Federico Correa: “Cambiar no es necesariamente mejorar”
Proyectó los restaurantes de la gauche divine de Barcelona y arraigó la modernidad en clave mediterránea en Cadaqués. A sus 96 años, este arquitecto lamenta el “tiempo débil” actual donde solo cuenta la rentabilidad.
FEDERICO CORREA (Barcelona, 96 años), un arquitecto moderno y un cosmopolita educado en Inglaterra que diseñó con su socio Alfonso Milà los restaurantes con más glamour de su ciudad —el Reno, el Flash Flash e Il Giardinetto—, vivió en el piso de sus padres hasta ser octogenario. “No le podía hacer a mi madre el feo de irme sin estar casado”, dice. En aquellos 450 metros de la Gran Vía barcelonesa se pasó décadas pensando que cuando tuviera casa, no tendría más de 100 metros. “La experiencia de un piso grande da vergüenza cívica porque no lo usas todo”. Pensó también que quería vivir cerca del paseo de Gràcia y desde hace 13 años está instalado allí. Vive rodeado de libros y fotografías de la gente que ha querido y ya no está. También de algunos retratos pintados por él: muchos hombres, una mujer con guantes largos rojos y niños. Trajeado, como siempre, como un pincel, espera sentado. Tiene al lado un paquete de cigarrillos rubios y ocho mecheros alineados.
Evidentemente, fuma.
Llego a dos cigarrillos al día. Cuando era joven fumaba cuatro.
Qué disciplinado.
Era muy fácil serlo.
Pero tiene ocho mecheros.
No funciona ninguno. Yo mismo funciono poco. Una vez me enfadé en el hospital y dejé de andar. Solo pensé en dejar salir mi enfado. Pero, si dejas de andar, te mueres.
Con lo inteligente que es.
La inteligencia es demostrarla. Odio el andador. Tengo pendiente caminar con dos bastones. Soy racionalista y he visto que no fallo por las piernas, sino por la cabeza. Allí está la falta de equilibrio.
¿Cada día se viste con traje?
Lo he hecho porque venías.
¿Cómo ser viejo y elegante?
La palabra elegante tiene una caída ridícula. Decir soy elegante rechina. Es poco elegante. Me gusta vestirme y lo que llevo trato de conjuntarlo.
¿Por qué le parece importante?
Mi madre tenía muchas manías y a los cinco chicos nos vestía igual. Antón, Enzo y yo no nos casamos y nunca nos fuimos de casa. Pero, claro, dejamos de vestir igual. Yo no es que no me casara para no tener hijos. Yo es que…, mira, el amor de mi vida está en ese retrato, fue esa señora con guantes rojos: Pilar Pries.
¿No me diga que va a empezar hablando de amor? Tenía pensado preguntar al final si iba a llevarse a la tumba el secreto sobre su sexualidad.
Empecé con una prima suya, Blanquita Benjumea. Pero un día saqué a bailar a Pilar porque era la hermana de Adolfo Pries, que iba al mismo colegio que nosotros: los Jesuitas, y ha muerto hace poco. Bailaba fatal. Le pesaban las piernas. No sabía qué hacer con ella y la solté. Pasaron tres años y cuando la vi era mi idea del glamour. ¡Qué barbaridad!, con una boquilla larga. Nadie entre las más lanzadas fumaba así. Era tan espantosamente atractiva que fui buscando cómo verla.
Como soltero presumido siempre le ha rodeado el misterio: que si era amante de una condesa italiana, que si vivía reprimido…
La condesa italiana era amiga. Mis novias han sido Pilar Pries y Elena Sartorius.
¿Han sido novias platónicas?
No. Pilar me trataba bastante duramente. Pero con traje de baño nos metíamos en el agua y…, bueno, no era una relación sexual entera, pero había un gran acercamiento. A una tía suya le parecía insuficiente que yo estudiara arquitectura. Se casó y se fue a Madrid. Luego la reencontré separada. Tuvimos un romance hasta que murió de cáncer. Ha sido el amor de mi vida.
¿Todavía nos cuesta entender que un hombre presumido no tiene por qué ser homosexual?
No lo sé. Yo he salido siempre con mujeres y soy presumido porque, si nos vestíamos bien, mi madre nos halagaba. He tenido un interés artístico que se ha reflejado en mi manera de vestir.
¿Nunca cuestionó los valores de sus padres?
Mi madre era tremendamente egoísta. Mi hermano Antón la odiaba. Era dura y bastante antipática. Todavía, cuando sueño que está, tengo angustia. De repente me despierto y pienso: “Ay no, si ya no está”.
Uf.
Era terrible. La vida de soltero que yo hacía no era amable para ella. Mi padre era santo, pero no muy interesante. Ella lo era mucho más. Durante los años más importantes de mi vida, de los 16 a los 24, él estuvo fuera. Trabajaba para la Compañía de Tabaco de Filipinas. Habían pactado que cada cuatro años él pasaría uno en Barcelona con nosotros. Pero estalló la guerra y mi madre lloraba.
Hombre, tenía que criar a seis hijos. ¿Tenían servicio?
