La espiral de la precariedad juvenil
Tanto antes como después de la covid-19, muchos jóvenes españoles siguen lidiando con la difícil misión de conseguir la autonomía y ver realizados sus proyectos
La pandemia ha dejado a la vista las costuras de un sistema que abandona en la cuneta a aquellos que no le reportan beneficios inmediatos. La precariedad forma parte del ADN del modelo económico actual, pero la coyuntura económica y social ha revelado las desigualdades, así como la ferocidad de una rueda a la que si uno no sube le pasa por encima como si de una apisonadora se tratara.
Las situaciones son diversas, pero todas tienen un elemento en común: la precariedad. La complejidad de la historia es bien simple. En España, los jóvenes con estudios universitarios ocupan trabajos para los que están sobrecualificados y mal remunerados, o bien se ven obligados a emigrar a otros países para encontrar un puesto acorde con su especialización. Un fenómeno que supone una descapitalización intelectual para nuestra sociedad de la que aún no somos conscientes. En el otro lado, los jóvenes que han recibido una formación profesional insuficiente, mal dotada y desprestigiada, que ven que sus trabajos los ocupan universitarios a la caza de un sueldo. En la zona más crítica, encontramos a los jóvenes que han abandonado los estudios obligatorios y que en momentos de crisis económica no tienen los recursos suficientes para poder acceder al mercado laboral.
No es ninguna novedad afirmar que el modelo económico liberal se alimenta tanto de una minoría muy cualificada como de una mayoría con menos recursos, cada vez más amplia, a la que contrata de la forma más flexible y precaria que la legislación permita. En esta pirámide desigual, los jóvenes españoles son los más desamparados y maltratados, con una tasa de paro del 56,2%. La mitad de los que trabajan, además, lo hacen con un contrato temporal. Un panorama desalentador agravado por la llegada de la covid-19.
Hoy, el concepto de ascensor social ha quedado desterrado de nuestra sociedad, a pesar de que haya servido para alcanzar niveles de bienestar inéditos en la historia reciente. Aspirar a romper el techo de clase social se asemeja más a una meta inalcanzable, especialmente entre los jóvenes a los que la globalización les recuerda que el beneficio siempre acaba en manos de la riqueza financiera. El sistema les priva de poder emanciparse y de crear un proyecto vital sólido. La tasa de emancipación entre los 16 y los 29 años es inferior al 20%. Sin trabajo y sin apenas acceso a la vivienda, privamos a los jóvenes de emanciparse, de ser autónomos, de vivir en pareja, de llevar a cabo su proyecto vital, en definitiva, de realizarse como personas, situación que condiciona su estabilidad afectiva y emocional. ¿Es este el futuro que queremos?
El concepto de ascensor social ha quedado desterrado de nuestra sociedad, a pesar de que haya servido para alcanzar niveles de bienestar inéditos en la historia reciente. Aspirar a romper el techo de clase social se asemeja más a una meta inalcanzable, especialmente entre los jóvenes (...)
A pesar de que los jóvenes se merecen el respeto de ser tratados desde la individualidad, ya que cada uno tiene una historia que contar, sí que es cierto que existen escenarios comunes que nos ayudan a entender por qué algunos de ellos entran en la espiral de la precariedad. Los que se encuentran en situaciones más vulnerables son los que provienen de familias con contextos más frágiles y con un acompañamiento deficiente en sus estudios, además de una falta de formación en gestiones cotidianas como tratar con un banco, o saber qué es un contrato laboral o cotizar a la seguridad social. Sin olvidar a aquellos a los que el sistema directamente ha expulsado, como las personas en situación administrativa irregular, víctimas de un sueño de riqueza irrealizable y obsoleto.
Este terreno yermo de esperanza se traduce en jóvenes que recurren a la diversión rápida y fácil, al consumo de tóxicos, al ocio sin objetivos, a evadir el compromiso con cualquier organización o propósito y a una búsqueda ciega del placer vacío. Aun así, no todo está perdido, y otros muchos jóvenes se han convertido en el motor de cambio que esta sociedad necesita para volver a recuperar la humanidad perdida. Jóvenes que trabajan por el medioambiente o el feminismo. Una generación que, a pesar de las dificultades, sigue aportando con un grado de generosidad admirable, como demuestran proyectos solidarios de barrio o, sin ir más lejos, el voluntariado social acompañando niños y niñas en su crecimiento educativo en un centro de tiempo libre.
La utopía existe para continuar imaginando un sistema más justo e inclusivo y es un deber moral de los gobiernos y las administraciones aprobar políticas que brinden, a las generaciones más jóvenes, la oportunidad de continuar soñando y creando un futuro mejor. Sobre todo, porque es la única manera posible de que juntos podamos progresar y construir una sociedad con espacio y refugio para todos.
Josep Oriol Pujol es director general de la Fundación Pere Tarrés.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.