El derecho a una alimentación adecuada y sin desperdicios
Un tercio de los alimentos cultivados se pierden cada año, es decir, 1.300 millones de toneladas de comida, que serían suficientes para alimentar a 2.000 millones de personas en el mundo y afectan negativamente al cambio climático, la pobreza y el comercio
La mayor parte de las culturas han creado tabúes y normas que previenen el desperdicio de alimentos. Al mismo tiempo, los protocolos sociales reservaban a las ocasiones de celebración o de hospitalidad un código que asociaba la abundancia de comida, en cantidades muy superiores a lo normal, a conceptos como la generosidad y la honorabilidad.
En el último siglo, de la mano de los avances técnicos, productivos y de las transformaciones sociales, los tabúes fueron desapareciendo o perdiendo efectividad y la noción de celebración fue derivando en manifestaciones de opulencia y descuido cada vez más habituales e inconscientes.
Por otra parte, la cadena alimentaria se ha transformado, multiplicando el número de operaciones y actores, haciéndose mucho más compleja. En muchos casos, la posterior búsqueda de abaratamiento de costes se ha realizado reduciendo mano de obra y asumiendo un mayor porcentaje de pérdidas y desperdicio, como ocurre con la fruta que se daña por una manipulación descuidada en comercio minorista con autoservicio.
En la última década, ha habido una preocupación creciente por la dimensión que ha alcanzado este conjunto de comportamientos insostenibles.
Un tercio de los alimentos cultivados se pierden o desperdician cada año. Esto supone la escalofriante cifra de 1.300 millones de toneladas de comida, que serían suficientes para alimentar a 2.000 millones de personas en el mundo, y afectan negativamente al cambio climático, la pobreza y el comercio. A su vez, tienen un impacto importante sobre el derecho a una alimentación adecuada de amplios sectores de la población.
La pandemia ha trastocado profundamente nuestras dinámicas. Además de los daños que ha causado en lo cotidiano, ha dejado a la vista estos problemas sistémicos y la necesidad de acometer cambios con urgencia en el modo que manejamos el planeta y sus frutos, incluyendo las pérdidas y desperdicios alimentarios.
Aunque las interrupciones en la cadena de suministro de alimentos son, por ahora, relativamente pequeñas en su totalidad, las medidas adoptadas por los Estados para evitar la propagación del novel coronavirus han generado obstáculos propios de épocas lejanas: desde el cultivo y la recolección, pasando por el transporte y el almacenamiento, hasta llegar al consumo.
La pandemia nos ha enseñado que, en situaciones de crisis no solo es fundamental asegurar el flujo de alimentos no perecederos, sino también la conexión entre consumidores y productores
La limitación a la circulación (cierre de carreteras y fronteras, y demoras por controles obligatorios) impiden o retrasan el transporte y la distribución de mercancías, resultando en productos agrícolas que se estropean o no se venden por su baja calidad. Las alteraciones en la demanda disminuyen los ingresos de los productores, especialmente de los pequeños agricultores o de aquellos que viven en zonas rurales remotas.
En el lado de los consumidores, las familias de menor nivel adquisitivo encuentran todavía más costoso el acceso a los alimentos frescos y más perecederos, como frutas o pescado (con el subsiguiente deterioro de su dieta y coste de salud a largo plazo).
Durante la pandemia, el acceso a alimentos no solo es un problema para los más pobres, sino en muchos casos también para las personas de mayores recursos que tradicionalmente han podido permitirse productos frescos de alto valor nutritivo y dietas saludables. Entre ellos, población de riesgo, o gente mayor o con enfermedades crónicas, quienes tienen que permanecer aisladas en el hogar.
La pandemia nos ha enseñado que, en situaciones de crisis no solo es fundamental asegurar el flujo de alimentos no perecederos, sino también la conexión entre consumidores y productores. Esto facilita el acceso a alimentos frescos y dietas saludables para todos, así como a mantener la demanda y sostener la producción local, combatiendo a su vez la pérdida y el desperdicio de alimentos. A la fecha, hemos sido testigos de la rápida puesta en marcha de iniciativas encaminadas a enfrentar estos desafíos.
En España, la municipalidad de Valladolid ayudó a poner en marcha la entrega segura a domicilio de productos kilómetro cero o de proximidad. En Omán, el Gobierno transformó las lonjas mayoristas donde se subasta el pescado, de un mercado físico a una plataforma digital, en la que los operarios suben fotos y los compradores pueden consultar la oferta diaria y hacer sus pedidos a través de subastas en línea. Ya desde antes de la pandemia, el programa sudafricano Segunda cosecha, liderado por una organización sin fines lucrativos, permite a los agricultores canalizar los excedentes a consumidores de baja renta, mediante una cadena de frío que conserva su calidad y valor nutritivo.
La Cumbre sobre los Sistemas Alimentarios 2021, convocada por el Secretario General de las Naciones Unidas, será una gran oportunidad para repensar cómo mejorar el acceso a dietas saludables y los ingresos de pequeños productores, así como reducir las pérdidas y desperdicios.
Ante futuras crisis, las respuestas no pueden improvisarse. Tenemos que estar preparados e incorporar una visión de prevención y reducción del riesgo. Las medidas políticas han de recomponer con agilidad el acceso al mercado, de manera que no se rompan los nudos de la cadena alimentaria. También, han de priorizar el bienestar y los medios de vida de las personas, sobre todo de aquellas que viven en contextos frágiles. Solo así podremos disminuir el impacto de la crisis, reducir las pérdidas y desperdicios de alimentos y contribuir a la realización del derecho a la alimentación.
Juan Carlos García y Cebolla es líder del Equipo de Derecho a la Alimentación de la FAO.
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