Café sin wifi en Filadelfia
Almuerzo apacible en Lutécia, una cafetería con veinte años de historia en el céntrico barrio de Rittenhouse
El menú es una hoja blanca impresa directamente en una impresora casera. En el encabezado se lee Café Lutécia, Philadelphia, y el número telefónico del lugar. En la parte de abajo están los horarios: de martes a viernes entre las 7 am y 3 pm; sábado y domingo de 8 am a 3 pm. Entre una y otra información está el dibujo de una bailarina de cancán con una pierna suspendida en el aire, casi a la misma altura del tocado de plumas que adorna su cabeza. La falda ondula detrás de ella en un perpetuo movimiento estático.
Hoy es un día ajetreado. A diferencia de otras ocasiones, hay cuatro personas atendiendo el local. La prisa de los que sirven impresiona a los comensales sin que los inquiete. Es una prisa medida, precisa. Al poco tiempo de tomarme nota me traen mi sopa de tomate y una quiche con queso gruyere y espinaca a la mesa. “¿Está todo bien?”, pregunta el camarero con interés sincero. Asiento y miro a mi alrededor. Algunos clientes están todavía con el letargo propio de un sábado a media mañana, pero la mayoría parecen ser personas de costumbres matutinas: corredores, familias jóvenes y personas mayores que leen su periódico.
En cada mesa hay tazas blancas llenas hasta el tope de delicioso café que perfuma el aire. Los chasquidos que salen entre taza y plato musicalizan las conversaciones rodeadas asimismo por paredes cubiertas con todo tipo de parafernalia francesa. Aquí una bandera, allí una caricatura de Napoleón, o un póster enmarcado de la región vitivinícola de Gironde. Hay incluso imágenes al óleo y en acuarela del propio café Lutécia, que atestiguan la importancia de este local para la ciudad de Filadelfia y, específicamente, para el céntrico barrio de Rittenhouse, donde lleva abierto desde hace 20 años.
Sobre la barra del café hay cosas, sobre cosas, sobre cosas. Una caja de pañuelos desechables, una canasta con libros para niños, saleros y azucareros gigantes, un pequeño florero con flores amarillas, un gran contenedor de cubiertos, una pequeña estructura de clips con papas fritas de a cincuenta centavos, los menús, una canasta con tés, popotes (pajitas), lápices de colores, cochecitos de juguete… una lista interminable.
Eso sí, no hay wifi. Razón por la que el zumbido de las conversaciones es continuo y, aunque se puede venir a leer, el local no se convierte en uno de esos nidos de estudio de los universitarios que pululan por la zona, vagando de café en café con el ánimo de hacer más tolerable el deber académico.
Se habrá intuido ya en la descripción: este es un café en el sentido tradicional del término. Uno llega, se sienta y espera a que le tomen nota de lo que va a comer y beber. Es un lugar para no hacer nada durante un par de horas. Antes de marchar, a una pareja sentada frente a mí le preguntan si han disfrutado de la comida y si planean volver. “Sí, seguro”, responden. Pienso lo mismo.
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