El que se tenía en aquella época: cuatro personas. Cuatro era lo mínimo. Cuando mi madre murió, me arrepentí de cómo la había tratado. No hice el esfuerzo de comprenderla. Pero se me ocurrió después, cuando ya estaba muerta.
¿Por qué no se independizó?
En aquella época solo te ibas de casa si te casabas.
¿Siendo hombre y arquitecto?
El disgusto de las madres cuyos hijos se iban solos era monumental. Mis hermanos se fueron porque se casaron. Antón se metió jesuita, aunque luego se salió y ya no volvió a casa. Hace años que solo vivo yo. Éramos cinco chicos y Paz, la mayor. Su novio aviador se estrelló y vivió como una viuda hasta que apareció su marido, que era falangista.
¿Sus padres eran franquistas?
No. Eran burgueses de Comillas. A mi madre le debo hablar inglés perfectamente. Mi padre estaba en Filipinas cuando estalló la Guerra Civil. Salimos de Comillas en un destructor inglés. Siempre se lo agradecí.
A pesar de los enfados…
Tenía mal humor porque la vejez produce mal humor. Pero antes hizo de la angustia que le producía vivir sin mi padre una enfermedad. Y ese victimismo la hizo ser muy exigente con nosotros. Yo de pequeño lloraba pensando que mi hermano iría al infierno. No aguantaba a mi madre. La llamaba la Madame. Murió hace siete años. Es al que más echo de menos.
¿Qué recuerda de la Guerra Civil?
Llegamos a un hotel en el Reino Unido. Leí en un periódico que el rey se había enamorado de una norteamericana [Wallis Simpson]. Al día siguiente escuché su discurso de abdicación en la radio. Mi tío nos buscó una familia. Fuimos realquilados. Íbamos con los niños de esa casa al colegio. Mrs. Rogers nos corregía, poco porque hablábamos muy bien. Pero se esmeraba en la pronunciación, lo que delataba la clase social.
Las formas eran muy importantes.
Siempre lo son. Pero entonces con límites absurdos: las mujeres no se podían cortar el pelo. La forma tiene tanta importancia como el fondo, pero llega antes. Si te fijas, los recuerdos llegan por formas. En mi arquitectura la forma ha sido importantísima, pero no lo principal.
¿Cómo llegó a la arquitectura?
Quise estudiar algo que tuviese que ver con el arte. Un día me encontré a Alfonso Milà en el metro. Habíamos sido compañeros en los jesuitas y decidió que él también se apuntaría. Entonces Alfonso era gordito. Luego ya no. Yo también lo era, pero hacía régimen porque me gustaba comer y, si me dejaba, engordaba. La solución para mí fue suprimir la comida. Con hambre no duermo, pero la comida podía despistarla. Adelgacé sacrificándome. Ahora hace años que no hago régimen.
Con Alfonso Milà fue arquitecto en todas las escalas de edificios a interiores; sin embargo, se le recuerda por el glamour de los restaurantes: Reno, Il Giardinetto y Flash Flash. ¿Qué es esencial en un lugar así?
Un restaurante no es solo donde la gente va a comer. Hace décadas era el lugar donde las mujeres se ponían su mejor traje. Diseñábamos para que se lucieran. En el Flash Flash, en cambio, el objetivo era ser moderno.
Cada uno de esos restaurantes hablaba de un momento, pero muchos han permanecido.
Eran libres sin ser radicales. Ser moderno no podía ser solo ser esclavo del racionalismo. Nosotros fuimos conscientes del patrimonio que había en la sencillez mediterránea. En Cadaqués vimos que se podía ser moderno y humano.
Actualizaron la tradición.
En la primera casa que hicimos, entrábamos por arriba para tener vistas. Ahora reflexiono en lo poco que pensamos los arquitectos en la vejez cuando diseñamos. Pero entonces lo moderno nos parecía anticuado, pasado de moda. Hay cosas que no es necesario alterar. Cambiar no es necesariamente mejorar. Hoy buena parte de los cambios se hacen para ganar dinero. No para mejorar nada.
¿Todos sus edificios aportan?
Lo han intentado. Creo que en el Museo de Vic pusimos el máximo de nuestro conocimiento. Pero existía un gran cliente. Es imposible hacer buena arquitectura sin un cliente que confíe y sepa. Por eso nuestro tiempo es débil: no hay clientes que quieran hacer las cosas bien, las quieren hacer rentables. Hoy de cualquier mal edificio puede salir una gran foto. Eso es banalidad y engaño.
¿Cuándo llegó la banalidad a la arquitectura?
Siempre ha estado. Todo lo que repite sin pensar es banal.
Ha sido una leyenda como profesor: “Implacable e impecable”, escribió Juli Capella.
Bueno, desde luego era implacable, pero lo razonaba. Creo que mi mayor aportación es que no sabían qué podía defender.
Siempre sorprendía. Tenía un aspecto muy burgués, pero fue expulsado de la escuela por antifranquista.
Antifranquistas había bien y mal vestidos. Igual que ahora, el vestir no es una ideología. Como profesor nunca di libros a leer. Preferí que leyeran a Proust o la Biblia. La arquitectura está dentro de los razonamientos de los escritores porque los escritores hablan de la vida. Es mucho más importante leer eso y entenderlo que repetir teorías. Solo puedes enseñar aquello en lo que crees.
