Marta Gayo y Estíbaliz Garrido: la risa más contagiosa
Estíbaliz garrido ha desinfectado y guardado todas las mascarillas que llevó puestas entre el 14 de marzo y el 30 de mayo de 2020. Recuerdos de días extraños, los más intensos, duros y emocionantes en sus 41 años de vida. Detrás de esos trozos de celulosa o polipropileno con gomillas han convivido la angustia, la tensión y la hartura. También el mal aliento, el sudor y las risas. Todo salía del estómago y se quedaba impregnado en esas máscaras.
Fueron más de dos meses trabajando como enfermera en el hospital Infanta Leonor del distrito madrileño de Vallecas, centro público convertido en hospital covid-19 desde el principio de la pandemia. Garrido, que estaba en el Samur Social, se apuntó a la bolsa de empleo para ayudar en la emergencia sanitaria. Entre el personal del hospital también se encontraba Marta Gayo (45 años), enfermera de Pediatría. Marta y Esti. Dos amigas unidas por el SARS-CoV-2. Estudiaron juntas en la Escuela de Enfermería San Rafael de Madrid allá por 1997 —hoy ya no existe—, las dos crecieron entre los barrios de Salamanca y Retiro y eligieron Vallecas para vivir y criar a sus hijos. Hoy, son más vallecanas que los bukaneros.
Gayo y Garrido son muy amigas desde hace más de dos decenios —sus primeras prácticas las hicieron juntas en un pequeño hospital de Villa de Vallecas—, pero no se habían visto durante algún tiempo. Que 23 años después hayan vivido juntas el horror del colapso hospitalario ha sido una experiencia que les cuesta contar… y olvidar. La pandemia unió de nuevo sus caminos, y su reencuentro generó una energía que resultó de ayuda para sanitarios y enfermos.
“Cuando la vi entrar por el control se me saltaron las lágrimas, llevábamos tiempo sin vernos. Esos primeros días tenía diarrea, ansiedad, ganas de vomitar… Fue horrible. Y de repente, ves aparecer a tu mejor amiga en ese infierno. No nos podíamos abrazar, pero las dos pensamos: ‘Tenemos que hacer todo lo posible por sobrellevar una situación tan dramática”, explica Garrido. ¿Y cómo lo hicieron? Con profesionalidad… y humor. Usaron las bromas y la complicidad para empatizar con los pacientes, liberar tensiones y poder volver cada día con sus familias con una media sonrisa.
“Empezamos con las risas”, comenta Garrido, “como una manera de cuidarnos”. “Había coñas que diluían la tensión, gestos simpáticos o códigos entre nosotras que relajaban un ambiente que en las primeras semanas nadie puede imaginar. El mismo silencio que había en las calles estaba presente en la unidad pediátrica del hospital”, mutada en planta covid con 49 pacientes repartidos en habitaciones dobles a ambos lados del pasillo, recuerda Gayo. “Los pacientes estaban tan bloqueados mentalmente que apenas hablaban”, explican.
El 14 de marzo Garrido entró por primera vez en el hospital. “Todo estaba lleno de pacientes y solo había silencio”. En el pasillo de la planta un enfermero hacía un curso acelerado de cómo ponerse y quitarse el traje de protección. Una compañera hacía de espejo de la otra. No cabía ni una broma. Solo el caos y la improvisación.
A los pocos días, Gayo y Garrido se juntaron en la misma planta. “Rubén, un auxiliar, me dijo algo que me llegó al alma: ‘Solo espero que, cuando todo esto acabe, no eche de menos a nadie’. Por favor, que no falte nadie. Y entonces empezamos a ver a pacientes con el gesto bloqueado, atemorizados. No articulaban palabra, no querían ni que pusiésemos la televisión. Tenían miedo de morir. Cada vez más ingresos, de personas cercanas. Empezaron las muertes”, relata Gayo. Una ronda podía durar dos horas. “A veces notabas la desorientación de los enfermos, que podían estar horas y horas en la misma posición. Había abuelitos solos, algunos con demencias, a los que veías al empezar las visitas y cuando volvías a su habitación se habían muerto”.
Las primeras semanas fueron terribles. Entraban en las habitaciones y hacían lo imprescindible, mirar la saturación, poner oxígeno y dar la medicación. Gayo y Garrido decidieron rebajar la tensión, al menos en el puesto de control donde trabajaban siete enfermeras y siete auxiliares, cuando lo normal es tres y tres. Lo primero fue poner música para romper un silencio que aturdía.
