunista, aún conserva ese aire “señorial e imponente” que le da el aspecto de “ciudad protagonista de la historia”, como dice Claudio Magris en El Danubio, aunque ya de “una Europa después del espectáculo”. No consiguieron imponerle el “color gris del comunismo” que impregnó a la Europa del Este, como recuerda el escritor Péter Esterházy. No perdió, al menos del todo, la vitalidad tanto de sus teatros y óperas como de su alegre vida nocturna, ya famosa en el imperio austrohúngaro, lo que le permitió seguir siendo comparada con París o Viena.
Con o sin rumbo fijo, lo más aconsejable es dejarse llevar por sus calles y plazas. A cada paso nos sorprenderá la belleza de algún edificio barroco, neoclásico o modernista. Descubriremos acogedores cafés y restaurantes decimonónicos donde degustar un goulash o pollo al paprika con galuska, una copa de tokay o pálinka y una tarta Dobos… Con razón Budapest se ha convertido en un gran plató cinematográfico europeo, lo que le ha valido el nombre de Hollywood del Danubio.
El Danubio, no muy azul, “turbio, sabio y grande”, en palabras del poeta Attila József, divide y une a la vez a una ciudad que hasta 1873 fueron dos, Buda y Pest. Situada en un lugar privilegiado, fue objeto de continuas invasiones a lo largo de la historia. Fue celta y romana, otomana y austrohúngara, musulmana y cristiana con una importante presencia judía. Ha vivido momentos de esplendor a caballo de los siglos XIX y XX. También de destrucción varias veces: las últimas en los combates de 1945 y, en parte, durante la invasión soviética de 1956 tras intentar el gobierno de Imre Nagy un “socialismo en libertad”. Lo que ha marcado el carácter de sus gentes, que se aprecia en su literatura, impregnada como dice Magris de esas heridas y de una “sensación de abandono y soledad”.
Buda es la ciudad medieval. Fue capital de todos los ocupantes de Hungría; cárcel de los cabecillas revolucionarios decimonónicos; refugio de serbios y griegos que en su día huían de los otomanos, o, siglos más tarde, de intelectuales que como Thomas Mann lo hacían de los nazis. Es un placer deambular por sus tranquilas callejuelas empedradas y casas barrocas de cálidas fachadas que nos llevan a la inmaculada iglesia de San Matías en el Bastión de los Pescadores, a la residencia presidencial y al Palacio Real, en el que se ubica la Galería Nacional, con su amplia panorámica del arte húngaro desde el medievo.
Desde aquí se puede ir hacia Obuda (la vieja Buda) y sus ruinas romanas de Aquincum, o hacia la ciudadela y a uno de los distintivos de la ciudad, el épico y femenino monumento en honor a la “liberación” del país por los comunistas en 1945, reconvertido popularmente en símbolo de haberse librado de ellos en 1989. Ironía del destino a la que se le podría aplicar lo que Esterházy dice de Budapest en La mirada de la condesa Hahn Hahn: “Cada instante de la ciudad desafortunada encierra en sí una ciudad afortunada que ni siquiera ella sabe que existe”.
Para subir a Buda lo mejor es el viejo funicular o el autobús, pero para bajar se recomienda callejear y luego recorrer su base a ras de río para observar la imponente estatua del obispo Géllert, situada donde fue despeñado en 1046; la curiosa iglesia-cueva de San Esteban frente al hotel Géllert; el barrio de Vivizaros o la tumba del venerado derviche otomano Gul Baba.
Parlamento neogótico
Desde Buda se disfruta de unas vistas espectaculares de Pest y del Danubio, con el vergel de isla Margarita al fondo, donde los lugareños disfrutan paseando el fin de semana o asistiendo a una ópera al aire libre en verano. De estas vistas sobresale el impresionante y neogótico Parlamento, de 1904, con su monumental cúpula. Merece la pena su visita. Guarda en sus interiores el tesoro real con la corona llamada de San Esteban, y su peculiar cruz inclinada que recoge el escudo nacional. Cerca está la basílica de San Esteban, símbolo de la identidad nacional religiosa.
Guía
Cómo llegar
Información
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Podemos seguir, desde la animada plaza Vörösmarty, por la larga y comercial calle Váci, o bordeando el río, para disfrutar de sus emblemáticos puentes: el de las Cadenas, el blanquísimo de Isabel, en honor a la emperatriz Sissi; y el Libertad, probablemente el más bonito, de color verde, decorado con el legendario Turul, el águila adorada por los magiares.
