Más sobre el poder del pasado
Se llama “batalla de relatos”, pero no es más que un combate de mentiras; un combate que, sobra añadirlo, no se da sólo en España
No hace mucho anunciaba Guillermo Altares en este periódico la próxima publicación de un estudio en que el historiador polaco Jan Grabowski denuncia la falsedad del relato histórico propagado por el actual Gobierno ultranacionalista de su país, según el cual los polacos están libres de culpa de los horrores del Holocausto. Grabowski, muy conocido por sus investigaciones sobre la Polonia ocupada por los nazis —que lo han convertido en una bestia negra del nacionalismo polaco—, demuestra que las fuerzas de seguridad polacas contribuyeron al exterminio de los judíos; también, que no pocos participantes polacos en la carnicería de la Shoah fueron, a la vez, miembros de la resistencia antinazi.
Nada de esto debería sorprender: ni la participación de los ciudadanos de los países ocupados por los nazis en el asesinato de judíos, práctica que se dio en toda Europa; ni el escándalo farisaico del poder político ante la revelación de verdades ingratas; ni por supuesto las infinitas contradicciones y paradojas morales en que incurrimos los seres humanos. La historia abunda en ellas; y no sólo la polaca. Sería muy útil documentar, sin ir más lejos, la peripecia de aquellos españoles que en el abril republicano de 1931 o el octubre revolucionario de 1934 celebraron la quema de iglesias o conventos (o intervinieron en ella), que en 1936 contribuyeron a los asesinatos sin control de la retaguardia republicana (o los ejecutaron o apoyaron) y que en 1939 recibieron brazo en alto a las tropas franquistas, para llevar luego una vida de próspera aquiescencia bajo la dictadura; y Jordi Gracia acaba de contar, en Javier Pradera o el poder de la izquierda, la historia apasionante de un intelectual decisivo cuya trayectoria de adolescente joseantoniano, joven comunista y adulto defensor del socialismo democrático fue bastante común entre los miembros de su generación. Tales claroscuros, que son los que casi siempre definen la historia, no interesan al poder político. Éste, contra lo que suele creerse, está interesadísimo en el pasado, pero sólo en la medida en que puede usarlo con el fin de acaparar más poder, o de acceder a él: el poder —sea del signo que sea— sabe que para controlar el presente y el futuro debe controlar primero el pasado, sobre todo el pasado reciente, y que para hacerlo necesita imponer su versión amañada de éste. Eso explica que los Gobiernos nacionalistas catalanes hayan hecho creer a montones de acólitos que, durante la Guerra Civil y el franquismo, en Cataluña apenas había franquistas (y que en consecuencia tantos se asombren cada vez que se enteran de que muchos dirigentes nacionalistas proceden de familias franquistas); también explica que la izquierda española difunda la ficción de que todos los republicanos y antifranquistas eran demócratas, incluido Buenaventura Durruti, o que la derecha siga apegada a las patrañas de la propaganda franquista, la primera de las cuales sostiene que la II República no era una democracia y el golpe de Franco fue necesario o inevitable… Ahora, a esto se lo llama “batalla de relatos”, pero no es más que un combate de mentiras; un combate que, sobra añadirlo, no se da sólo en España: en todas partes el poder intenta construir un pasado a su medida. ¿Hay alguien entonces a quien interese la verdad? No lo sé. Lo que sí sé es que debería interesarnos a todos, y mucho: primero, porque sabemos desde el Evangelio que la verdad hace mujeres y hombres libres, mientras que la mentira sólo hace esclavos; y, segundo, porque no puede haber nadie tan interesado como nosotros en controlar el poder, frenando un instinto arraigado hasta el fondo en su naturaleza, que es el instinto de acumular más poder y perpetuarse.
Es cierto: la única forma de hacer algo útil con el futuro es tener el pasado siempre presente. Para aprender de él; para no incurrir una y otra vez en los mismos errores. Pero ese pasado debe ser el pasado real, con su áspero y salvaje laberinto de horrores, ambigüedad y espanto, no un pasado edulcorado o domesticado o adulterado. Al fin y al cabo, sólo puede aspirar de verdad a mejorar lo que es quien conoce la verdad de lo que fue.
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