Neruda en zapatillas
El poeta intervino en el diseño de sus tres viviendas de Chile, hoy convertidas en museos: La Chascona, Isla Negra y La Sebastiana
Pablo Neruda (1904-1973) siempre será conocido por sus versos, pero el Nobel de Literatura chileno dejó en su país natal otro legado que nada tiene ver con las letras: sus viviendas. Tres fueron las moradas del poeta, La Chascona en Santiago, Isla Negra en El Quisco, y La Sebastiana en Valparaíso. En todas ellas habitó y escribió en diferentes periodos de su vida, y en todas dejó su inimitable impronta. Hoy son museos y forman una imprescindible ruta de visita obligada.
Existe un Neruda arquitecto, una faceta desconocida por la mayoría que puede descubrirse en estas viviendas, en cuya construcción participó de forma activa. Tal es así que incluso Rodríguez Arias, arquitecto encargado de La Chascona e Isla Negra, reconoció que las viviendas terminaron siendo una creación más del poeta que suya.
La Chascona, laberinto escondido
El mar, tan presente en sus versos, también es hilo vertebral de las casas. De hecho, la única levantada lejos del océano, La Chascona, recuerda en su estructura a un viejo galeón. La construyó en 1953 para Matilde Urrutia, su amor secreto en aquellos días y cuya rizada melena pelirroja inspiró su nombre. Se ubica a los pies del cerro San Cristóbal, en el bohemio barrio de Bellavista de Santiago de Chile. Prácticamente invisible desde la vereda, esconde un laberinto de salas, patios y terrazas mimosamente diseñados y decorados.
La Chascona guarda la esencia de Neruda en cada rincón, en cada viga y en sus interminables bibliotecas. El capricho del poeta hizo dar la vuelta a los planos originales del español Germán Rodríguez Arias, al preferir las vistas a la montaña que a la ciudad. También hizo traer troncos de ciprés del frío norte chileno para alguna de las estancias y escogió personalmente los materiales del resto de habitaciones. En sus propias palabras: “La piedra y los clavos, la tabla, la teja se unieron: he aquí levantada la casa chascona con agua que corre escribiendo en su idioma”.
Fue creciendo con los años y pasó de guarida secreta para Matilde Urrutia a residencia oficial de la pareja tras la separación de Delia del Carril en 1955. La casa fue víctima del vandalismo tras el golpe de Pinochet y en su interior se organizó el velatorio del poeta a su muerte en 1973.
Si por algo era reconocido el autor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada entre sus amigos era por su generosidad como anfitrión, por ser el gran capitán de su barco varado en tierra. No extraña pues que todo se dispusiera para acomodar a las visitas y divertirlas. Hay en esta casa puertas que se abren desde estanterías, bares de verano e invierno, vistosas vajillas de colores, incluso un juego de salero y pimentero sobre los que el poeta hizo grabar las palabras Marihuana y Morfina.
En su interior pueden apreciarse obras de algunos de sus grandes amigos, desde murales de Diego Rivera a cuadros de Pepe Caballero, pasando por un sinfín de objetos diseñados por Piero Fornasetti, así como una curiosa colección de tallas de madera recogidas por medio mundo.
La tranquilidad de Isla Negra
En un espacio privilegiado sobre el inmenso Océano Pacífico, en El Quisco, se encuentra su casa más apartada y quizá la preferida. La compró en 1938, tras regresar de Europa, a un marinero español, Eladio Sobrino, aunque poco tiene que ver la pequeña cabaña de piedra que adquirió entonces con lo que más tarde bautizaría como Isla Negra. “La casa fue creciendo, como la gente, como los árboles”, explicó el poeta del lugar que inspiró su Canto General.
Una vez más, Neruda dio forma a la morada y la transformó en una suerte de metáfora de Chile, estrecha y alargada, con vistas privilegiadas al mar. “El océano Pacífico se salía del mapa. No había dónde ponerlo. Era tan grande, desordenado y azul que no cabía en ninguna parte. Por eso lo dejaron frente a mi ventana”, escribió.
Neruda quiso que el techo fuera de metal, para escuchar el sonido de la lluvia mientras escribía con su característica tinta verde, y una tarde recogió de la playa un vetusto tablón de madera desprendido de algún barco que se convirtió en su mesa de trabajo. “El mar le trae al poeta su escritorio”, bromeó en alguna ocasión.
Al igual que en La Chascona, dispuso varias estancias para las visitas. De nuevo abrió espacios como bares y organizó las dependencias para posibilitar que acogieran su increíble colección de mascarones de proa, sin duda, piezas protagonistas de toda la vivienda junto a sus queridas caracolas. También hizo grabar en las vigas los nombres de sus poetas preferidos. Y pueden verse otras de sus colecciones más preciadas: americanas, zapatos, pipas… y todos los premios que recibió en vida, incluido el de la Academia Sueca.
Por deseo del propio poeta sus restos fueron trasladados a esta casa tras su muerte en Santiago y allí, junto al mar, reposan.
Una pajarería en Valparaíso
La Sebastiana completa este triángulo nerudiano. Ubicada en Valparaíso, también cuenta con vistas al Pacífico, pero, en esta ocasión, el poeta optó por comprar una vivienda ya construida para transformarla a su antojo.
“Siento el cansancio de Santiago. Quiero hallar en Valparaíso una casita para vivir y escribir tranquilo. Tiene que poseer algunas condiciones. No puede estar ni muy arriba ni muy abajo. Debe ser solitaria, pero no en exceso. Vecinos, ojalá invisibles. No deben verse ni escucharse. Original, pero no incómoda. Muy alada, pero firme. Ni muy grande ni muy chica. Lejos de todo pero cerca de la movilización. Independiente, pero con comercio cerca. Además tiene que ser muy barata”. Tal fue el encargo realizado por Neruda y que se definió en una vieja casa abandonada que había sido construida por el español Sebastián Collado, de ahí el nombre con que se la bautizó.
Era demasiado grande y terminó por adquirirla a medias con la escultora Marie Marther. Neruda se quedó con los pisos superiores, que habían sido una pajarería. De nuevo, un sinfín de escalones jalonaban el espacio inaugurado en 1961, saqueado en 1973 y más tarde restaurado. De ella escribió en su obra Plenos Poderes: “Yo establecí la casa. La hice primero de aire. Luego subí en el aire la bandera y la dejé colgada del firmamento, de la estrella, de la claridad y de la oscuridad...”.
Viejos mapas, cartas marinas, óleos, cajas de música y un gran retrato de Walt Whitman conforman este singular espacio en el que no falta incluso un gran caballo de tiovivo, desde el que le gustaba contemplar los tradicionales fuegos artificiales de cada Nochevieja. Todo un peculiar ambiente nerudiano que da cuenta de su vitalidad.
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