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PALOS DE CIEGO
Columna
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Escritores por escrito

Javier Cercas

Vimos brotar al peruano ingobernable que escribe las novelas de Vargas Llosa y que tan bien se oculta tras el caballero

Fetichismos aparte, nunca tuve demasiado interés por oír hablar en público a mis escritores favoritos; de hecho, a menudo me intrigó que la gente lo tuviera por oír a los suyos. Un escritor es una persona que escribe bien, no necesariamente una persona que habla bien. Hay excepciones, claro está. Los contemporáneos de Oscar Wilde aseguran que el escritor irlandés, que presumía de haber invertido su genio en su vida y sólo su talento en su obra, hablaba igual o mejor que escribía. Ese también fue el caso de Borges, a quien una vez, de adolescente, perseguí como un hincha descerebrado por toda la geografía española y a quien nunca oí pronunciar una sola frase que no estuviese preñada de inteligencia y de humor. Lo normal, sin embargo, es lo opuesto. “Pienso como un genio, escribo como un autor distinguido, hablo como un niño”, declaró Vladimir Nabokov, y J. M. Coetzee, uno de los mayores novelistas vivos, cosecha aparatosas decepciones entre los asistentes a sus charlas públicas porque en ellas se limita a leer sus textos o a contestar con monosílabos las preguntas que se le formulan. Tales decepciones son lógicas. A menos que sea Wilde, un escritor de verdad pone lo mejor que tiene en sus libros, de forma que lo que escribe es siempre superior a él; a menos que sea Wilde, un escritor superior a lo que escribe es un mal escritor, porque se ha reservado para él lo que debería haber invertido en sus libros. Más aún: el yo verdadero de un escritor auténtico no es el que anda por ahí interpretándose a sí mismo en su vida de hombre común y corriente, sino el que vive en lo que escribe. “Yo sólo soy escritor por escrito”, se disculpaba Adolfo Bioy Casares ante quienes le pedían que hablase de esto, aquello o lo de más allá. Quizá todos los escritores deberíamos imitarlo.

O eso pensaba yo hasta que una mañana de principios de 2013 empecé a sospechar que estaba en un error. Fue en un teatro abarrotado de Cartagena de Indias, donde el Hay Festival había invitado a debatir sobre Flaubert y Madame Bovary a Mario Vargas Llosa y Julian Barnes. La invitación era casi previsible: Vargas Llosa se descubrió a sí mismo como escritor leyendo esa novela sin parangón, a la que dedicó un ensayo fundamental (La orgía perpetua), y Barnes consagró al escritor francés su mejor libro (El loro de Flaubert); lo insólito es lo que ocurrió en el debate. Éste transcurrió sin sobresaltos hasta que a Marianne Ponsford, la moderadora, se le ocurrió preguntar cómo era posible que nos importara tanto una mujer tan frívola y superficial como Emma Bovary. Vargas Llosa interrumpió entonces a Ponsford, le espetó que Emma, de frívola y superficial, nada de nada, que era una mujer valiente peleando a muerte por hacer realidad sus sueños, la encarnación perfecta del ansia humana por vivir una existencia acorde con los propios deseos, y, mientras el novelista, cada vez más vehemente, seguía batiéndose en el escenario por su heroína, los espectadores vimos brotar ante nuestros ojos al peruano furioso e ingobernable que escribe las novelas de Vargas Llosa y que tan bien se oculta tras el caballero de modales oxonienses que habla en su nombre (o lo usurpa). Cuando el escritor concluyó por fin su alegato, casi jadeante, un silencio sobrecogido enmudeció el teatro, como si todos estuviéramos aguardando que aquel septuagenario venerable se lanzase a la yugular de la aterrada moderadora, a quien sólo la flema británica de Barnes salvó por la campana con una disculpa que alivió la tensión del momento provocando una carcajada unánime: “Bueno, todos sabemos que Mario está enamorado de Emma Bovary”.

Es de dominio público que Barnes acertó de lleno; pero yo, que como tantos escritores de mi generación me he pasado la vida leyendo a Vargas Llosa, nunca lo vi con tanta claridad como en aquel momento único. Porque es cierto: los escritores que amamos no pueden darnos, hablando, tanto como nos dan por escrito, pero pueden darnos cosas que por escrito no pueden darnos, que sólo pueden darnos cuando hablan, aunque no hablen como escriben (ni falta que hace). Y esa dádiva puede tener la textura irrepetible de un prodigio.

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