Verónica Echegui: “En España necesitábamos un chute de energía como el de Raffaella Carrà”
La actriz, que acaba de estrenar el musical 'Explota explota’, habla de la mítica estrella italiana y de cómo ha llegado hasta aquí tras 13 años de carrera: Bigas Luna, la fama, la tiranía del cuerpo y una cultura abusiva que durante demasiado tiempo miró para otro lado
Hace dos meses a Verónica Echegui le picó una araña en la frente y todavía tiene la marca. Esto podría ser el arranque de un cómic (o de Orígenes secretos, la película de Netflix en la que la madrileña interpreta a una policía), pero solo es la típica anécdota de quien mientras se quita las gafas de sol, cuenta que vive en el campo, en medio de la nada. Quizá por eso la actriz llegó tan relajada a su encuentro con Icon. Echegui eligió la música (del compositor alemán Max Richter), se tumbó en el suelo descalza para charlar con el fotógrafo sobre aspectos técnicos de las cámaras y consiguió que la sesión de fotos tuviese algo que no siempre tienen las sesiones de fotos: un estado de ánimo.
Para sus primeros Goya, en los que estaba nominada por su debut Yo soy la Juani, Verónica Echegui encargó un Valentino que le iban a traer desde Milán. Pero el vestido se perdió y tuvo que ir a última hora a rebuscar ella sola entre los vestidos que no habían querido las demás actrices. Pocas metáforas con La cenicienta resultan tan literales. Por suerte para Echegui, su hada madrina Bigas Luna ya la había convertido en una estrella y ni el peor vestido podría impedirlo. “Bigas era un visionario, él me dijo: ‘En el futuro, el extrarradio marcará el ritmo de la ciudad y todas las tendencias seguirán la estética que ahora se lleva en los polígonos’. Y ahora, mientras veo cómo las grandes marcas han tomado ese camino, no dejo de acordarme de Bigas. Tenía una visión social global y olía muy bien los movimientos y los cambios antes de que sucediesen. Hacía pan y chocolate en su casa, cultivaba su propia comida orgánica, tenía respeto hacia todos los seres. Y nunca le vi prejuzgar a nadie del tuning, por ejemplo”, recuerda.
Cuando se estrenó Yo soy la Juani en 2007, la cultura del parquineo no disfrutaba ni mucho menos del crédito artístico que tiene hoy. La Juani fue Rosalía, Bad Gyal o La Zowi cuando estas estaban en el colegio y Echegui, que no venía del extrarradio, consiguió el papel presentándose en el casting con “el chándal más cantoso que encontré en el Bershka”. “Al final me tomé un café con Bigas y me dijo 'creo que harías una buena Juani, pero no te veo muy motivada, no veo las ganas o la ambición'. Así que le agarré del brazo y le dije: 'Mira, tú dame el papel y te aseguro que no te vas a arrepentir'. Y entonces él vio ese hambre”, presume.
Bigas Luna, descubridor de Penélope Cruz en 1992 y precursor del #MeToo cuando retrató la sordidez de los abusos sexuales en la industria del cine en Didi Hollywood en 2010, presentó en sociedad a Echegui como la próxima gran estrella española antes de empezar siquiera a rodar Yo soy la Juani. Una práctica, similar a la del lanzamiento a la fama de Jane Russell, Joan Crawford o Raquel Welch, que aterrorizó a Echegui. “Yo sentía la presión, sí. Intentaba no tenerlo en la cabeza, porque todavía no habíamos hecho la peli. Fue una estrategia de marketing muy inteligente y surtió efecto, entre los castings masivos y la presentación se habló de la película antes, durante y después de su rodaje” recuerda. Y al igual que aquellas estrellas clásicas, Echegui eligió separar sus identidad pública de la privada mediante un nombre artístico. “Mi apellido es Fernández de Echegaray y era tan largo que, por intuición, pensé que era mejor crear un nombre propio. Un nombre aparte. Creo que ayuda más a dar ese salto hacia el imaginario”, afirma.
Durante aquellas primeras entrevistas la mitad de las preguntas giraban en torno a su físico. Una cosificación que, a los 37 años, Echegui ya ha aprendido a gestionar. “Antes siempre sentía la carga de tener que estar pendiente de mi cuerpo y de no engordar. Era lo que había: yo pensaba 'quiero ser actriz, quiero trabajar así que tengo que estar divina'. Yo lo aceptaba, pero ese yugo me provocaba conflicto”, lamenta. Esa cosificación contribuía a una cultura abusiva que miraba para otro lado cuando los productores y actores trataban a las actrices, claro, como objetos. “En aquella época se minimizaban mucho esas cosas. Cuando un productor me tocó el culo le pegué un grito y le dije de todo. Me puse como loca. Él se puso morado y no volvió a aparecer por el set”, recuerda.
