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Anna Caballé: “La condición más radical del ser humano es la soledad”

Anna Caballé.
Anna Caballé.Vanessa Montero
Jesús Ruiz Mantilla

Cuando el género biográfico en España era una excepción, Anna Caballé irrumpió en él con varias obras de referencia. Esta profesora de literatura y crítica literaria preside la asociación feminista Clásicas y Modernas y ha reivindicado a Concepción Arenal, lo que le ha valido el más reciente Premio Nacional de Historia. Caballé ahonda en las raíces de sus especialidades con serenidad y sentido común. Entona una voz templada para una transformación profunda.

Anna Caballé (Hospitalet de Llobregat, 1954) dice que se ha dedicado a las biografías porque aprende lentamente. Con eso se puede interpretar que explora sus grandes y pequeños saberes degustándolos, no acumulándolos sin digestión, como hacen los tontos que se creen muy listos. Cuando emprende sus trabajos —muchos de ellos de referencia, como sus obras sobre Umbral, Carmen Laforet o ahora Concepción Arenal, último Premio Nacional de Historia—, primero se pregunta quién, luego por qué y a eso añade siempre una sospecha, como una sabuesa policial, dispuesta a descubrir lo que cada uno de ellos oculta. Así es como esta profesora de Literatura Española de la Universidad de Barcelona se ha convertido en una referencia del género biográfico en España, pero también de las categorías que indagan el yo, como diarios y memorias, o todo lo referente a la autoficción. También del feminismo sereno, pero de fuertes y profundas convicciones desde la asociación Clásicas y Modernas, que preside, a la que aporta un exquisito sentido común en su constante reivindicación de la igualdad. Una actitud que la ha llevado a escribir obras como Breve historia de la misoginia y El feminismo en España, aparte de implicarse en proyectos testimoniales como el Premio Contradiction, del que asegura: “Me cambió la vida”.

Pregunta. En este confinamiento hemos tenido tiempo de fijarnos en maravillas como The Crown, todo un ejemplo de biografía moderna que me temo tiene sus raíces. ¿Dónde?

Respuesta. The Crown bebe de lo que hizo Lytton Strachey con su biografía sobre la reina Victoria en 1921. Él es el primero que la conecta, digamos, con el mundo desde una perspectiva psicológica. Permite ese conocimiento íntimo de personajes que eran extraños y distantes entonces.

P. En eso sigue otro modelo: el de la famosa obra de James Boswell sobre Samuel Johnson.

R. Ese libro instala el paradigma de la verdad: el yo quiero saberlo todo sobre Samuel Johnson. Lo conozco, viajo con él, pido cartas a sus amigos, pero no construye un discurso. En cambio, Strachey, también con esa perspectiva, realiza además una construcción literaria.

P. ¿Lo que hace en Centroeuropa Stefan Zweig, también, por esa misma época?

R. Sí. Es que, además, tratándose Zweig de un escritor vienés, es Sigmund Freud quien da la clave. Él provoca el nacimiento de la nueva biografía con autores como él o Emil Ludwig y el propio Strachey. Pero estos dos primeros no citan fuentes; el inglés, sí, porque es ante todo historiador. La historiografía se lo ha reprochado siempre a los dos primeros: vale, bien, pero ¿de dónde sacan los materiales? Omiten esas informaciones.

P. En España también se va trabajando en esa línea con algunos autores. O también con otros, muy próximos al grupo de Strachey, como Gerald Brenan y sus obras referentes a España, además de, sin duda, Ian Gibson. Sin embargo, es un género que no cuaja. ¿Por qué? ¿Por respeto, por miedo, por desprecio, por falta de medios?

P. La biografía y la autobiografía requieren mucha libertad porque tocan cosas delicadas. Necesitan una metodología, una sensibilidad y una escuela para tratar a personajes reales. Aquí, la influencia de la Iglesia con principios dogmáticos y religiosos ha hecho difícil abordar la vida real de ciertas figuras. Es Ortega y Gasset quien adopta esa idea europea y trata de impulsarla. Desde la Revista de Occidente pone a todo el mundo a hacer biografías: Antonio Marichalar con la del duque de Osuna, a Rosa Chacel la de Teresa Mancha. Pero llega la guerra e interrumpe esa escuela que da sus primeros pasos. El franquismo la sigue, pero al servicio de su discurso nacional católico, y eso provoca su caída en el descrédito.

