La receta de un rebelde con causa
Flynn McGarry montó su primer restaurante a los 12 años y hoy triunfa con otro en Manhattan donde solo trabajan otro cocinero y él. Con 21 años, defiende un modelo de negocio sostenible y que cuide del bienestar de sus empleados. ¿Es una apuesta viable?
Cuando era niño, Flynn McGarry llevó lo de jugar a cocinitas al extremo: pidió a sus padres que le instalaran una completa, con placas de inducción incluidas. “Vagamente recuerdo algún momento en el que no fuera importante para mí”, explica en su restaurante Gem, en Nueva York. “Me parecía guay cocinar. Conforme más aprendía, más me gustaba, todo de manera muy gradual. Pero no puedo decir que viviera una revelación como tal”, añade. Sus padres trabajaban en la industria del cine en Los Ángeles y las filigranas que ofrecía a los amigos en su casa pronto se empezaron a hacer populares en el mundillo. Así, a los 12 años abrió oficialmente su primer restaurante con el nombre de Eureka y a 165 dólares el cubierto. Sumado a que es un guapo clásico, rubísimo, fotogénico y con más de 180.000 seguidores en Instagram, no tardaron en apodarlo “el Justin Bieber de la cocina”.
En noviembre de 2020, Flynn McGarry cumplirá 22 años y, con ellos, su primer decenio como cocinero. Ha hecho apariciones estelares en el que fuera nombrado mejor restaurante del mundo, el Eleven Madison de Nueva York; ha protagonizado el documental Chef Flynn, y defiende con uñas y dientes su restaurante conceptual Gem, que abrió en 2018 y que se ubica en el 116 de la calle Forsyth de Manhattan. ¿En qué consiste ese concepto? “Cuando hablamos de cocina sostenible pensamos en el producto, pero también es importante pagar a los empleados, tener tiempo libre para relajarnos. La gastronomía de alto nivel está siempre al borde de la bancarrota y no paga a su gente”, dice provocador. Él se permitió cerrar todo el verano de 2019 y redecorar el local completamente, pero esos principios hacen que hoy en día en Gem solo trabajen él y otro cocinero (Diego, un mexicano de 24 años), que a su vez sirven la cena a sus 10 comensales. Un solo turno de comidas para que no haya prisa por irse, como si fuera la casa de un amigo. Y un menú de 12 platos que ronda los 200 dólares en el que, dice, “no hay ni caviar ni trufa”, pero sí ofrece el lujo de una experiencia gastronómica pensada hasta el más mínimo detalle que ha hecho las delicias del crítico gastronómico de The New York Times.
El verdadero eureka de McGarry vino cuando viajó a Europa al terminar el instituto. Por sus venas corre sangre irlandesa y danesa, y fue en este último país donde se encontró con lo que buscaba. “Me di cuenta de que estaba totalmente de acuerdo con todos los postulados de la cocina danesa, sobre todo con el uso de productos locales, de trabajar siempre con lo que la tierra te ofrece. Y me pregunté cómo podía aplicar eso a Nueva York. Aquí vamos a contrapelo, pero también es lo que nos hace distintos”, asegura. A eso se suma una educación que define como “experimental” en un ambiente cinematográfico: “Soy una persona muy visual. Me gustan las películas que masajean tu mente, como las de Éric Rohmer. Suaves y sofisticadas. Y eso es lo que intento hacer con mi comida: cuentas tu historia, la estructuras, la visualizas”.
Tanto mima su producto McGarry y tan completa es esa experiencia que acabó rechazando la idea de crear un menú para llevar durante la crisis del coronavirus. Hasta en estos momentos de incertidumbre sigue instalado en una sólida coherencia interna: “Vamos a cambiar, pero de una manera en que nos sintamos cómodos. Y si el mundo no tiene la necesidad de un restaurante como el nuestro, no quiero forzarlo”.
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