En otra ocasión, un actor se propasó durante una escena de cama y nadie a su alrededor supo reaccionar. “Según cortaron, me fui a hablar con el director. Le dije: 'O le dices a este señor que no me huela la vagina mientras rodamos o te aseguro que le pego una patada'. El director lo apartó, habló con él y no hubo más problema. Es una situación de mucha vulnerabilidad para la actriz y yo no debería haber sido la encargada de solucionarlo”, critica. Pero tras 13 años en la industria, Echegui ha presenciado en primera persona una sensibilización colectiva contra los abusos. “Antes se normalizaba. Se suponía además que tú tenías que tener cuidado y toda la responsabilidad se nos ponía a nosotras, respecto a decidir con quién te ibas. Una vez pedí un masaje en un hotel y el masajista me plantó su pene duro en mi vagina. Le dije: '¿Cómo te llamas? No me vuelvas a poner el pene encima'. Se puso muy nervioso, me pidió perdón. Le dije: 'Si llega a ser otra chica que no tiene la capacidad de ponerte límites, tu habrías seguido, ¿no?' ¿Cuántas veces has hecho esto?'. Su argumento era que por mi belleza era inevitable. Me decía que es que era tan guapa, que parecía una princesa. Hablé con la dirección del hotel y lo despidieron”, sentencia.
Desde su debut en Yo soy la Juani, Echegui ha trabajado en la mitad de los países de Europa y todos esos caminos la han llevado a Roma. Explota explota (rodada entre Madrid y la capital italiana) es un híbrido de Mamma Mia, La La Land y Las chicas de la cruz roja: un musical con canciones de Raffaella Carrà sobre una mocita de provincias (Ingrid García-Jonsson) que sueña con ser vedette en una España, la de los 70, que gracias a Carrà aprendió a bailar antes que a caminar. Ha tenido que venir un uruguayo, el debutante Nacho Álvarez, a rodar una película tan obvia que no se le había ocurrido a nadie antes. “A Nacho le encantaba Raffaella de siempre y quiso escribir una película utilizando su repertorio, pero quería que la historia no fuese una excusa para acumular las canciones. Le dio muchas vueltas, escribió muchas versiones”, explica.
García-Jonsson y Echegui se liberan sexualmente gracias a Raffaella Carrà y a su música, revolucionaria precisamente porque no lo parecía. “Raffaella trasciende su música, porque en su época sus canciones tenían una temática que no me puedo imaginar cómo podía coexistir con una Italia tan religiosa y tan arcaica en el aspecto sexual. Ella fue una avanzada a su época y una valiente. Y con una energía tan positiva y tan luminosa que necesitábamos en España un chute de energía como el suyo, un ejemplo a seguir para las mujeres de liberación” admira. El ombligo de Carrà estuvo prohibido por El Vaticano, pero los pies del pueblo ya no podían detenerse. Tras cantar sus canciones, Echegui tiene un renovado respeto por el registro vocal de la italiana. Y tras conocerla en persona, ha comprendido mejor que su energía eléctrica sirve para dar luz y alguna que otra descarga. “Sus canciones pasan del grave al agudo con una facilidad increíble. En persona es divina. Fue alucinante verla allí en Roma, la sacaron del coche un momento y la gente se puso a gritar”, recuerda.
Al cine español le cuesta animarse con el musical, quizá porque todavía se asocia a las comedias folclóricas del franquismo o quizá porque no hay presupuesto para el despliegue técnico que requiere rodar unos números musicales en condiciones. “Es verdad, se paró en las zarzuelas, los cuplés y las pelis de Marisol. Creo que Explota explota va a abrir un camino, a la gente le va a encantar porque es divertidísima”. De las risas, en concreto, se encarga ella. Echegui interpreta a una murciana con el corazón roto (y el que conozca la cara B de la discografía de Carrà adivinará por qué: Echegui canta Lucas) que se enamora de un guiri a pesar de estar convencida de que los hombres del norte son unos sosos (y cualquiera podrá imaginarse lo que canta Echegui para conquistarlo). “En el guión Amparo era de pueblo. El director se imaginaba a alguien rudo, del campo, pero yo le decía que de campo hay muchos acentos. Probé con el gallego, pero me daba la impresión de que el de murciana podía funcionar porque contrastaba con el acento de Ingrid, que es más refinada y más castellana. No es que Amparo sea bruta, hay gente de pueblo que es refinada, pero por lo cariñosa y lo entregada que es me cuadraba el acento murciano. Me fui a Murcia, hablé con una amiga que me asesoró y pasé con ella el guion entero. Hay un estereotipo del murciano que no es real, ellos no hablan como algunos les parodian. Aprendí palabras como embolicarse, que significa darse una hostia con algo o tropezarse”, explica.
Echegui concede, eso sí, que la estrella de la función es Ingrid García-Jonsson. “Ingrid tiene muchos números, se ha preparado muchísimo porque el guión dice explícitamente que su personaje baila muy bien. El mío baila mal. Aunque yo cantar no, pero bailar bailo que te cagas. Esta no era la oportunidad. Era el momento de Ingrid”, asegura. Verónica Echegui está encantada de quedarse con el rol de amiga graciosa. Esos son los que luego dan premios. Y que nadie se preocupe por su alfombra roja: ahora Verónica tiene una estilista.
Realización: Silvia Ballester Cussac. Asistente de fotografía: Edy Pérez. Maquillaje y peluquería: Raquel Álvarez.
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