Bogotá en un café
Recorrido por locales casi centenarios del centro histórico, recuperados en una ruta turística guiada que incluye pastelerías y un salón de té
Suena la voz de Daniel Santos, El Jefe, en ese bolero que dice “por hondo que sea el mar profundo, no habrá una barrera en el mundo que mi amor profundo no rompa por ti” y que tanto gustaba bailar a mis abuelos. Estoy sentada en una de las sillas de escay rojo y estructura metálica que llevan aquí desde que en 1937 el alemán Guillermo Wills fundara este café en Bogotá al que llamó San Moritz (Calle 16 Nº 7-91) en recuerdo del frío y nevado pueblo de los Alpes suizos. Dos años antes, Gardel había muerto en un accidente aéreo en Medellín y los colombianos enloquecían con el tango y el bandoneón. Soy la única mujer en el establecimiento.
Han pasado 78 años y en este local perdido en los bajos de una casona de estilo colonial en mitad de una callejuela del centro bogotano, al que se accede tras cruzar el zaguán, todo sigue igual: las paredes de color crema y marrón desgastado, las vigas de madera, el mobiliario, las mesas de billar, el piso de baldosas color vino con estrellas blancas y la vieja máquina italiana (marca Fema) en la que Doña Hilda Janeth Vásquez, propietaria junto a su hermano David, me prepara un café; un tinto, como lo llaman los colombianos. Suena un tango de Ignacio Corsini entre fotos de Charlot y la vieja catedral.
San Moritz es unos de los cafés incluidos en el programa Bogotá en un café con el que el Instituto de Patrimonio, dentro de su Plan de Revitalización del Centro Tradicional, quiere recuperar este tipo de establecimientos como lugares de encuentro y motor de la vida urbana, según explica Alfredo Barón, arquitecto encargado del proyecto. Quedan muy pocos de los cerca de 90 cafés que funcionaban a principios del siglo XX. Como El Automático, el más famoso de la literatura colombiana, en el que con su original manera de ser y su peculiar indumentaria pontificaba el poeta León de Greiff; El Cisne, cuartel general de los nadaístas; La Cigarra, refugio de periodistas o La Botella de Oro, ubicado en el atrio de la catedral.
Los que quedan hoy en pie sobrevivieron al Bogotazo del 9 de abril de 1948 –cuando la ciudad fue saqueada e incendiada tras el asesinato del candidato presidencial Jorge Eliécer Gaitán–, a la dictadura del general Gustavo Rojas Pinillas y a la modernización de la ciudad. Junto al Moritz, El Pasaje (Cr.6 Nº12c-25) es otro de los que siguen en pie y donde el café, preparado en las dos grecas italianas que presiden la barra, se sirve sin azúcar, como se lo tomaban los abuelos. Hace años, en lo que es ahora es la puerta principal se vendían entradas para el Hipódromo pero de eso ya no queda nada. Sí se conservan las sillas de la época, las cristaleras que dan a la plazoleta del Rosario, presidida por la estatua del fundador Jiménez de Quesada, y la leyenda de que fue aquí donde nació la idea de fundar el equipo de fútbol bogotano Independiente Santa Fe.
Esta ruta Bogotá en un café (visitad guiadas en bogotadc@colombia.com; +57 312 3398536) incluye, además, la Pastelería La Florida (Cr.7 Nº 21-46), con sus afamados tamales con chocolate y su salón en el piso de arriba para tomar las onces a modo de merienda; el Salón de Té Belalcázar (Cr.8 Nº 20-25), adornado de vitrales y en el que, desde 1942, se venden tortas de queso, ponqués de novia y unas galletas de trufa que quitan el sentido; Salón Fontana (Calle 12 Nº 5-98), abierto en 1955 con sus paredes pintadas de verde y donde se va a por un hojaldre y a compartir charla, y el Café Restaurante La Romana (Avenida Jiménez Nº 6-65), junto a las antiguas instalaciones del diario El Tiempo, con más de sesenta años de tradición y uno de los primeros de la ciudad pensado para las mujeres.
Este programa de recuperación tiene prevista una agenda de actividades para 2015 que incluye charlas, presentaciones artísticas y conciertos, así como la inclusión de otros cafés de reciente aparición, también en el centro de la ciudad, como Ibáñez o Aroma y Pasión, cuyas exquisiteces, servidas por baristas profesionales, van más allá del clásico tinto. Y todo con un objetivo: volver a mirar al centro de la ciudad.
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