El resplandor judío de Marraquech
Esta ciudad del sur de Marruecos esconde en el ‘melah’, la judería, un sorprendente cementerio
¡Ay, Marraquech! Puerta del desierto, bazar infinito, zoco hipnótico. Todas las descripciones caben en esta ciudad del sur de Marruecos. Todas, sí. Incluso las que la pintan como un teatro de adobe, un escenario estático por el que pululan miles de actores, un plató orquestado al milímetro para gozo del turista. De lo que no cabe duda es de que Marraquech tiene un imán de polos opuestos, pero también decenas de espacios ocultos, escondidos al ajetreo diario de encantadores de serpientes, cuentacuentos, luchadores y demás buscavidas que deambulan por Jmaa el Fna, la plaza de las plazas.
Uno de estos rincones es el melah, la judería. Este barrio en decadencia no figura en los planos turísticos y es fácil saltárselo una vez quedas enredado en la tela de araña de la medina. No es complicado, sin embargo, alcanzarlo sin pretenderlo y verse arrastrado por alguno de sus callejones, tal como lo narraba Elías Canetti: “Sentí que todo se volvía más mísero a medida que me iba adentrando en el melah. Quedaron tras de mí los bellos tejidos y las sedas. Ya nadie parecía rico. El bazar, justo en la puerta de la entrada, era una especie de barrio de lujo; la vida real, la vida de pueblo sencillo, se representaba aquí”.
Algo de razón conserva el escritor búlgaro en Las voces de Marraquech, de 1953. Aún se palpa ese cambio entre la algazara del centro –para algunos, maquillaje- y la marginalidad de esta zona. Y eso que está en el dorso del palacio de la Bahía, una de las muestras más esplendorosas de la opulencia real: construido por un visir de la corte a finales del siglo XIX, contiene más de 150 habitaciones reservadas a las concubinas y ocho hectáreas de superficie. El barrio junto a su muro occidental, no obstante, se presta a un laberíntico recorrido por calles silenciosas y enmarañadas que albergan a la menguante población judía de la ciudad.
Según cuenta el militar Domingo Badia, rebautizado como Ali Bey en tierras musulmanas, los practicantes del judaísmo vivían en condiciones de aislamiento del resto de la población. “Cualquiera que sea su sexo o edad, no pueden entrar en la ciudad sino con los pies descalzos”, apunta en su diario Viajes por Marruecos, escrito a principios del siglo XIX. “Trátanlos con el mayor menosprecio: su traje es negro y de la apariencia más miserable”, detalla. Por aquella época, el autor calcula que vivían dos mil judíos en la ciudad. Y la mayoría descansa eternamente en el cementerio que fija el límite del barrio al noreste. Ahora viven unos doscientos en esta zona.
Un lugar, el cementerio, que, a pesar de su lúgubre función, resulta deslumbrante. Un terruño baldío que conserva tumbas anteriores al siglo XVI, época en la que se instalaron los primeros judíos del país. Una minoría que ha menguado en las últimas décadas. Según datos de la comunidad judía, a principios del siglo pasado Marruecos contaba con 400.000. Cifra que ha descendido hasta los aproximadamente 5.000 actuales, que se concentran principalmente en Rabat. Y que mantienen contacto a través de internet, donde se puede tener noticia hasta de las últimas defunciones. Buena parte del resto se unió a la diáspora de 1948 (en Israel se encuentra el 90% de judíos marroquíes), o a sucesivas marchas durante los años sesenta a naciones como Francia, Canadá o Estados Unidos.
Una merma que no impide que la judería, “lugar de sal” -como se traduce melah-, conserve aún la fascinante atmósfera originaria (comenzó a edificarse en torno a 1558). El distrito posee dos sinagogas –la de Negidim y Alzama- abiertas al culto todos los días. Ambas se pueden visitar cualquier jornada salvo el sábado, cuando se celebra el Sabbat (día de fiesta y descanso judío, parecido al domingo cristiano). También es posible echar un vistazo a la única escuela judía de la ciudad, una especie de corrala alegre y colorida con numerosas estrellas de David.
Los horarios se pueden ver alterados imprevistamente por la mezcla de fiestas musulmanas y judías. Una confusión con la que juegan los lugareños para guiar atolondradamente al turista por la zona: en cualquier esquina el visitante se encontrará a algún viandante dispuesto a enseñarle las sinagogas, la casa del rabino o el famoso mercado de especias que solo dura hasta ese mismo anochecer y que resulta ser la tienda escondida de algún colega.
Lejos de estos tours gratuitos o con una simbólica propina, la entrada al cementerio es libre. Delimitado por una de las cuatro necrópolis musulmanas de la medina, las emociones que transmite varían a lo largo del día. A mediodía, cuando el sol pica (puede alcanza hasta los 52 grados en los meses más calurosos), las lápidas refulgen y caminar se convierte en una dura tarea. Cuando el sol sale o se esconde, sin embargo, este remanso de silencio alimenta al extraño con una increíble sensación de paz.
Así lo describe Canetti: “Me encontré en un lugar tremendamente estéril, donde no crecía ni una mala hierba. Las lápidas eran tan bajas que apenas se las veía. Andando se tropezaba con ellas como piedras corrientes. Sin embargo, nada hay sobre este desértico cementerio de los judíos. Es la verdad misma; un paisaje lunar de muerte. Al observador le es francamente indiferente en qué lugar reposa alguien. No se agacha y nada busca para adivinarlo. Se amontonan ahí como basura y desearía uno salir huyendo raudo como un chacal. Es el desierto de los muertos donde ya nada crece; el último, el desierto póstumo”.
Sus muros bajos, su vigilante sonriente y comunicativo, y la habitual soledad del lugar consiguen, en cualquier caso, que se vislumbre el resplandor de una comunidad en desbandada. Y escapar del caos exterior. Un griterío que retorna según te alejas del lugar y despides a los buitres que sobrevuelan el espacio. El mismo alboroto que te devuelve a la ciudad de los jardines, los palacios y los tenderetes. O, tal vez, del tráfico, la polución o el bullicio de Marraquech.
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