Desde Pest, las vistas de Buda y del río son también impresionantes, sobre todo por la noche. En ese momento, dice György Konrád en Viaje de ida y vuelta, se siente un nudo en la garganta como cuando “se abren las cortinas en la ópera y un fantástico escenario emerge de la oscuridad”. Al pie del Parlamento, una sobrecogedora hilera de zapatos en bronce recuerda las espeluznantes ejecuciones de judíos al borde del Danubio que tuvieron lugar entre 1944 y 1945. Nunca faltan flores y velas. Konrád se salvó refugiándose en casas que algunas embajadas habilitaron como dependencias diplomáticas; entre ellas, la sueca de Raoul Wallenberg y la española, cuyo embajador, Ángel Sanz Briz, desde octubre de 2015 da nombre a una calle de Budapest.
Llegados al puente de la Libertad, pasamos por el Mercado Central, donde compramos paprika y salami; por el neoclásico Museo Nacional, fundamental para sumergirnos en la agitada historia húngara, en cuya escalinata empezó la revolución de 1848 tras entonar el poeta Sándor Petöfi su Canto nacional. Enfrente hay una serie de interesantes librerías de lance. Siguiendo hacia la calle Rákoczi, llegamos al barrio judío, al que nos abre sus puertas su imponente sinagoga de aires bizantinos, la más grande de Europa con sus dos torres rematadas con cúpulas de estilo oriental. Se ha convertido en la principal zona de ambiente juvenil y nocturno, donde conviven tiendas kosher con mercadillos que venden desde antigüedades a souvenirs con la efigie del legendario futbolista hungaroespañol Puskas. Lo más destacable son los bares-ruina, en edificios destinados al derribo y de indescriptible estética alternativa, como el Szimpla, donde disfrutamos de una cerveza con música de fondo, entre jóvenes ejecutivos y artistas alternativos.
El ambiente desenfadado contrasta con las tragedias vividas en esta zona por los judíos en 1944 y por los húngaros en general en 1956, como recuerdan las fachadas aún heridas de metralla; desde aquí hasta la zona del cine Corvin estuvieron los últimos focos de resistencia contra los soviéticos. Extraña combinación que quizá ha llevado al premio Nobel de Literatura Imre Kertész, que sobrevivió a Auschwitz, a temer que la nueva Budapest alegre y turística termine convirtiéndose “en una ciudad sin memoria”. Atormentada memoria que animamos al viajero a sondear a través de algunas de sus obras, como Sin destino o Liquidación; o las de otros escritores como Una fiesta en el jardín y El reloj de piedra, de György Konrád; Liberación y¡Tierra, tierra!, de Sándor Márai; Libro del recuerdo, de Péter Nádas; Armonía celestial y Versión corregida, de Péter Esterházy; o en películas como Sunshine, del oscarizado István Szabó.
Las caminatas requieren descansos, y qué mejor que en sus tradicionales cafés de pasados imperiales, que fueron y son aún lugar de encuentro de escritores y artistas. Sándor Márai decía que “sin cafés no hay literatura”. Cafés como el Ruszwurm, en Buda, que destaca por su pastelería; al igual que el mítico y coqueto Gerbeaud, en Pest. De obligada visita es el espectacular y neobarroco New York, convertido en almacén durante la dictadura comunista; sin olvidar los Central, Eckermann, Astoria —testigo de no pocos episodios históricos—, Luckács, Múvész, o el neorrenacentista de la librería Alexandra.
Estos tres últimos están en la majestuosa avenida Andrassy, patrimonio mundial junto a Buda. Andrassy es la avenida más larga, señorial y elegante de Budapest desde los tiempos del imperio austrohúngaro. Allí, y en sus aledaños, se encuentran las mejores tiendas, cafés, restaurantes, palacios y mansiones más representativos del esplendor decimonónico de Budapest. También lo mejor de la oferta de conciertos, teatros, ópera y musicales que ofrece la agenda cultural de Budapest.
En el tramo que va del río a la plaza Oktogon, cruzada por la animada avenida Teréz y su continuación Erzsébet, cabe destacar sobre todo la reputada Ópera Nacional, un edificio neorrenacentista italiano que recuerda a la de Viena o Dresde. Tuvo entre sus directores a Gustav Mahler. Enfrente se halla el monumental palacio Drechsler.