Los kits de higiene básica se acabaron. Al no dejar entrar a familiares, los pacientes podían estar días con la misma ropa interior, sin cepillo para el pelo o sin nada con que entretenerse. Las propias enfermeras hicieron un llamamiento a los vecinos para conseguir revistas, periódicos, bragas y calzoncillos, cepillos de dientes, colonia, crucigramas… Ellas se convirtieron también “en azafatas del AVE”. “Cuando entrábamos en una habitación para controlar al paciente también llevábamos un carro. Yo entraba y decía: ‘Ahora va a pasar mi compañera Marta a ofrecer unos bonitos productos’. Los pacientes sonreían. Nos pedían bragas, peines, todo se acababa”, recuerdan.
Un hombre de 80 años, que llevaba más de 15 días ingresado, iba a hacer su primera videollamada con la familia. Cuando pasaron con el carro les pidió si tenían algún calzoncillo limpio. “Uf, solo nos queda uno, es rojo y de esos apretados. No creo que quieras que tu familia te vea con esa pinta’, le dijimos. El abuelo se los puso”, cuenta Gayo. El bloqueo y el temor se empezó a tornar en confianza y complicidad. “Agradecían mucho lo que se salía de la normalidad”. Muchas compañeras también dieron las gracias por escuchar alguna risa, por crear un ambiente de trabajo donde en los pocos minutos libres se permitían algún cotilleo, el tarareo de una canción. “Nada que ver con el principio”, asegura Garrido, “donde nadie estaba ni para un chascarrillo. El primer día que me enfundé el traje de protección, me miré y le pregunté a otra enfermera que no conocía de nada: ‘Bueno, ¿por qué pista me tiro?’. Me miró rara, era mi manera de liberarme del estrés”.
“Se me empañaban las gafas graduadas”, dice Gayo, “así que me ponía solo la mascarilla y las gafas de protección. Hubo una paciente que se reía cuando le dije que me tenía que ayudar a ver si caía la gota del suero. Había que rebajar la tensión y evitar que los enfermos se dieran cuenta de lo mal que lo pasábamos dentro de ese traje, dos horas sudando, te duele la cabeza…”.
Llegó la Semana Santa y en su planta montaron un pequeño paso dedicado a santa EPI. Era la época en que auxiliares, enfermeras, médicos y otros trabajadores de hospital difundían vídeos haciendo coreografías fuera de la vista de los pacientes. En las redes sociales eran criticados. “Nosotros no lo subimos, fue en un grupo privado, pero ¿es tan difícil de comprender? Semanas sin librar, jornadas interminables sin apenas contacto con nuestras familias. Algo había que hacer para no pensar”.
En la planta todos los pacientes tenían la respiración muy justa. Se levantaban al baño y no eran capaces de llegar a la puerta. Muchos lograron vencer al virus, otros tuvieron que pasar a la UCI. Unos sobrevivieron, otros no. Las dos se acuerdan de Cándida, una mujer muy mayor que llevaba un BIPAP, un sistema para facilitar la respiración que provee al paciente de presión y oxígeno. A Cándida se lo quitaban para comer. Tenían que hacerlo rápido con cada cucharada porque se fatigaba mucho. No se dejaba nada en el plato. “Había que colocarle el BIPAP para que tuviese fuerza y poder mojar la última salsa que quedaba. De repente, nos íbamos y decía: ‘Oye, que me falta el plátano’. Se salvó. Cándida no quería morirse de ninguna de las maneras, le había prometido a su nieta llevarla a Eurodisney”.
Todos recordamos esas imágenes del personal sanitario aplaudiendo a pacientes que eran dados de alta. “Avisaban en la planta y todas salíamos a aplaudir. Lo hacíamos porque nos alegrábamos mucho y también para desestresar. Un día, un celador acompañaba a una paciente en silla de ruedas. Al verla, empezamos a aplaudir y el celador nos dice: ‘No, no, que me la llevo para hacerle una radiografía’. Entonces empezamos a aplaudir coreando: ‘¡Bravo, bravo, que se va a rayos!’. Había compañeras que decían: ‘Yo quiero trabajar con esas dos’. Y otras: ‘Han perdido el norte”
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