El miedo
Siendo muy pequeña me aterrorizaba la oscuridad hasta que conseguí comprender que la luz siempre estaba ahí
El miedo es una de las emociones esenciales del ser humano; de hecho, quizá sea la más común, porque hasta los psicópatas incapaces de sentir amor (esa otra pulsión tan necesaria para la supervivencia de la especie) conocen sin embargo lo que es estar asustado. ¿Quién no ha experimentado miedo en algún momento de su vida? O probablemente, para ser más exactos, en muchos momentos. Y bastantes personas, entre las que me cuento, también conocen el pánico, que es el miedo en caída libre, el temor que enloquece.
En realidad el miedo, ya se sabe, es un recurso defensivo de primer orden, un aliado que nos salva literalmente la vida. Nos alerta ante situaciones de peligro, dispara torrentes de hormonas que preparan nuestro cuerpo para correr, o pelear, o hacer lo que tenga que hacer para sobrevivir, y nos predispone a la prudencia. Hay una enfermedad muy rara llamada de Urbach-Wiethe que apenas afecta a unas 300 personas en todo el mundo y que en algunos casos extremos les reseca la amígdala cerebral de tal modo que pierden el miedo por completo, lo cual los coloca en situaciones de riesgo. Unos investigadores de la Universidad de Iowa, dirigidos por el doctor Justin Feinstein, estudiaron durante años a una paciente así. Por ejemplo, la llevaron a una tienda de animales exóticos y tuvieron que impedirle que acariciara una tarántula. Ese comportamiento temerario era habitual: “Es realmente extraordinario que todavía esté viva”, dijo Feinstein. El miedo nos ayuda, ya lo creo.
Pero no el miedo sin objetivo y sin utilidad directa. Si vivieras en una aldea de la costa gallega a mediados del siglo IX, el miedo pondría alas en tus pies cuando desembarcaran los vikingos y, con suerte, quizá pudieras ver bien escondida entre la maleza cómo los bárbaros violan y degüellan a todos los vecinos que han conseguido pillar. Correr como un gamo te habrá salvado la vida. Pero si vives en esta sociedad actual y tienes miedo a perder tu trabajo, a quedarte sin dinero, a que te quiten la casa, a enfermar de la covid, a que enfermen tus seres queridos, a no ver a tus padres, a no ver a tus hijos, a perder para siempre la vida que conoces, ¿para qué demonios te sirve que tus venas sean turbulentos ríos de adrenalina, que el cortisol zumbe en tus orejas y que los pies te bailen de ganas de salir corriendo? No hay lugar a donde escapar ni sitio en el que esconderse. Nuestro vikingo es tan enorme, tan inabarcable y tan incierto que el miedo se devora a sí mismo y sólo sirve para crear más temor.
Estamos viviendo una situación extraordinaria. Una experiencia de total indefensión quizá única, por su extensión planetaria, en la historia del mundo. Hoy nos une a los humanos, más que nunca, un agudo sentimiento de miedo. Un temor agotador que no nos ayuda, antes al contrario, que nos está envenenando (recordemos que el cortisol es tóxico cuando se cronifica) y que, al hacernos sentir inermes y acorralados, despierta en nosotros la ciega ferocidad del animal que se cree perdido. Y así, hay quien incendia iglesias en Chile, y hay milicias ciudadanas armadas en Estados Unidos que planean secuestrar a una gobernadora demócrata e iniciar una guerra civil. La locura, en fin. Una escalada violenta que nace del miedo y que lo incrementa, cerrando fatalmente el círculo vicioso.
Siendo muy pequeña me aterrorizaba la oscuridad, que mi imaginación desaforada poblaba de monstruos. Mi madre, que siempre respetó la inteligencia de los niños, me quitó el miedo saliendo conmigo al descansillo de la escalera por la noche. Ahí esperábamos a que se apagara la luz y yo empezara a imaginar todo tipo de espantos, y entonces ella pulsaba el interruptor y me mostraba cómo la claridad borraba por completo mis fantasías truculentas, cómo no quedaba ningún rincón en el que pudiera agazaparse el horror. Y así una y otra vez, pacientemente, hasta que conseguí comprender que la luz siempre estaba ahí, aunque ahora sólo viera oscuridad. Que la claridad permanecía en las cosas, aún por debajo de las tinieblas. A partir de entonces no tuve más miedo de las sombras: siempre supe imaginar el mundo iluminado. Ojalá fuéramos capaces de tener esa visión ahora (y esa madre interior), más allá de la negrura de la pandemia.
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