Cerca, en la calle Nagymezó, están los teatros Thalía, Miktoszkopy y de la Opereta. Y en la paralela de Liszt Ferenc, llena de restaurantes y de agradables terrazas, podremos disfrutar de la Academia de Música Franz Liszt, con sus bellos interiores estilo secesión, su imponente vestíbulo de cerámica Zsolnay y sus dos salas de conciertos. Fue fundada por Liszt, creador de las Rapsodias húngaras, y contó entre sus alumnos con Béla Bartók (los melómanos harán bien en visitar la casa de este compositor húngaro, autor de los geniales seis cuartetos de cuerda, en las colinas de Buda, en Csalán út, 29).
A partir de la plaza Oktogon se agrupan museos y mansiones, muchas de ellas destinadas a embajadas, entre ellas la española. En el número 60 se halla un lugar de triste recuerdo, la que fue sede en 1944 de los cruces flechadas —los nazis húngaros— y después del temido y odiado AVO, la policía política comunista. Allí unos y otros torturaron y ejecutaron por estrangulamiento en sus celdas y patio que hoy se pueden visitar en lo que se llama el Museo del Terror. Está salpicado de vídeos en los que los supervivientes cuentan sus tristes experiencias. También se pueden ver las ejecuciones de los dirigentes nazis húngaros, así como la pantomima de juicio al que fueron sometidos en 1956 Imre Nagy y su gobierno antes de ser ejecutados por el régimen comunista al servicio de Moscú.
En el 69 de Andrassy tenemos la Casa Museo de Franz Liszt, y, al lado, la Academia de Bellas Artes y el teatro de Marionetas en sendos edificios neorrenacentistas de estilo italiano. Siguiendo por Andrassy llegamos a la circular y elegante plaza Kodály, donde se halla el museo homónimo y el palacio Palavicini. Podemos seguir andando para ir descubriendo las maravillas de la avenida; pero si nos cansamos, tampoco está de más tomar la línea de metro que la recorre, cuyas pequeñas estaciones nos llevarán a otros tiempos. Construida en 1896, Budapest tiene el honor de tener la primera línea de metro de Europa continental y la segunda del mundo, después de Londres.
Andrassy termina en la plaza de los Héroes, a uno de cuyos lados se halla el imprescindible Museo de Bellas Artes. Muy cerca, el parque Városliget, con su curioso zoológico modernista, el castillo de Vajdahunyad sobre el lago y los baños termales de Széchenyi.
Piscinas y saunas
Hablando de Széchenyi, uno de los originales atractivos de Budapest son sus baños, que la convierten en la principal ciudad balnearia europea, de cuyas fuentes brotan a diario 80 millones de litros de aguas termales. Los romanos fueron los primeros en explotar sus baños y los turcos los que los convirtieron en hábito, sobreviviendo a los rigores del comunismo. Aunque son un reclamo turístico, los utilizan también los húngaros para remediar afecciones reumáticas y musculares. Los hay a cual más atractivo y pintoresco, de origen otomano o del periodo austrohúngaro, con saunas y piscinas de distintas temperaturas. Los baños Széchenyi son uno de los más grandes. Con su arquitectura neobarroca, uno tiene la sensación de estarse bañando en un palacio. Tiene 15 piscinas, 3 grandes al aire libre en las que llama la atención ver a la gente jugando al ajedrez dentro del agua, incluso en invierno, cuando todo está nevado.
No tienen nada que envidiarle otros baños, de origen turco, como los Rác, Király, Császár/Lukács —donde se reunían los opositores en la época comunista— y, sobre todo, Rudas, de 1566, con su cúpula otomana con vidrieras de distintos colores que iluminan con haces multicolores la piscina octogonal central. Tampoco los baños del hotel Géllert, frente al monte homónimo, estos de los últimos tiempos del periodo austrohúngaro. Son quizá los más famosos, con su piscina central rodeada de columnas de estilo secesión bajo una magnífica cúpula de vidrio y metal, y una piscina exterior con olas que hace las delicias de los más pequeños.
Los baños termales son el mejor lugar donde relajarnos a precios populares después de una larga caminata, curar nuestras lesiones musculares y dejar que corra el tiempo, aun sabiendo que ello nos va a impedir acercarnos a otros sitios que teníamos previsto. Pero Budapest tiene mucho que ver, lo cual es una buena excusa para volver.
Manuel Florentín es editor y autor del ensayo La unidad europea. Historia de un sueño (Anaya).
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