De la vida y de la muerte
La pandemia ha sentado a la muerte a nuestra mesa. Casi me da pena toda esa gente que vive creyéndose inmortal
Estaba el otro día leyendo la prensa en Internet cuando me topé con una de esas páginas horrendas que proponen series de fotos de famosos unidos por algún absurdo denominador común (las peores cirugías estéticas de Hollywood, por ejemplo) y en las que tienes que pulsar el botón de “siguiente” para cargar una nueva imagen, un truco barato para conseguir más clics. Esta se titulaba “Personas famosas que han muerto sin que lo sepas”, y debo reconocer que caí cual mosca en la cera de un velón funerario. Me amorré a esa bazofia durante hora y media, pulsando una y otra vez retratos de finados. Lo dejé, por agotamiento, en el muerto número 178, preguntándome quién sería el supremo chiflado capaz de preparar una pieza informativa de este tipo. Muchos de los famosos me resultaban desconocidos y los textos eran malísimos. El 178 era un tal Peter Ivers, compositor y presentador de televisión en los años ochenta en Estados Unidos, a quien mataron en su cama a martillazos. El texto añadía: “Hasta el día de hoy, los abogados encargados no tienen conclusión del asesinato ni quién está detrás de él. Pero estamos seguros de que el legado de Peter vivirá por siempre”. Mentira cochina, claro está. Hablo del legado. Uno se muere y después se muere un poco más, a medida que van desapareciendo quienes te recuerdan.
¿Por qué hay siempre tantas mentiras, tantos tópicos ridículos, tanta falta de reconocimiento real de lo que es la muerte? Me contesto yo misma: pues porque nos da un repeluco monumental e intentamos protegernos de ese miedo con eufemismos y escapismos varios. De hecho, la mayoría de las personas se las apañan para olvidar el fin y viven tan campantes como si fueran eternas. Pero luego hay un puñado de neuróticos, como Viggo Mortensen (de quien acabo de leer una entrevista en la que dice: “Lo primero en lo que pienso cuando me despierto es en la muerte”) o como yo, que llevamos una especie de taxímetro en la cabeza, un tictac constante en la carrera diaria hacia la nada. ¿Suena un poquitín espeluznante? Pues no debería. Eso se compensa, al menos en mi caso, con la aguda conciencia de estar viva, lo cual le da color y calor a la existencia. Soy una disfrutona, en fin, precisamente porque sé que moriré.
Y, además, cada cual se busca sus apaños. Cuando a mí me da el ataque y, por ejemplo, me paso hora y media viendo fotos de muertos, me digo: “Al libro vas”, lo que significa que escribiré sobre ello. Ya lo hago en este artículo, pero pienso sobre todo en textos largos. Y así, sé que lo de Peter Ivers acabará saliendo en un ensayo que estoy preparando sobre creación y locura (un tema que a estas alturas sin duda les parecerá de lo más apropiado para mí). Y es que la escritura me salva del abismo. La escritura, el sentido del humor, la distancia con el propio ombligo. Conseguir poder verte como una más entre todas las muertes y todas las vidas.
Estas reflexiones algo frikis vienen a cuento del profundo desasosiego que observo a mi alrededor. Y cómo no: creo que todos los habitantes del planeta estamos sufriendo un shock postraumático tras la llegada del coronabicho. Me parece que después de la Segunda Guerra Mundial se creó en Occidente una especie de espejismo de omnipotencia, como si dentro de nuestras fronteras fuéramos capaces de construir sociedades totalmente seguras, de erradicar todos los peligros. Y, como a la muerte no hay modo de vencerla, la escondimos: el mundo contemporáneo se ha esforzado en borrarla. La pandemia ha hecho trizas esa seguridad ilusoria y ha sentado a la muerte a nuestra mesa. Casi me da pena toda esa gente que por lo general vive creyéndose inmortal; creo que los neuróticos obsesionados por la parca estamos más acostumbrados a lidiar con la temible invitada.
Por eso me voy a permitir recomendarles un pequeño pensamiento, un meme maravilloso que circula por las redes. Es una viñeta de Charlie y Snoopy; están sentados en un malecón de espaldas a nosotros, mirando el mar. Charlie dice: “Algún día me moriré”. Y Snoopy contesta: “Sí, pero los demás días no”. No sé quién es el genio que ha escrito este texto, pero resume todo lo que hay que saber. Así que aquí os lo dejo. De una neurótica obsesionada por la muerte a todos los hermanos de pandemia, con amor.
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