Los derechos de las minorías
Todas las tardes paso en la playa un par de horas, sin ocupar sitio, sin estarme quieta. Recorro unos tres kilómetros y medio
Hace unos años, yo misma tuve el honor de encender la pira donde quemaron mi efigie. Fue en Rota, el pueblo donde vivo en verano desde hace muchos años. Fue un honor, porque las figuras que se incendian en la noche de San Juan representan a personas a las que los vecinos pretenden distinguir con su cariño. Puede parecer raro, pero no lo es. Es Cádiz. Quien no lo conoce, nunca lo entenderá.
Cuando los organizadores le revelaron sus intenciones a un amigo mío, para que me preguntara si me parecía bien y si estaba dispuesta a encender mi propia hoguera, respondí que por supuesto, que lo haría de mil amores, y sólo le planteé una inquietud. Si puede ser, que no me saquen muy gorda… Me sacaron estupendamente, la verdad. En mi estatua, a tamaño casi natural, en papel maché, me encontré muy esbelta y muy favorecida. Pero esa no eres tú, dijo mi amiga Elvira cuando la vio. No se refería a las proporciones, sino al accesorio que mi figura sostenía con la mano izquierda. Yo ya se lo he dicho a ellos, me contó, ¡pero, chiquillos, adónde vais con esa silla! Si Almudena nunca va a la playa con silla… Y aunque aquella, de aluminio y plástico, ardió estupendamente, mi amiga tenía razón.
Ahora que todo el mundo pide por lo suyo, exenciones, ayudas, subvenciones, excepciones, medidas de estímulo, yo quiero defender unos intereses muy míos y muy minoritarios, la causa de los andarines playeros. Porque, en verano, voy a la playa todos los días sin accesorios de ninguna clase. No llevo silla, no llevo sombrilla, no llevo merienda, no llevo libro, no llevo móvil, no llevo dinero, no llevo esterilla, no llevo toalla, no llevo nada excepto una bolsa pequeña donde transportar las chanclas y el pareo mientras ando por la orilla del mar. Todas las tardes paso en la playa un par de horas, sin ocupar sitio, sin estarme quieta. Recorro unos tres kilómetros y medio, cuando hay bajamar incluso un poco más, antes de dar la vuelta, y hago solo una parada. Llevo tantos años haciendo la misma ruta que he identificado un tramo donde no hay piedras ni siquiera cuando la marea está bajísima, y allí me baño todas las tardes. Entro en el Atlántico, nado en línea recta hasta una boya amarilla, o la distancia equivalente cuando hay pleamar, descanso unos instantes, veo a los demás bañistas tan lejos como si fueran hormigas diseminadas en un charco de agua y vuelvo a nadar para salir en línea recta, usando mi bolsa, protegida por un parapeto de arena que yo misma construyo antes de bañarme, como referencia. Luego vuelvo a casa, en julio sola, en agosto con mi amiga Ángeles, compañera de playa desde que empiezan hasta que terminan sus vacaciones. Casi todos los días nos cruzamos en algún punto del camino con Elvira y Domingo, con Jesús y Mari Carmen, compañeros de la cofradía de los andarines roteños, la maldición de los chiringuitos, ese grupo salvaje de bronceado uniforme y veraneo de otros tiempos al que me enorgullece pertenecer. Ahora me pregunto qué será de nosotros.
Ya sé que somos muy pocos. Representamos un porcentaje casi infinitesimal de la gente que va a la playa a sentarse, a tumbarse, a tomar el sol, a soltar a los niños, a merendar, a leer o a pasar la tarde comiendo pipas con sus amigos. Es verdad que los sedentarios también se levantan de vez en cuando, y se bañan o se dan un paseíto, pero apenas tenemos contacto con ellos, porque nosotros andamos mucho más deprisa y, para conseguirlo, eludimos el último tramo, la arena bañada por las olas donde los indecisos se tiran las horas muertas pensando si se meten o no en el agua. Por eso creo, sinceramente, que deberían tenerse en cuenta nuestras especificidades a la hora de establecer cupos máximos de ocupación de las playas —lo digo en plural porque en tres kilómetros y medio atravesamos varios tramos y media docena de accesos— que recorremos cada tarde.
Ya sé que lo normal es que las minorías luchen por hacerse visibles, pero en este caso se trata de todo lo contrario. Y soy consciente de que parezco una pedigüeña insaciable, pero es lo que pasa, que se empieza pidiendo parecer delgada y se acaba pidiendo existir como un no cuerpo. Por los derechos de las minorías, ¡cuenten toallas y sombrillas, por favor!
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