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Palos de ciego
Columna
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Elogio del militante

Javier Cercas

Todos sabemos que un minero asturiano es una cosa muy seria. Si algún día hay que ir a la guerra, yo quiero ir con ellos

Nunca he militado en un partido político y, a menos que estalle una guerra, no pienso hacerlo. Primero, por culpa de Groucho Marx, quien declaró que nunca aceptaría ser miembro de un club que lo admitiese como socio, y las palabras de Groucho son órdenes para mí. Y, segundo, por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa: porque soy un insoportable rompepelotas que ni siquiera fue capaz de mantener la disciplina en la mili, por mucho que lo intenté. Tal vez por eso admiro tanto a los militantes de los partidos políticos.

Me refiero, claro está, a los militantes de verdad. ¿Qué es un militante de verdad? Yo lo descubrí hace unos años, cuando una asociación de mineros asturianos me invitó a dar una charla en la cuenca del Nalón. En cuanto llegué allí, supe que aquellos hombres eran especiales, tipos duros y silenciosos que durante años se habían despedido por la mañana de sus familias sin saber si por la noche, después de pasarse el día entero trabajando a centenares de metros bajo tierra, las volverían a ver. La atmósfera de la charla también fue especial: en Oxford no he tenido un auditorio tan atento y respetuoso como aquél. Esto debió de influir en lo que ocurrió, igual que el hecho de que todas o casi todas las personas que asistían al evento fueran militantes socialistas. Lo cierto es que al final de la charla me vine arriba y —lo de rompepelotas iba en serio— largué una auténtica filípica contra los partidos políticos en general y contra el socialista en particular, una invectiva furiosa contra su falta de democracia interna y su colonización de las instituciones, contra la corrupción que los devora y está al principio o al final (o al principio y al final) de casi toda la corrupción de este país, en definitiva contra la lacra quizá esencial de la famosa vieja política que la famosa nueva política proclamó que venía a corregir y no ha hecho más que acrecentar. Cuando me callé y abrieron el debate al público, se hizo eso que llaman un silencio sepulcral. Fue entonces cuando tomó la palabra un minero viejo, con aire rocoso de boxeador y cráneo senatorial. No recuerdo la letra de lo que dijo, pero sí su espíritu. “Señor Cercas, llevo casi 60 años militando en el partido socialista, y usted ha venido hoy aquí, a mi casa, a despotricar de mi partido, a ponernos a todos pingando”, empezó, y en ese momento comprendí que se me había ido la mano y que no iba a salir con vida de aquel teatro: aquellos mineros tan encantadores me iban a convertir en hamburguesas y a enterrarme en lo más hondo del pozo Sotón. “Pues bien, señor Cercas”, prosiguió el hombre. “La verdad es que se ha quedado usted corto”. Acto seguido lanzó un alegato contra su propio partido que convirtió el mío en un chiste inofensivo. Y concluyó: “Dicho esto, yo soy socialista y me moriré siendo socialista, porque nadie ha contribuido tanto como mi partido al bienestar de los trabajadores de este país”. Eso fue todo. Así fue como supe qué es un militante de verdad. Aquel viejo, según me contaron más tarde, era una leyenda del socialismo asturiano, un tipo que, a los 20 años, se había batido con la policía franquista en las huelgas de 1962, que escapó de milagro arrojándose a las aguas del Nalón, que se exilió en Francia, que ya en democracia fue diputado en el Congreso y que, al terminar su legislatura, regresó a la mina. Se llamaba Avelino Pérez.

Se llama todavía: hace unos días volví a verlo. Allí estaba él, en una foto de este periódico, con su aspecto intacto de púgil, su sonrisa mellada y su puño en alto, en un homenaje a los militantes socialistas de la dictadura, vindicando la contribución de su partido a la democracia y el “espíritu de convivencia” de los españoles (olvidaba decir que, cada vez que Avelino Pérez y sus compañeros oyen decir que esta democracia no es más que una prolongación de la dictadura por otros medios, se parten de risa para no partirle la cara al imbécil que lo dice). Por lo demás, todo el mundo sabe que un minero asturiano es una cosa muy seria, pero yo me separé de los de la cuenca del Nalón diciéndome que, si algún día hay que ir a la guerra, yo quiero ir con ellos.

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