P. ¿Hasta hoy?

“Ortega da impulso a la biografía en España, pero el franquismo la pone al servicio de su discurso nacional católico y decae”

R. No tanto. Muere Franco y lo primero que se produce es una explosión memorialística. Después nos damos cuenta de que hace falta vincular ambas formas porque la biografía y la autobiografía se complementan.

P. La autobiografía es un género bien difícil. Exige transparencia y honestidad hacia uno mismo. Son contadas las que realmente no se abordan como una justificación con vistas a la historia, con excepciones como la de Jesús Pardo, que acaba de morir.

R. El Autorretrato sin retoques, de Pardo, fue algo único. Él dice inspirarse en la literatura picaresca y no le importa quedar o no de pie con cosas muy poco gratificantes sobre sí mismo: esto es lo que hay. Pero es mi verdad.

P. ¿La pregunta clave para un biógrafo es quién?

R. Más que el quién, lo que nace primero es un porqué. En el caso de Francisco Umbral me planteé: “¿Qué le pasa a este hombre que ha publicado unos 100 libros y habla de su madre una y otra vez, ininterrumpidamente?”. O con Laforet, la pregunta fue: “¿Qué le pasa a esta mujer que con 25 años lo tiene todo, reconocimiento literario, Premio Nadal incluido, y desaparece?”. No solo eso, sino que años después, cuando la buscan para cualquier cosa, advierte: “Háganse a la idea de que estoy muerta”.

P. En el caso de Umbral, además, hablaba todo el tiempo de sí mismo, pero con máscara.

R. Sí, sí: Umbral, Umbral y Umbral… La biografía empezó porque yo propuse hacer un monográfico sobre él en una revista. A mí, había cosas que no me encajaban.

P. O sea, ¿comienza usted con una sospecha, una desconfianza?

R. Sí, ante lo que se oculta. Yo le pedí una cronología de su vida y, ahí, comenzaron sus reservas. Era un lío. En unos sitios decían que había nacido en el año 1935, en otros en 1937. Si fuera la última fecha, ¿cómo se podía acordar de la llegada de la guardia mora a Valladolid?

P. ¿Leyó él mismo el trabajo que usted le dedicó?

R. Nunca lo dijo, pero estoy segura de que sí. Cerró filas completamente. No entró a hablar de él porque seguramente pensó que eso provocaría más curiosidad y más ventas. Nadie de su entorno me comentó ninguna cosa. Pero hace años di una conferencia sobre él en la Biblioteca Nacional y un primo suyo, Juan Antonio Perelétegui, me dijo que el libro había impresionado a toda la familia y que él lo había visto desde otra perspectiva.

P. En una biografía no cabe juzgar ni saldar cuentas. ¿Cómo se aplica la distancia?

R. No. No es el objetivo. Esa idea de “se van a enterar” hace fracasar muchas obras en el género. Cuando te puede el prejuicio, mal. La idea es comprender, nada de juzgar.

P. En el caso de Concepción Arenal, una alumna suya china es la que la impulsa al preguntarle cuánto tiempo necesitan en Occidente para darse cuenta de la importancia de algunas personas.

R. Me impresionó mucho esa pregunta. Pero, más allá de que Arenal fuera importantísima para comprenderla desde aquí, a mí me interesaba su idea de la compasión.

“Igual es más difícil ser tú que la señora de… No a todo el mundo le atrae una relación igualitaria. Es un proceso evolutivo”

P. Más en el mundo de hoy, rodeados de halcones que nos invitan a sacarnos los ojos.

R. Fue una forma de entrar en ella, sus estudios son muy sesudos, no sabía cómo hincarle el diente. Establecí un vínculo con Martha Nussbaum, que ha estudiado mucho la compasión como pensadora ética. No creo que conociera su existencia, pero Arenal hizo de eso el eje de su pensamiento. Ahí se me abrió el mundo. En toda su obra mantiene la misma línea de pensamiento. Ella defiende la empatía mucho antes de conocer la palabra. No podemos mejorar como sociedad si no somos capaces de entender el lugar del otro: así se llega a la convivencia y al acuerdo. Tiene desventajas, pero múltiples ventajas.

P. ¿Y qué la sorprendió de ella a partir de ahí?

R. Que encontré una filosofía, un pensamiento. La descubrí como tal. Ella empieza a escribir sobre eso en un libro que se llama Dios y la libertad, pero lo mete en un cajón. No se atreve. Pero plantea que católicos y ateos, conservadores y liberales, Iglesia y ciencia deben entenderse. Lo hace por intuición, es autodidacta y lo aplica en la práctica a través de la caridad y encuentra ahí una manera de desarrollarse personalmente.