¿En qué ha creído?
En la belleza útil. Y en la educación: me metí en la enseñanza para luchar contra el franquismo.
Y fue expulsado de la escuela.
Todos los profesores éramos antifranquistas. La situación política pedía un cambio. Alfonso y yo empezamos sin ideas políticas. Él era monárquico porque su padre lo era. Yo lo soy porque creo que la monarquía funciona mejor que la república. Defiendo a la monarquía pidiéndole poco. No se puede pedir mucho a ningún sistema político. Que don Juan Carlos lo haya hecho muy mal ha metido en un aprieto a la monarquía, pero no significa que no funcione. Al revés, la monarquía es un mal menor. La monarquía admite el error y tiene soluciones para casos en los que falla.
Fue entonces conservador, pero antifranquista.
No soy conservador. Tengo un sentido social, pero sé que la monarquía funciona mejor que la república. Me metí en la enseñanza porque como ciudadanos tenemos una responsabilidad. Es necesario contribuir a construir el país. Educar es eso.
Trabajó con José Antonio Coderch, que era franquista.
Quise formarme con él. Pero no era franquista. Tuvo una crisis tremenda antitodo lo que había sido su familia. Y luego volvió a ser religioso.
¿Cómo se puede ser tan reaccionario y tan moderno a la vez?
Es que cuando él fue moderno no era reaccionario. Estuve con él las últimas horas de su vida. Ya no se levantaba. Era una persona torturada. Le dieron electrochoques por sus depresiones y eso lo trastocó. Cambió radicalmente y volvió a pensar lo que querían que pensara.
¿Quién ha sido el gran arquitecto español?
Jujol era extraordinario, pero las obras eran pequeñas. Gaudí.
Ha terminado viviendo frente a La Pedrera, donde llegaba con su ama caminando cuando era niño.
Entonces me parecía un edificio feo porque todo el mundo decía que era feo y terminabas por verlo feo.
¿Qué le hizo cambiar de opinión?
Pensar. Tardé bastante en tener una opinión propia. La primera vez que entré vi que la acera se metía en el edificio. Fue una lección de arquitectura. Luego Rosario Segimón, la mujer de Perico Milà, destrozó el interior que había hecho Jujol para hacerlo estilo francés. Gaudí estaba un poco amedrentado con Jujol porque era más libre.
¿Lo conoció?
Lo tuve de profesor. Era un viejo lleno de caspa. Pero demostraba enorme saber. Un día un alumno estaba pintando una acuarela, se le cayó el agua y se le estropeó. Jujol le dijo: “No es preocupi. Fa bonic”. Que las cosas se estropeasen quedaba bonito.
Con Alfonso Milà formó la pareja más estable.
Sí. Hoy la familia Milà es casi la mía. Alfonso tenía una familia y yo no más que una madre cabreada.
Ha sido un hombre contenido y educado, pero intenso en sus filias y fobias.
No son fuertes mis fobias. A la persona que no me gusta no le hago caso. Y hay tanto que no me ha interesado…, el catalanismo, el españolismo. Quien dice que sobre gustos no hay nada escrito es que ha leído poco.
Usted ha sido un gran lector.
Mis padres no leían. Pero creo que leer forma la cabeza. Mi pasión por la literatura viene de Antonio de Senillosa, que era nuestro vecino y me hizo leer a Simone de Beauvoir. Pero ahora me canso. Es que tengo 96 años. A mí mismo me parece imposible.
Diga algo bueno de la vejez.
Hay muchas vejeces. Si tienes salud y una economía tolerable, se puede pasar bien. A mí la vejez me ha dado una gran libertad. Con 83 años me independicé. Y fui libre.
¿Por qué esperó tanto?
Irme de casa era darle un disgusto a mi madre. Pero aun así fui egoísta. No le concedí lo que le correspondía. Tenía que haber sido más atento con ella.
¿Qué no ha hecho en la vida y le hubiera gustado hacer?
No me he casado. Pero es que no he tenido ejemplos maravillosos de matrimonio.
No ha perdido un minuto de la vida hablando de dinero.
Poco.
¿No ha tenido que contarlo?
Desde luego.
¿Le ha quedado para la vejez?
Creo que sí. A veces me asusta que no llegue porque hay gente que depende de mí.
¿Cuál es su mayor lujo ahora mismo?
Pintar.
¿Todavía admite encargos?
Sí. Cobraba 1.000 euros. Pero suelo hacerlo como regalo. El otro día llamé a Beth Galí. Me entusiasma, es tan guapa… Cuando le dije que quería retratarla, me contestó: “Pero si ya se lo hiciste”. Y así es. Para mí ha sido importante cultivar a los amigos. Pero hay amigos que te salen mal. Como Coderch: lo admirábamos como un ser fuera de este mundo y… se vino abajo. Las últimas palabras que me dijo fueron que la democracia era una mierda. Se convirtió en lo opuesto a lo que había sido. La vida es impredecible.
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