P. ¿A lo largo de cuánto tiempo se mete usted en la vida de una persona? ¿Llega a cansarse?

R. Yo nunca me canso de ellos, se cansan las editoriales. Pero es verdad que llega un momento en que te colonizan la cabeza: empiezas a pensar qué hubieran hecho ellos en determinadas circunstancias y no tú. Es que los biógrafos tenemos vidas tan poco interesantes que debemos meternos en las de los demás.

P. Bueno, usted, cuando estudiaba en la universidad, dice que llegó a sentirse rara por eso mismo.

R. Yo me sentí rara, sí. Leía biografías de Zweig y Ludwig. Mi padre me las regalaba en vez de libros infantiles. Cuando estaba enferma me pasaba la de María Antonieta, de Zweig, por ejemplo. Yo tenía 12 o 13 años… Al llegar a la universidad nunca nadie me citó una biografía, un diario, unas cartas. Al acabar la carrera pensé: aquí pasa algo. Fue la pregunta para empezar a meterme en este campo. A mí, me definió.

P. En su obra hay una atención también por la misoginia y por las mujeres ocultas. Virginia Woolf nos explica en Una habitación propia por qué las mujeres han tenido poco peso en la creación. ¿Qué supusieron esas lecturas para usted?

R. Si hablamos de lecturas que me marcaron en ese sentido, antes fueron las memorias de Simone de Beauvoir, a mediados de los años setenta. Yo nunca había leído a una mujer tan inteligente. Y después, otra cosa que me marcó fue organizar con Joana Bonet el Premio Contradiction: memorias de mujeres que nos contaban sus historias. Llegaron cerca de 2.000, yo ahí bordeé la depresión. Leí muchas historias que me conmovieron sin tomar la distancia suficiente: sobre todo en lo que se refiere a la soledad y a la insatisfacción. No tomé las precauciones oportunas, como hace un médico con sus pacientes. Hice mías esas historias y empecé a darle vueltas a de dónde viene ese sentimiento de frustración e infelicidad en las mujeres tan poderoso que todo lo contagia y que hasta me contaminó a mí.

P. ¿Porque hasta entonces, en usted misma, no lo había sentido tan poderosamente?

R. No sé… Así como con Simone de Beauvoir me planteé que yo quería hacer algo parecido a eso, en la serie Contradiction ocurrió algo distinto.

P. ¿Un qué hacer para remediarlo?

R. Lo hice mío. Un grito: qué nos pasa. Debo hacer algo para cambiarlo. Yo hasta entonces había sido muy obediente. Inicié una toma de conciencia y me pregunté cuántas memorias y trabajos de mujeres no había considerado para dedicarme a ellas. Y entonces lo incorporé como deber moral. Fue mi caída del caballo.

P. ¿Qué quiere decir?

R. No tenía esa conciencia feminista. Era, eso, obediente, no había puesto en tela de juicio el sistema y el discurso patriarcal. Releí mi pasado desde otra perspectiva.

P. ¿Y qué encontró ahí?

R. Muchas cosas, la verdad. Pero no sé si estoy preparada para esta pregunta…

P. A ver…

R. Me ayudó a revisar la relación con mi madre y mi familia. A la confianza que había depositado en la vida en pareja y a que la condición más radical del ser humano es la soledad. A partir de entonces, concebí la vida como persona y antes me veía siempre en compañía de un hombre. Afronté las cosas de otra manera.

P. Ahondando en ese aspecto de la soledad, el confinamiento lo ha agudizado. ¿Cree que para bien?

R. En mi caso, pues no hubo transición con el confinamiento. De pronto me convertí en una estatua de sal: mi agenda se desmoronó de golpe: no más viajes, no más proyectos, no más cenas con amigos… ¿No más vida? Estos tres meses han supuesto un aprendizaje, no de la soledad, a mí la soledad me parece una experiencia saludable y necesaria. De hecho, no consigo dejar de tener, desde que era pequeña, la conciencia de mi soledad en el mundo. Pero sí ha resultado esto un aprendizaje de qué se puede esperar del futuro como sociedad. Recuerdo los primeros días, el miedo en todas las miradas, el silencio de las ciudades, la obediencia, la parálisis. La covid-19 nos enfrentó a una experiencia relativamente nueva y es que ante la gravedad de un hecho las soluciones que puedas aportar desde tu pequeño mundo no son suficientes, necesitas del concurso de los demás.

P. Usted tiene hijos. ¿Su conciencia de soledad influyó también para que los educara de otra manera?

R. Tengo un chico de 25 y una chica de 23. Los he tratado de educar de manera distinta a como me educaron a mí. Yo soy muy ingenua, por eso me dedico a la biografía, porque he aprendido muy lentamente. La experiencia más importante de mi vida fue la maternidad, aunque mi madre no me la recomendaba: para ella los hijos fueron una carga. Por un lado me decía una cosa y por otro me animaba a no ser convencional. Es que por eso es tan complicada esta historia. Para mí, la palabra de mi madre era palabra de Dios, aunque se contradijera. Yo lo asumía. Llegué a tener hijos casi por accidente, a los 40 años. Y quería. Eso me cambió el mundo. Le encontré sentido a la vida: una razón por la que luchar.

P. Ese examen de conciencia que se hizo usted respecto al feminismo, ¿cree que se ha realizado de manera correcta en el ámbito colectivo?

R. La sociedad española desde los años noventa ha cambiado muchísimo en ese aspecto. Para bien.

P. ¿Más que en los setenta?

R. El entusiasmo aquel se perdió, pero se consiguió mucho. Cayó en los ochenta y el feminismo se abrió a muchas corrientes. La base, las reivindicaciones elementales se consiguieron. Pero ese impulso no se supo canalizar bien. A partir de los noventa se plantean las relaciones de igualdad. Y, sobre todo, acabar con el paternalismo.

P. El problema se plantea con quienes lo consideran una amenaza. Y transforman esa relación primitiva en algo que resulta ahora poco natural.

R. Cierto, pero los cambios siempre se ven como una amenaza. Después se racionalizan y, finalmente, se aceptan.

P. ¿Cuando nos damos cuenta de que no pasa nada?

R. Eso es. Vox cataliza un retroceso: qué va a ocurrir si las mujeres siguen avanzando, creen que el hombre perderá espacios de confort. Que los ha perdido…, pero también los ha ganado. Aun con todo, el hombre hace su propia reflexión: ¿cuál es mi lugar? Muchos concluyen que prefieren volver atrás, pero también les ocurre a las mujeres que se sentían más cómodas con esas normas de cortesía masculina. Igual es más difícil ser tú que la señora de… No a todo el mundo le atrae esa relación igualitaria. Es un proceso evolutivo, pero bien es cierto que España en estos aspectos se resiste a los cambios. Pero lo que estaba claro antes podía ser injusto.

P. ¿En qué momento se acelera?

R. Yo creo que esto se acelera con las políticas de cuotas y las leyes de igualdad. Las mujeres en la política repercuten. En la Transición eso no ocurrió. Pero con la última crisis económica, las mujeres toman conciencia y surge de ahí un impulso muy fuerte. Las mujeres no tenemos tanto deseo de poder, pero ahí se produce una reflexión colectiva: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? Queremos cambiar las cosas. Como sociedad sufrimos una grandísima decepción. Se vino todo abajo. El modelo de bienestar era bastante falso. Una burbuja nada acorde con las estructuras del país. Entramos en un desierto. ¿Cómo salir? Seguimos en esa travesía. Más ahora, necesitamos cobrar fuerzas para alcanzar nuevos pactos sociales. Nuestra democracia es aún algo adolescente, no tiene tanta tradición y capeamos muchos temporales. Pero esta sociedad es más fuerte de lo que parece.

P. ¿Pero falta idealismo?

R. Es que somos víctimas de la sociedad de consumo: hemos pasado de ser ciudadanos a consumidores. Con esta última crisis espero que lo revisemos. Económicamente hemos crecido, pero moralmente, como decía Concepción Arenal, no. Si junto al progreso no progresan los individuos, no tiene sentido. Tenemos que salir juntos del pozo. Y saldremos. La crisis de amplio espectro, porque es económica, política, social y cultural, que ha desencadenado el coronavirus lo es en el sentido más literal. Un cambio profundo en la manera en que apreciamos una determinada situación. Para mí es inevitable pensar ahora en la oportunidad que se nos ofrece de poner el freno a nuestra idea suicida de enriquecimiento y progreso desigual. Digamos que el factor entrópico que se ha instalado con esto se puede ver compensado si nos permite una ascensión en la vida social y la potenciación de la cultura. Dicho en otras palabras, frente a la emergencia del desorden cabe oponer la profunda unidad de los seres humanos. Compleja, pero factible.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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